por Federico Ruiz Tirado
No intento alejar de mí la certeza de que la industria gringa Netflix, casi que irremediablemente, va a pasar a formar parte estelar del elenco postmoderno de la cultura perversa que ha nacido en la crisis global para aliarse al libre mercado de los sepultureros de la lectura.
No es ésta, la mía, sin embargo, una apreciación apocalíptica de nada. Cada quien con sus pertrechos domésticos puede sobrevivir.
Leer, ver y suponer
No es tampoco la sombra del lobo feroz que se desliza, ni un misil terrorista que me quita el poco sueño que aún me permite leer o escribir dormido: es una secuencia de verdades como el cambio climático, la guerra o las amenazas contra la utopía según la concibió Eduardo Galeano, que existen y agravan los días y las noches, solitariamente o en compañía.
Desde que nací hasta nuestros días, he aprendido que el sentido de la existencia, del oficio de vivir, es respirar y luchar hasta donde sea posible contra la asfixiante mentira y ese modo oscuro del no-ser en que se presenta la muerte desde que se supo que la civilización nació con ese déficit de provisión que le permitió a Úrsula Iguarán vivir las buenas, las malas, las empecinadas y escandalosamente naturales maneras del Gabo de mantenerla cien años entre nosotros.
Ahora, mi nostalgia es anticipada porque sé de antemano que Netflix va aplastar a los liberales del Coronel Aureliano Buendía y achacará sutilmente una que otra fechoría a Mauricio Babilonia, a sus mariposas amarillas y al tren que llegó a Macondo: todo sucederá sin que lo veamos en la superproducción.
Bastará con ubicar en la mitad de los actos de leer y ver, otro más, quizás menos semi-real o enloquecedor: suponer lo que hará este sucedáneo de Hollywood con la historia de esos cien años que se adosaron a la piel de América Latina.
Melquiades se salvará porque fue concebido por el Gabo para vivir eternamente y sin más arrebiates estrafalarios, propios del cine y de este negocio del entrenamiento que ahora entra a nuestras casas y logrará lo que hasta hace poco lucía imposible, que los muchachos de la casa leyeran la novela y olieran las añejadas reliquias humanas y materiales de Macondo.
Netflix se une ahora a las desgraciadas operaciones bélicas con un apetito sospechoso y viene por algunos trozos de la imaginación que se ha creado en nosotros antes de que el mundo existiera.
A Cien Años de Soledad le han puesto el ojo siempre. Primero fueron algunos escritores españoles, como Francisco Umbral, quien dijo que sin Valle Inclán el llamado por ellos «realismo mágico» no existiera.
Después con otros del famoso boom de los 60′. Muchos de ellos se escaparon a través del túnel del tiempo y huyeron, como Julio Ramón Ribeyro, Cortázar y hasta Borges, que le encasquetaron influencias hispánicas, y permanecen más frescos como muertos que cuando estaban vivos.
De Gabo, se olvidaron de los burdeles de la costa, de Virginia Woolf y Faulkner.
A Juan Rulfo vaya usted a saber con qué tintura le van a barnizar sus tristezas.
Chao, Macondo
Ánimo, amigos míos, sé que están entusiasmados: la serie puede entretener un rato en medio de las turbulencias.
A mí Netflix no me va a desteñir la imagen que conservo de la Úrsula ciega siguiendo en la oscuridad de la casa los pasos de sus descendientes.