
Por Willy Grotty
El periodista económico de El País de España, Claudi Pérez, con su habitual olfato para ponerle nombre a las rarezas de la historia económica, bautizó como “cisne naranja” a Donald Trump. La expresión es una ironía cromática y conceptual: si el “cisne negro”, según Nassim Taleb, representa un hecho inesperado de enorme impacto, que no pudo anticiparse con los datos disponibles, el “cisne naranja” es justo lo contrario.
Trump no es un accidente impredecible sino la consecuencia inevitable de una economía que no supo leer sus propios síntomas. La metáfora, que en el plumaje alude al personaje y en su vuelo a la nostalgia imperial, cobra pleno sentido si miramos el camino que llevó a Estados Unidos de ser la hiperpotencia incuestionable de los años noventa a este presente de berrinches arancelarios y muros ideológicos sin cimientos sólidos.
Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética en 1991, Estados Unidos creyó haber llegado al final de la historia. Fukuyama así lo aseguró. La Guerra Fría terminó sin disparar una sola bala en su última batalla, y la fe en el mercado como instrumento de redención global se convirtió en doctrina. En ese mundo unipolar, Washington impuso condiciones, exportó valores, invadió naciones, dictó sentencias y diseñó la globalización a su medida. Entre tanto, en 1999, aviones de la OTAN bombardearon por “error” la embajada de China en Belgrado. Beijing no alzó la voz. Ni una guerra, ni un veto. En vez de venganza, optó por la táctica milenaria del Arte de la Guerra de Sun Tzu: reposicionarse en silencio.
China acogió la deslocalización de fábricas occidentales (americanas) en sus cantones con una mezcla de humildad estratégica y visión de largo plazo. No fue una rendición, sino una inmersión: aceptó su rol como maquiladora o fábrica del mundo, toleró condiciones laborales que habrían escandalizado a cualquier sindicato europeo y convirtió sus ciudades en talleres de ensamblaje de la modernidad. Pero no lo hizo por docilidad: lo hizo para aprender. Miles de ingenieros chinos se formaron en universidades estadounidenses mientras sus padres ensamblaban iPhones. Cuando en 2001 China entró a la OMC, ya no era solo una nación emergente: era una potencia latente, afinando sus motores.
Durante esos años, Estados Unidos creyó que la globalización era un espejo que siempre le devolvería su propio reflejo. No entendió que, mientras las ganancias se inflaban por los bajos costos de producción, su base industrial se oxidaba internamente. Ni que, mientras celebraba su déficit de cuenta corriente como una señal de dinamismo, cedía terreno real en manufactura, infraestructura y hasta en soberanía tecnológica. Washington pensó que podía ser la mente del mundo mientras los otros ponían las manos. Pero las manos también aprenden, también piensan, y a veces construyen su propia cabeza.
Hoy, cuando ese gigante dormido que fue China se despereza como primera potencia exportadora, tecnológica y financiera, el Cisne Naranja bate sus alas, grazna con torpeza y ruido. Trump encarna no solo el desconcierto, sino también la furia del declive. Quiere revertir décadas de errores con tarifas improvisadas, guerras comerciales y discursos de patio trasero. China no es Latinoamérica. ¿Cree que gritar “America First” basta para que el tiempo vuelva atrás?. El daño está hecho. Y consolidado. Los aranceles no reemplazan las fábricas cerradas, ni las promesas proteccionistas sustituyen a los empleos que volaron al otro lado del Pacífico. Ahora relocalizar las industrias hacia USA no es fácil, ahora son cadenas de valor y el mundo cambió.
El cisne naranja, a diferencia del negro, no sorprende por su aparición, sino por su negación del pasado. Quiere rehacer el mundo sin entender cómo lo perdió. Como esos jugadores de ajedrez que golpean el tablero cuando descubren, demasiado tarde, que la estrategia rival comenzó veinte movimientos atrás. China, paciente y milenaria, ya hizo su jugada. Y el Águila Norteamericana, en lugar de aceptar el empate, quiere reiniciar la partida a punta de sanciones. Tendrá que negociar, pero no podrá lograr el «America First»
Así que ahí lo tienen: el cisne naranja no es un error. Es la factura del autoengaño. No vuela, grazna. Y su canto final no es tragedia, sino comedia de errores, escrita con tinta roja de déficits gemelos (fiscal y externo) y nostalgia imperial. Porque si algo enseña la historia económica es que los imperios no caen por enemigos externos, sino por no ver y saber mover las piezas a tiempo.
Barranquilla, 16 de abril del 2025.