Vladimir Acosta
Al fin con Trump fuera del poder, el Monstruo que es el Imperio estadounidense inicia con Biden un nuevo y urgente maquillaje, tratando de recobrar su imagen mundial y buscando de nuevo que ese barniz ilusione a América Latina.
No es la primera vez que ocurre. El Monstruo vive en permanente maquillaje. Y en el sistema bipartidista de su falsa democracia, los protagonistas más recientes de esos maquillajes han sido los demócratas. Señalo varios casos.
Eisenhower, republicano, agresor imperialista, promueve un golpe de estado en Irán para aplastar al gobierno nacionalista de Mossadegh y devolver el poder al shah Reza Pahlevi, otro en Guatemala para derrocar al gobierno progresista de Árbenz y una directa invasión del Líbano. Le sucede el demócrata Kennedy. Joven, elegante y dinámico, éste suscita una gran ilusión. Pero, fuera del maquillaje, nada cambia. Logró su estrecho triunfo electoral gracias a la mafia amiga de su padre, invade Cuba y es derrotado, inicia la guerra de Vietnam y termina asesinado en forma confusa, lo que ha mantenido la ilusión falsa de que iba a cambiar algo.
Nixon, republicano, personaje repulsivo, tramposo y prepotente, provoca el golpe de estado que derroca en Chile al gobierno democrático de Allende para imponer la dictadura asesina de Pinochet, y en Vietnam no solo lleva la guerra a extremos monstruosos, sino que viéndola perdida somete a Laos, Camboya y Vietnam del Norte a bombardeos genocidas que casi destruyen a esos países. Y acaba renunciando al poder, amenazado de impeachment por lo de Watergate.
Su sucesor, Carter, demócrata, devuelve la ilusión al país. Pero el Carter que después de ser derrotado por Reagan en su intento de reelección y que en décadas ulteriores aparece como defensor de la democracia, fue en el poder un presidente imperial. Metió a los sionistas israelíes en Centroamérica, empezó la guerra afgana para provocar a la Rusia comunista armando a los Talibán, enfrentó a la revolución iraní apoyando y protegiendo al shah, apoyó a Somoza en Nicaragua y empezó la guerra de agresión contra la revolución sandinista.
Luego vino la última ilusión, la mayor y más falsa de todas. Al segundo Bush, el aprovechador del más que sospechoso atentado contra el World Trade Center, el de la invasión de Afganistán, de la criminal guerra contra Irak acusado falsamente de tener armas nucleares, de la Ley Patriota, la represión interna, las torturas y el neo mercantilismo, lo sucede Obama.
Obama fue la hipocresía y la mentira en el poder. Recibió un Premio Nóbel de la Paz adelantado, que su gobierno pisoteó impunemente con sus guerras y crímenes. Vendió más armas y asesinó más ciudadanos negros que Bush. Mantuvo al país en guerra perpetua hablando de paz y amistad. Usó a la OTAN para invadir Siria y Libia y su vicepresidenta celebró la nauseabunda forma en que se mató a Gaddafi. Siempre con las manos limpias, hizo asesinar a Ben Laden para que no hablara. Promovió golpes de estado en Honduras, Paraguay y Ucrania. Declaró a Venezuela peligro inusual para Estados Unidos y convirtió en su entretenimiento favorito asesinar a distancia con drones que manejaba desde la Casa Blanca a miles de afganos y pakistaníes, hombres, mujeres y niños, que celebraban bodas y reuniones familiares.
Lo más grave es que esa ilusión sí funcionó. Y no solo eso, sino que todavía perdura. Y perdura por una sola razón, que va en contra de la realidad, pero vale por mil argumentos: el poder de los grandes medios, esos que a base de maniqueísmo acomodaticio, mentiras y medias verdades imponen por doquier, en prensa, radio, TV, redes y celulares esa falsa verdad que llega a todos y que todos repiten. Y es a ella que intenta volver Biden.
Hay empero una poderosa fuerza que se le opone y que va a dificultar el éxito de ese regreso iluso a los Estados Unidos previos a los años de gobierno de Trump. No son por supuesto los ingenuos que creen en Obama y en que el Imperio puede siempre renovarse. Es una fuerza material que ha ido cobrando peso, que choca contra de la falsa verdad mediática del poder profundo que domina Estados Unidos, y que ha puesto a dudar incluso a los gobiernos actuales de la servil Europa, adoradores masoquistas del Imperio gringo que los desprecia, humilla y les da órdenes. Es la fuerza material que Trump desató, y que prendió en una parte grande e importante de la población estadounidense pues es producto directo y sostenido de la crisis terrible que esa población sufre desde hace años en medio de su decepción ante el Estado, el poder y las manipulaciones partidistas. Es una fuerza múltiple que explota a cada paso poniendo en evidencia sus alcances, peculiaridades y hondas contradicciones.
La crisis actual que confronta Estados Unidos es múltiple y profunda y no puede ser resuelta con meros maquillajes dirigidos a ocultar y diferir incómodas y profundas realidades. En tal sentido, las posibilidades de éxito del intento de Biden de volver a Obama son más que remotas. Y es que Trump no creó esa crisis, pues ella viene de antes. Lo que sí logró sin quererlo, con su soberbia, narcicismo, racismo, agresiones, errores y pésima actitud ante la pandemia fue sacarla a flote y hacerla estallar en todos sus diversos planos.
Esa crisis no es sino la decadencia inevitable de un Imperio soberbio y arrogante que empieza a mostrar su lento pero imparable derrumbe, su putrefacción interna y su necesidad de un cambio profundo que nadie va a intentar. Y es que los Imperios se pudren, la decadencia los hace más peligrosos y no es raro que apelen a la guerra aprovechado el enorme poder que conservan pese a esa creciente decadencia.
El Monstruo está enfermo. La crisis de Estados Unidos no se resuelve con parches y aún menos con un gobierno como el de Biden, imperialista servil y mediocre de toda la vida, cómplice activo de todas las guerras del Imperio, ahora un hombre viejo, indeciso y medio gagá rodeado de un equipo que pese a su aparente diversidad y disfraces es más de lo mismo. En lo internacional su discurso es el de Trump, edulcorado con un nombre suave para hacerlo digerible: Hacer América grande otra vez se vuelve Somos el faro que da luz al mundo y aquí estamos de nuevo para dirigirlo. Su discurso de posesión es ejemplo de ello. Biden, católico, habló de unión de todos, de paz y amor, como un viejo cura hipócrita, pero tras acabar pidiendo a Dios bendecir a “América”, pide otra bendición de Dios para sus tropas. Su Secretario de Estado repite lo que fue la despedida de Pompeo: que hay que unir a todo el mundo contra China. Y se inaugura como tal atacando a Venezuela y diciendo que se le impondrán a nuestro país sanciones aún más dolorosas.
Y hay algo más en lo que el gobierno Biden busca obtener un éxito que es clave: destruir no solo a Trump sino al propio Partido Republicano. Mientras montan el impeachment final de Trump, han convertido la payasada del 6 de enero en el Congreso en “la conspiración terrorista y el proyecto criminal de golpe de estado más grave de toda la historia de Estados Unidos”. La investigación manipulada que montan para ello se dirige no solo a liquidar a Trump y sus 75 millones de votos sino al Partido republicano, que dejaría de ser un adversario para el poder demócrata.
Pese a que Biden domina el Congreso, el absurdo impeachment debería fracasar porque coloca a los republicanos en un dilema. No pueden apoyarlo, y si una parte de sus congresistas lo apoyase, el Partido republicano quedaría dividido en dos grupos opuestos y por tanto anulado como competidor por el poder. En eso también los demócratas deberían fracasar, a menos que los republicanos se “auto suicidasen”, como habría dicho Carlos Andrés Pérez.
No hay, pues, cabida para ilusiones con el Monstruo.