Por: Luis Britto García |
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Desde 1810 transcurre más de una dura década de bloqueo y privaciones. La situación de las armas patriotas es deplorable. El 30 de abril de 1821 el Libertador escribe al gobernador militar de Mérida: «Dentro de poco marchará el ejército, y no tienen zapatos los oficiales ni hay medios de proporcionárselos aquí. Haga Ud. comprar en esa provincia todas las alpargatas que haya y remítalas inmediatamente a este cuartel general (…)».El 25 de mayo comunica al vicepresidente Nariño: «Instigado de los clamores con que mi propia familia y las de algunos de mis compañeros de armas se lamentaban por la miserable situación en que se hallaban, me tomé la libertad de librar una orden a mi favor contra las cajas públicas de Bogotá en el año de 1819”. Tres meses después, desde Tinaco, informa al coronel Salom que en el hospital militar del pueblo hay novecientos enfermos y que es imperativo «que estén bien asistidos nuestros infelices soldados, y haya mucho aseo en los hospitales».
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El Comandante podría en verdad negociar un cómodo arreglo. En la vía hacia San Carlos encuentra al coronel Churruca, edecán de La Torre, quien le entrega un documento de los comisionados colombianos ante la Corte de Madrid, y le propone reanudar el armisticio mientras se conoce el resultado de sus negociaciones. Es tentador. Los monarcas de la Santa Alianza europea dejarían de mirarlo mal. Estados Unidos podría parar el contrabando de armas para los realistas, e incluso realizar algunas jugosas inversiones. No, nada mal. El Libertador contesta cortésmente a Churruca, sin comprometerse. Al encabezar sus tropas, ordena paso redoblado.
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La acelerada marcha culmina el 24 de junio en la llanura de Carabobo, donde, según informa al Congreso el día siguiente: “»El bizarro general Páez a la cabeza de los dos batallones de su división y del regimiento de caballería del valiente coronel Muñoz marchó con tal intrepidez sobre la derecha del enemigo, que en media hora todo él fue envuelto y cortado. Nada hará jamás bastante honor al valor de estas tropas. El batallón británico, mandado por el benemérito coronel Farriar, pudo aun distinguirse entre tantos valientes y tuvo una gran pérdida de oficiales (…).»Acepte el congreso soberano, en nombre de los bravos que tengo la honra de mandar, el homenaje de un ejército rendido, el más grande y más hermoso que ha hecho armas en Colombia en un campo de batalla».
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El 30 de junio de 1821, al entrar en Caracas, Bolívar dirige proclama a sus coterráneos, en la que explica las consecuencias territoriales del triunfo: “El ejército libertador con su virtud militar os ha vuelto a la patria. Ya, pues, sois libres. Caraqueños: la unión de Venezuela, Cundinamarca y Quito, ha dado un nuevo realce a vuestra existencia política y cimentado para siempre vuestra estabilidad”(…). «Caraqueños: tributad vuestra admiración a los héroes que han creado a Colombia». Cundinamarca es Nueva Granada; Quito es Ecuador: con Venezuela, son las tres unidades de lo que el Libertador llama Colombia y nosotros la Gran Colombia: el inmenso bloque geopolítico que dominaría la región septentrional de América del Sur, serviría de contrapeso a Estados Unidos y por su dominio del Istmo de Panamá -por donde Bolívar prevé desde 1816 el trazado de canales- regiría el comercio del mundo.
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Acaso más importante que las consecuencias geopolíticas de Carabobo es el definitivo cese de nuestra condición colonial. Durante la Colonia, nos obligaban leyes emitidas por los monarcas absolutos de España. A partir de Carabobo, nuestras propias leyes rigen de manera total, única e integral toda la extensión del territorio nacional. No puede haber zonas exclusivas, excepcionales, exceptuadas ni extraordinarias excluidas del deber de aplicarlas, porque ello implicaría renuncia a la soberanía territorial ganada palmo a palmo por el sacrificio de los ejércitos libertadores.
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Durante la Colonia, las sentencias de nuestros tribunales eran borradores: podían ser revisadas, corregidas o anuladas por la Real Audiencia de Santo Domingo o los tribunales de Madrid. A partir de Carabobo, nuestros tribunales deciden todas las cuestiones y controversias donde esté involucrado el interés público nacional. Sus decisiones no podrán ser sometidas a reconsideración, revisión ni apelación ante tribunales extranjeros o árbitros foráneos sin renunciar a la soberanía ganada en Carabobo.
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Durante la Colonia, un ínfimo grupo de privilegiados, los blancos peninsulares, gozaban de privilegios por el mero hecho de haber nacido fuera de nuestras fronteras. A partir de Carabobo, se acaban las ridículas prerrogativas de casta: no se podrá adjudicar a extranjeros o a sus negocios o empresas condiciones ni privilegios más favorables que aquellos de que disfrutan los nacionales. La condición de compatriota no será rótulo infamante y vergonzoso que implique gozar de menos ventajas y derechos que los forasteros. En su alocución a su ciudad natal, añade Bolívar: «Caraqueños: tributad vuestra gratitud a los sacerdotes de la ley, que desde el santuario de la justicia os han enviado un código de igualdad y de libertad”. Otorgar privilegios a personas o empresas extranjeras es renunciar al código de libertad e igualdad conquistado en Carabobo.
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Durante la Colonia, un sector de la población sólo era remunerado con lo indispensable para la subsistencia. A partir de Carabobo los esclavos –pues no otra cosa son quienes trabajan sin recibir un mínimo excedente económico- reciben de manera efectiva la libertad que Bolívar les había acordado de hecho y de derecho desde 1814. Tras la victoria de Carabobo, el 8 de julio en el camino a Caracas se detiene Bolívar en su hacienda de San Mateo para hacer efectiva la libertad de los tres últimos esclavos que quedan en el lugar. Las oligarquías inventarán mil subterfugios para retardar hasta 1854 el cumplimiento de la medida emancipadora, y hasta hoy no cesan de urdir pretextos para que el desposeído trabaje para ellos sólo por la subsistencia, y aun por menos. Refrendar esa esclavitud es deshacer Carabobo.