Leonardo Rossiello Ramírez | Arte/cultura / CONTROVERSIA
Para quien no esté desinformado, no es un secreto que los grandes medios de comunicación masiva —radio, prensa y televisión—, al menos en lo que se ha dado llamar Occidente y con pocas excepciones, son portavoces de los poderosos, es decir, de quienes detentan el poder económico y político de las sociedades humanas. Por ejemplo, en Colombia, Chile y Cuba se han producido recientemente manifestaciones contrarias a los gobiernos, pero mientras que en los dos primeros países los manifestantes fueron centenares de miles y las protestas fueron reprimidas con muchas decenas de muertos, centenares de heridos y miles de presos, en el último se trató de menos manifestantes, hubo algunas decenas de presos y ningún muerto. Sin embargo, la abrumadora mayoría de los artículos, programas y noticias de los medios se centraron en el caso Cuba, mientras que la cobertura de las protestas en Chile y en Colombia fue nula o parcial, desinformadora o mentirosa y casi siempre vergonzante. Los ejemplos de este tipo de sesgo, vergüenza de la profesión periodística, pueden multiplicarse. Estos medios de comunicación masiva marcaron la cancha: decidieron de qué se habla, cómo, cuánto y quién tiene el micrófono.
Marcar la cancha es algo que muchos de los polemistas procuran hacer. Dada una controversia cualquiera, se le presentan a uno tres posibilidades básicas. O uno es quien marca la cancha (lo que siempre es preferible), o se procura un acuerdo previo sobre el tema a discutir y los términos generales del mismo (esta es la mejor opción para el público) o se la marcan a uno: el o la contendiente decide el qué, el cómo, el cuánto. La peor alternativa, porque si no es imparcial ni quiere escuchar y considerar nuevas perspectivas, no vacilará en soltar cifras distorsionadas, usar y abusar del cambio de tema y otras falacias; tal vez incluso caerá en la irracionalidad del insulto. Si me permite un consejo, lectora o lector, le digo que si va a discutir sobre algo en lo que usted tiene posición fundada, nunca permita que el oponente le marque la cancha.
Precisamente, esto fue lo que le sucedió a mi amiga Pabla, quien ayer entró en una controversia con Miguel, su sobrino, y su novia Dinora. Si uno discute contra dos, en teoría deberá rebatir el doble de argumentos contrarios y exponer los propios con la tercera parte de los minutos disponibles, comparado con debatir contra uno solo. Conviene, pues, evitar esa situación o bien pedir y usar la mitad del tiempo o, al menos, hacer presente que uno está en desventaja. Nada de eso sucedió. Yo estaba presente, pero solo intervine al final, ya que quería concentrarme en ponderar los argumentos mientras, discretamente, grababa la discusión que les presento a continuación:
—Ustedes sí que la pasaron bien —dijo Miguel—. Nunca antes una generación había alcanzado tanto bienestar, tanto tiempo libre, tantos recursos. Nosotros los milenials, en cambio, somos la primera generación de la historia que lo tiene peor en lo económico que la anterior.
Primer movimiento para marcar la cancha: plantear una contradicción no entre por ejemplo ricos y pobres, sino entre generaciones, dando por asumido que es válido lo que pregona el carro carnavalesco neoliberal, cuyo coro machaca la idea de que las «generaciones» existen, sin definir la palabra, a la vez que se asume que se enfrentan y que son poco menos que la contradicción principal. Pabla entró en el juego con una respuesta sarcástica:
—Dan pena, ustedes. No pueden morirse de hambre y enfermedades en la misma medida que los jóvenes de antes. Ni siquiera pueden ser sacrificados en guerras y morir como héroes, lo que los padres y abuelos de ustedes sí pudieron alcanzar. Y para colmo de males, se les ofrece la peor atención médica y educación de la historia de la humanidad. Por si poco fuera, las tecnologías modernas los inundan de posibilidades de comunicación por encima de fronteras y lenguas: una verdadera humillación. Y acceso a viajes, a la ridícula «cultura» de museos y exposiciones, a océanos de libros y audiolibros espantosos en línea o en bibliotecas, a la mal llamada investigación…
—No tienes idea de lo que hablas —retrucó Dinora—. Nuestra generación creció preocupada por el cataclismo inevitable, el colapso de los ecosistemas, con inundaciones, incendios, récords de temperaturas año tras año y falta de alimentos por todas partes. Y los analistas han empezado a hablar sobre la inevitable guerra con China en los próximos diez años. Hay un colapso de los estados en Medio Oriente, guerras con decenas de millones de muertos y de más refugiados, y la pandemia actual es una versión light de lo que se avecina.
—Además —completó Miguel— las cárceles están repletas, los presos se matan por celos o por poca plata, la cantidad de medicamentos antidepresivos recetados se triplicó en quince años, los psicólogos y psiquiatras no dan abasto, al punto que ahora mismo hay que esperar años para tener un día y hora de atención. Y en todo el mundo aumentan los suicidios de manera exponencial. Así que si crees que nosotros estamos mejor que antes es porque no lees las noticias.
—Esa preocupación que ustedes describen —se defendió Pabla, sin cuestionar las imprecisas y exageradas cifras, sin asegurar que sí leía las noticias—, es de todos, no solo de los milenials. Parece que ustedes no tienen una perspectiva histórica. Claro que existieron muchas generaciones que en tiempos pasados lo pasaron peor que la anterior. Aunque al fin fuera cierto todo lo que dicen, no son únicos. Pero no negarás que la calidad de vida, la expectativa de años por vivir, las posibilidades de trabajo, la educación y la salud pública de los jóvenes nunca fueron mejores que en este momento.
—No es así; en los últimos ocho años se perdieron diez mil lugares en los hospitales —postuló Miguel.
—Yo hablo del mundo en general, no de este país. Milenials hay en todo el planeta. Además…
—Y se te olvida —interrumpió Dinora, insistiendo en las diferencias etarias entre los jóvenes de su edad y los demás— que las víctimas del cambio climático —¡lindo mundo el que nos dejan!— vamos a ser nosotros. Hay una diferencia entre tener 20 años y tener 50 o 60. Con tus ideas, eres una enemiga de la realidad.
Era una acusación lapidaria, un argumentum ad hominem a la vez que un flagrante cambio de tema. Pabla había aceptado jugar en una cancha ahora irremediablemente marcada. Tenía que salir de ese berenjenal y volver al tema central, pero por su expresión vi que le resultaba muy difícil. Contrariando mis intenciones iniciales, intervine y les dije algo así:
—Chicos, les agradezco lo que han expuesto. Hasta ahora, viví engañado y desinformado, pero tengo un consuelo: en su momento lo dejaré iluminado por una nueva luz. La que llegó recién, bienhechora, alumbró hasta el fondo de las cavernas donde habitan mis neuronas. Había vivido en las sombras del engaño y la equivocación, creyendo que los seres humanos estaban en categorías más o menos establecidas y aceptadas por la doxa.
En mi simplismo creía que había clases sociales y que el sistema imperante tendía a hacer a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más pobres, y que era el sistema en sí el responsable del cambio climático. Pero, para mi asombro y en cierto sentido para mi alivio, me enteré que estaba viviendo en una ilusión. ¡Ustedes, muchachos, corrieron el velo de mi ignorancia! Por fin, escuchándolos, me di cuenta de que las clases sociales de hecho no existen, o digamos que no constituyen una clasificación válida: existen las «generaciones».
Ignoro si Miguel y Dinora habrán escuchado siquiera algo de mi excesivo sarcasmo (me hice un nota bene mental: no abusar con eso), que venía a sumarse a los que ya habían oído de Pabla; el caso es que ya estaban con los auriculares puestos y concentrados en sus teléfonos móviles, quizá metidos en alguna fascinante realidad virtual.
Leonardo Rossiello Ramírez
Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.