Red Sparrow hace un esfuerzo por confirmar aquello que las trompetas tan sonantes y supuestamente imperiales de Vladimir Putin le han dicho al mundo: no perdimos la Guerra Fría, jamás terminó. En este estreno de Francis Lawrence, también director de tres de las entregas de Los juegos del hambre, la protagonista es una figura a lo James Bond, solo que al revés: es mujer, es rusa, su nombre es Dominika Egorova y es originalmente una balletista. Interpretada con encanto camaleónico por Jennifer Lawrence, Dominika sufre: su madre está enferma y la atención médica que le brinda el estado ruso continuará siempre y cuando Dominika mantenga su puesto en el célebre Teatro Bolshói. Cuando una pierna rota pone fin a su carrera, aparece un familiar que trabaja en el servicio de inteligencia rusa, el tío Vanya, con una propuesta. Egorova debe servir como carnada sexual para un influyente político para así poder hacerse de su teléfono celular. Claro, todo sale mal y el político es asesinado en una escena que anticipa la estilizada brutalidad y la metáfora anti rusa (¿o específicamente anti-Putin?) que ocupará el resto de la cinta: sangre ajena sobre la piel desnuda de la inocente ex bailarina, cuerpos manchados para siempre del perturbador rojo de las intrigas políticas. Así nace un nuevo instrumento-víctima del estado ruso pues, ante la exigencia de que ningún testigo de la matanza quede vivo, el tío Vanya le ofrece a Dominika, en cambio y “por fortuna”, entrar a una escuela especial de espías cuyo pensum incluye un rigurosísimo entrenamiento en los variados usos de la seducción sexual como arma. Una academia de sexpionaje como las que se dice existían en la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
Por supuesto, este es solo un lado de la historia, faltaría detenerse en los buenos de la película que como casi siempre han sido enviados por el tío Sam. No obstante, sus papeles son tan planos y su comportamiento tan correcto que no vale la pena enfocarse en ellos. Lo que sí interesa en esta película tan estadounidense y calculadora, además de descabellada y entretenida, es la proyección de una cierta imagen de la Rusia actual. Para los operativos de la CIA, uno de los cuales debe seducir para obtener información, Egorova nunca deja de ser una mujer foránea y sospechosa. Sin embargo, en medio de las confusiones propias de un argumento de espionaje digno de una silenciosa conflagración digitalizada en el cual el espía espía al espía, la manera en que el personaje de Jennifer Lawrence es tratado en el filme, la manera en que su cuerpo y sus gestos son filmados, la va enmarcando como víctima. Es golpeada, forzada, violada y manipulada no solo por sus propios compatriotas sino que también es instrumentalizada por su tío. Dominika se vuelve la víctima de un terrible régimen ruso que merece ser protegida y ayudada junto a su madre, siempre que colabore como doble agente para el lado estadounidense.
¿Son películas como Argo, series como Homeland y personajes como Dominika Egorova síntomas de la ansiedad política actual a la vez que plataformas de representación de los intereses occidentales? ¿Es el cine que aborda este tipo de temas, al estar condicionado por los valores y las concepciones de su lugar y campo de producción, en el fondo una forma sofisticada de propaganda? A favor de estos argumentos se podría decir que hechos de la actualidad como el espionaje cibernético, la existencia de organismos oficiales dedicados a espiar a su propia gente o el discurso policial de que mientras más información sea recopilada y procesada más seguros y protegidos podemos estar; hace que este tipo de narrativas de paranoia geopolítica se hayan volcado a las pantallas como lo hacían antes de la caída del muro de Berlín.
La construcción del personaje de Dominika puede dar cuenta, siguiendo esta línea de reflexión, de la manera en que el cine de los Estados Unidos pretende que veamos ciertos aspectos de la Rusia presidida por Putin. Además de tratarse de un personaje a cuyo punto de vista no se nos deja ingresar del todo, es relevante el hecho de que es alguien violentada, incluso puede decirse que llega a ser esclavizada, por su propio país. “Qué maquiavélicos son los rusos, qué amenaza para Occidente”, es lo que parece decir esta historia. Si Dominika no resulta tan mala pues se debe a que decidió aliarse con la CIA y a que empieza a tener un romance con su contraparte estadounidense que, además, es el único hombre de todo el largometraje que no la maltrata. El filme da tal sensación de omnipresencia rusa que uno puede llegar a tener la sensación de que hay espías en la misma sala de cine reportándole a Putin que estás consumiendo insidiosa propaganda anti-rusa. No es casual, Red Sparrow está basada en la novela homónima de un ex agente de la CIA, Jason Matthews, quien en sus páginas describe a Putin poco menos que como un sanguinario y aterrador nuevo zar. Es más, la reseña del libro que colgó la propia CIA en su página web admite que, a diferencia del tratamiento dado a los personajes americanos, casi todos los personajes rusos del texto de Matthews son “matones burocráticos unidimensionales”.
Como cada cierto tiempo, en el discurso público se ha acuñado un nuevo término que intenta capturar algo del carácter de la situación actual. En este caso se trata de la denominada Nueva Guerra Fría. Matthews, autor del libro en el cual se basa la película y operativo de la CIA durante 33 años, asegura que Putin ha dicho que “el mayor desastre geopolítico del siglo XX fue la disolución de la Unión Soviética” y añade: “Hoy, en vez del politburó y el comunismo mundial, las armas son el gas natural, el petróleo, las inversiones, el programa nuclear iraní y la agenda norcoreana pero Rusia sigue encabezando la lista como uno de nuestros más grandes opositores geopolíticos… pero, claro, las cosas violentas en mi libro (el homicidio entre espías, por ejemplo) tuve que exageradas un poquito en virtud del entretenimiento”.[1] Así, como el propio autor de la novela Red Sparrow concede, este tipo de tramas pueden ser muy propicias a la exageración, de cierta forma la ficción de espía, sobre todo en su gama más popular, pide algo similar a lo que pedía el western clásico: malos versus buenos, salvajes versus blancos.
Es más, la aparición de ciertos grupos o nacionalidades como enemigos del país que ha producido la película suele ser una constante de la cinematografía, con la recurrencia particular de feminizar a dicha nación con el fin de presentarla como una víctima necesitada de rescate o incluso de salvación. En este tipo de películas, los ultrajes suelen ser la obra de agentes externos a la patria representada por el personaje femenino central. Muchos de los trabajos cinematográficos que atraviesan la Primera y la Segunda Guerra Mundial, así como la inmediata posguerra, fueron filmados como armas de persuasión masiva. Infinidad de filmes plantean el mismo conflicto: la actriz-personaje que representa a la nación (y que cumple los roles supuestamente naturales de la mujer como, por ejemplo, el de madre) es maltratada por uno o varios extranjeros y es aquel maltrato el que despierta el heroísmo de los hombres –siempre hombres– encargados de salvaguardarla. Es decir, de proteger a la nación a toda costa.
Un ejemplo del cine nazi: en El judío Süss (1940) se asociaba a la población de Wurtemberg en el siglo XVIII con la Alemania nacionalsocialista; la mujer violada por Süss (encarnada por Kristina Söderbaum, en una tergiversación abusiva de la historia) servía como personificación de la Alemania atropellada por el pueblo judío y esto promovería su persecución por las fuerzas nazis. El empleo del género histórico permitía referirse a coyunturas actuales de un modo indirecto pero no menos decisivo en su voluntad propagandística. Ocurrió en Latinoamérica (Flor silvestre, Río escondido, La negra Angustias) y también en el cine franquista de España con la película de 1948, Locura de amor. El metraje fue realizado en una etapa de superproducciones históricas y narra cómo la célebre reina ‘Juana la loca’ es acosada por fuerzas del mal, representadas por hombres, dentro de su propio imperio católico hasta que es salvada por un leal soldado. Juana de Castilla, por supuesto, personifica a la nación española sitiada por otros países europeos y por el mundo musulmán. En el contexto de los años 40’, la película presenta a España según los deseos de Francisco Franco: como un país perseguido y atormentado pues su pasado pronazi hizo que en la posguerra España padeciera ostracismo y aislamiento diplomático.[2]
Tal vez no haga falta recoger ejemplos de años más cercanos pues, como puede descubrirse revisando la trama y los personajes del largometraje en cuestión, la gran pantalla de hoy parece continuar la vieja práctica ideológica de construir enemigos a la medida coyuntural más inmediata, sobre todo si se trata de un tiempo de alta agitación política. Aún continúa, pues, la elaboración de mitos como el de la “identificación del otro como un enemigo al que es preciso humillar… al tiempo que se afirma la propia diferencia”.[3] En Red Sparrow, la mujer que la operación internacional estadounidense termina rescatando, representaría a una Rusia maltratada, ultrajada y abusada por sus propios hombres, una Rusia que parece pedir ser salvada de sí misma. Además, el hecho de que la protagonista sea una de las actrices estadounidenses más admiradas del momento, inocularía un deseo paternalista de ayudarla, de que sea rescatada. Así, la invocación propagandística de esta película, según el referido procedimiento de feminización de la nación, es aún más avezada que la ocurrida en algunas de las películas ambientadas en territorio propio, pues en este filme se ejerce la prerrogativa de feminizar a la nación enemiga utilizando a estrellas de cine propias.
Y si la Madre Rusia es Jennifer Lawrence, sobre todo esta Jennifer Lawrence que pasa del tutú al sexpionaje, luego a la tortura y de ahí a la traición a Rusia (o sea, que a los ojos de EEUU puede salvarse); la Nueva Guerra Fría quizá acaba de producir a una de sus espías emblemáticos: menos segura de sí que James Bond pero capaz de enmascaramientos más sofisticados. La verdad es que, aunque la actriz sea americana y esto nos cause afinidad a quienes crecimos entre héroes norteamericanos de toda calaña, el personaje es ruso, demasiado ruso: era una gran balletista del Bolshói, depende para todo del estado y habla inglés con acento, sobre todo al pronunciar la “r”. Y como dice Red Sparrow entre líneas, el asunto no es saber hasta qué punto se puede confiar en un ruso sino hacerlo trabajar para nosotros, es casi seguro que lo hará, pues entre rusos siempre le irá peor… sobre todo si estamos en una película de Hollywood o, lo que es casi lo mismo para el caso, en una novela de la CIA.