La oposición, sumada, obtuvo más votos que el oficialismo, pero sus divisiones y guerras internas la dejaron muy lejos del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Este no pudo frenar la merma de votos, al calor de la crisis múltiple que vive el país, pero se hizo con la mayoría de las gobernaciones y alcaldías.
Los resultados de las elecciones venezolanas del 21 de noviembre fueron esperables y asombrosos al mismo tiempo. En las que fueron las primeras elecciones en años con participación de la oposición y veedores externos, el gobierno de Nicolás Maduro consiguió lo esperado: arrasar tanto en el nivel regional como en el municipal. Aunque esos resultados eran previsibles y no había casi ningún análisis previo que arrojara cifras diferentes, son para muchos realmente extraños, teniendo en cuenta que se dan en un país con una caída del PIB estimada de alrededor de 79% entre 2013-2020, lo que la convierte en la tercera caída más grande del mundo. De tener en 1997 el PIB per cápita más alto de América Latina, Venezuela pasó a tener uno más bajo que el de Haití (según la estimación del Fondo Monetario Internacional). El ingreso mínimo legal mensual pasó de 400 dólares en 2001 –el de mayor poder de compra de toda América Latina por los bajos precios de los servicios públicos– a 2,5 dólares. Aunque el sector privado pague en promedio 30 veces más, incluso en los empleos de cualificación más baja, esa remuneración está muy por debajo de una canasta alimentaria mensual de 400 dólares, quizás la más cara del continente, por el efecto de la enorme sobrevaluación del bolívar en un contexto hiperinflacionario.
Si hablamos de la pobreza, la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) muestra que 94% de los hogares está bajo la línea de pobreza y casi 74% de ellos se encuentran en condiciones de pobreza extrema. Según el índice de Gini que calculó la ENCOVI, Venezuela podría ser el sexto país más desigual del mundo. Bajo el paraguas de semejante contexto adverso, el gobierno tiene un nivel de rechazo que oscila entre 80% y 85%, según diversas encuestas. Tras 22 años de diversas crisis, el chavismo gobernante luce cada día más debilitado en todos los planos, incluido el electoral. En ese escenario, cualquier oposición mínimamente organizada tendría todas las de ganar en una contienda electoral. La tarea consistiría, simplemente, en transformar en sufragios la gran animadversión que el gobierno genera, es decir, explotar su debilidad más latente.
Como ya es sabido, nada de eso sucedió y el gobierno bolivariano obtuvo un insólito triunfo sobre la mar de fragmentos opositores que enfrentaron a un bloque monolíticamente centralizado y articulado en torno del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Ante esa circunstancia, resulta importante explicar por qué la inmensa mayoría de la población no encuentra espacios de representación política ni electoral.
La Mesa de la Unidad Democrática y los «alacranes filochavistas»
A pesar de todas las condiciones económicas y sociales desfavorables, el PSUV logró obtener 3,72 millones de votos en la sumatoria agregada de sufragios obtenidos por todos sus candidatos, un magro 46% de los votos totales, según los resultados parciales que hasta ahora ha publicado el Consejo Nacional Electoral (CNE). La oposición obtuvo aproximadamente 4,42 millones, 54% de los votos totales. La abstención total alcanzó un 58% del total habilitado para votar. El asunto es que el registro electoral está sobreestimado debido a una emigración que se estima de entre cinco y seis millones de personas. Es de hacer notar que gran parte de los emigrados son adultos en edad laboral y seguramente, en su mayoría, opositores. Así las cosas, la emigración producto de crisis humanitaria ha sido una bendición electoral para el chavismo y ha restado mucho poder político a la oposición. Desgraciadamente, la feroz política de sanciones económicas dirigida por Estados Unidos apunta justamente en la dirección opuesta a frenar el éxodo y facilita las victorias electorales del chavismo al agravar la crisis, dificultar la recuperación económica y ser fuerte estímulo para el desplazamiento por motivos económicos.
Con 46% de los votos, el chavismo ha obtenido hasta ahora (aún hay un par de estados en disputa) 18 de 23 entidades federales. De las 335 alcaldías, 322 están ya decididas: en ese conteo el chavismo obtendría 205. A diferencia de lo sucedido con la sobrerrepresentación de las mayorías que el chavismo aplica en las elecciones para la Asamblea Nacional, en este caso el descalabro opositor se debió a la excesiva dispersión del voto, producto de una división fratricida de la oposición. Cuesta entender cómo entre los 3.082 cargos en disputa no hubo suficiente espacio para una distribución consensuada. Así las cosas, más de 60.000 opositores, unos 20 por cada candidato chavista, se esmeraron en diluir una ventaja porcentual de casi nueve puntos en la sumatoria de votos totales.
La división del voto fue mortal en muchos ámbitos regionales de extrema importancia. La Mesa de la Unidad Democrática (MUD) concentró a los partidos cercanos a Juan Guaidó. La Alianza Democrática nucleó a lo que llaman oposición disidente, cuya vocación de participar en las elecciones y no plegarse al abstencionismo militante es vista como «colaboracionista» y «gobiernera» por parte de la oposición proclive a las aventuras insurreccionales.
Desde el primer instante, la Alianza Democrática salió a hacer campaña de manera activa. Mucho más tarde, la MUD dejó la senda abstencionista y, sin un comunicado oficial ni consenso alguno, decidió participar en las elecciones. En ese momento, la Alianza Democrática sugirió elaborar una hoja de ruta para ir a las elecciones en forma conjunta, algo que la MUD rechazó debido a la judicialización de varios partidos que la integran y las estructuras partidarias paralelas presuntamente financiadas por el gobierno. Luego, la Alianza Democrática propuso la realización de primarias para dirimir las candidaturas más reñidas y concurrir a los comicios bajo una sola bandera. La MUD indicó que «no había tiempo» y que ellos ganarían sin necesidad de juntarse con lo que ellos llaman «alacranes filochavistas».
Así las cosas, la MUD lanzó muy tardíamente a candidatos que en varios casos no tenían la más mínima oportunidad de victoria, pero que iban directamente a mellar el apoyo en los liderazgos regionales tradicionales constituidos desde hace muchos años. La MUD terminó obteniendo alrededor de 1,5 millones de votos, según el primer boletín electoral oficial parcial, y unas 59 alcaldías (18% del total). La Alianza Democrática obtuvo 1,3 millones de votos y 37 alcaldías (11%). Otros partidos regionales completaron el desperdigado voto opositor y obtuvieron 21 alcaldías (6%). La oposición por fuera de la MUD obtuvo 60% del total de los votos opositores.
La Alianza Democrática y la MUD se erigieron en muchos casos como segunda y tercera fuerzas, lo que permite ver el efecto de la división, fuente de severas derrotas a lo largo y ancho del país. Por ejemplo, en el estado Táchira, la actual gobernadora Laidy Gómez, que milita en la oposición, perdió las elecciones por apenas 3.000 votos, mientras que el candidato de la MUD obtuvo 54.000 que solo sirvieron para diluir la fuerza electoral en un estado sostenidamente opositor. Henry Falcón, ex-candidato presidencial en 2018 y ex-gobernador del estado de Lara, perdió la gobernación por apenas 27.000 votos, aun cuando obtuvo 42% de los votos. El candidato de la MUD recibió apenas 39.000 votos que fueron suficientes para dejar a Falcón fuera de juego y asegurar la victoria del PSUV. Así, hubo muchos casos de fracasos absurdos y evitables. Grosso modo, según los cálculos de Francisco Rodríguez, la oposición nucleada en la MUD-AD y Fuerza Vecinal, de haber ido unida, habría ganado al menos 13 estados de 23. El recién electo gobernador de Zulia, Manuel Rosales, lo resumió así: «Si hubiésemos ido unidos, mínimo más de 10 gobernaciones hubiesen acompañado la victoria del Zulia». Con todo, y en comparación con 2017, la oposición en su conjunto incrementó en 333% la cantidad de alcaldías obtenidas. La votación total del chavismo apenas alcanzó 18% del padrón electoral sin ajuste por migración. Pero este declive del oficialismo no pudo ser aprovechado por la oposición pese a que el chavismo obtuvo 30% menos de votos que en las regionales de 2017.
Populismo rentístico y biocontrol social
El candidato a la gobernación de La Guaira, Juan Manuel Olivares, decía en relación con la publicidad que desplegaba el candidato chavista a la gobernación: «Cada uno de esos pendones cuesta cinco dólares y han colocado 20.000. Hablamos de 100.000 dólares. Y esas vallas valen 10.000 o 15.000 cada una. Eso es mucha plata. ¡Yo no la tengo!». Y, en efecto, el despliegue propagandístico del gobierno fue fastuoso. Sin tapujos, dispuso de generosos recursos públicos para que sus candidatos hicieran ver a los demás como menesterosos. Fácilmente, apabullaban con toneladas de propaganda a la mayoría de opositores que lucían una carencia extrema de recursos. Pero esta cuestión cardinal precisamente debió incentivar más la unidad y la centralización de los pocos recursos disponibles. La insistencia en la atomización encareció más las campañas y las debilitó económicamente. Más aún, el ataque entre candidatos opositores solía ser mucho más fuerte que contra los postulantes del gobierno. La reyerta pública entre Carlos Ocariz (MUD) y David Uzcategui (Fuerza Vecinal) derivó en una trifulca por la importantísima gobernación del estado de Miranda. El resultado fue el esperable: aun cuando la oposición, para variar, sacó más votos que el PSUV, perdió la gobernación.
De haber habido consenso o primarias entre los más importantes partidos opositores, habrían salido candidaturas unitarias y una cantidad de votos presumiblemente mayor a la obtenida por debilitadas y fragmentadas campañas individuales que confundían a la población, e incluso, desestimulaban el voto castigo a la gestión del gobierno central. Tan amarga división pudo favorecer una gigantesca abstención (64%) en la Alcaldía del Municipio Libertador, en el centro de Caracas, ámbito donde el chavismo ganó con extrema facilidad.
El populismo hiperrentístico todos los días mejora sus formas de biocontrol social. Con el «carné de la patria» y otras herramientas tecnológicas, tiene una amplia base de datos con muchísima información sobre alrededor de 20 millones de habitantes. Por esa vía deposita pagos a pensionados y bonos en bolívares y distribuye sus planes asistenciales, entre ellos la sempiterna bolsa del Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP). Mediante ese mecanismo, se hace un «cruce» con la base de datos del PSUV y se chequea imperturbablemente a los votantes pesuvistas. Con ello se organizan y disciplinan los votos de millones de personas. Eso, además, le permite al PSUV sectorizar su propaganda y beneficiar con ciertos recursos a su amplia base y a los «punteros» u organizadores populares, que direccionan los planes sociales y controlan de forma rígida a la población objetivo.
Así las cosas, con ese biocontrol en el bolsillo fueron a por el llamado «votante medio», con pancartas donde el «rojo rojito» brilló por su ausencia. Nada de: «Patria o muerte» ni de promesas de socialismo o lucha antiimperialista con tonalidades guevaristas. Fueron a por los jóvenes «apolíticos» y por la cuasi extinta clase media. Se llenaron de camisas azules de botones y de blusas verdes y no hubo ni un solo rastro de «gente pobre» en sus publicidades: todo fue la mar de promesas de prosperidad «burguesa». La táctica electoral pareció bastante eficaz. Aun así, el declive es evidente y nunca el chavismo había obtenido un porcentaje tan bajo de votos sobre el registro electoral.
La oposición, perdida en su laberinto
Tal como ha venido sucediendo en estos últimos años, la oposición en derredor a la «presidencia interina» de Guaidó parece trastabillar una y otra vez. Según la encuestadora Datanálisis, en marzo de 2019 Guaidó tenía una popularidad de 77%. De ese apoyo pasado, apenas queda, según la misma encuestadora, un minúsculo 11,4%. Peor aún, Guaidó presenta un índice de rechazo mayor al del propio Maduro: 88%. A pesar de estas claras señales, el «gobierno interino», como sigue haciéndose llamar, mandó a decir en voz de sus acólitos abstencionistas más relevantes que Guaidó sería «presidente encargado de la República» hasta que se realicen elecciones presidenciales que ellos consideren limpias. Así, sin más.
En estos meses de campaña electoral, Guaidó desapareció. El día de las elecciones literalmente no publicó ni un solo tuit y en la campaña no acompañó a los candidatos de la MUD, y nadie sabe si realmente estaba por la participación o por la abstención. Además, pasó a la historia como el único «presidente» que no va a votar y se oculta en la jornada en que se dirimen elecciones de alcance nacional. Un día después de la elección, ofreció una rueda de prensa diciendo que no había condiciones para ir a votar y denostando la andanza electoral. Entonces, cabría preguntarse: ¿para qué le sirve Guaidó a la oposición?, ¿qué función tiene?, ¿qué hace con los millones de dólares que se asignan a Venezuela para la «lucha democrática» y para la «ayuda humanitaria»? Se suponía que esos peculios, si no pueden emplearse en ayudar a la gente más necesitada del país, al menos debían emplearse en la reconstrucción de la oposición y en colaborar económicamente con quienes hacen política a diario en la nación. Ni siquiera se organizaron unas primarias que habrían sido muy útiles para la unidad, pero sí montó una estéril «consulta popular» a fines de 2020 en la que se le preguntó a su propia gente si querían poner fin al gobierno de Maduro, una estolidez por donde se le mire. Según ellos, hubo 6,4 millones de personas en la consulta, lo cual resulta tan inverosímil como la promesa de acabar con el gobierno de Maduro mediante una invasión mercenaria de dos lanchas con un puñado de guerrilleros en una delirante parodia de Bahía de Cochinos.
Más nociva es la campaña que hacen contra el voto que, velada o abiertamente, estimula la abstención de sus propias bases, lo que garantiza los triunfos del gobierno. En reiteradas ocasiones sugieren que votar «en dictadura» es inútil porque se van a robar los votos, o que votar es inútil ya que el gobierno hará fraudes o colocará «protectores» para sabotear a las autoridades opositoras, ello termina siendo a todas luces contraproducente.
Por más irracional que parezca, la «comunidad internacional» vive reforzando los yerros opositores más lacerantes. No pasa un día en el cual no aúpe (o se haga la vista gorda) a las políticas opositoras más insensatas del ala del «interinato». Entre ellas se destacan la mencionada consulta popular, la continuidad infinita del «interinato» presidencial, los intentos de insurrección (como la organizada en las afueras de base área de La Carlota), el derroche de recursos (sin contraloría) para la lucha por la «libertad», la corrupción millonaria en las empresas estatales «ocupadas» por el interinato, el peculado grotesco con la ayuda humanitaria, la mil veces inocua y fracasada política abstencionista y, por último, la vocación por la desunión opositora en las contiendas electorales.
Es evidente que hace falta un liderazgo realmente capaz que aglutine a las fuerzas que quieren un cambio estructural en la política nacional. Está muy claro que no hay autocrítica en el seno de la MUD y que no hay el más mínimo reconocimiento de la multiplicidad de estrategias malogradas. Con estas políticas, aunque el chavismo llegue a tener 95% de rechazo, la derrota está asegurada.
En estas condiciones, la posibilidad de un referendo revocatorio, nuevamente mencionada de manera casi infantil, se muestra muy cuesta arriba para sus promotores. Ganar la Asamblea Nacional y las elecciones regionales eran requisitos básicos para la casi imposible empresa de conseguir la convocatoria a un revocatorio. Con estos desaguisados, todas las empresas fallarán sin remedio. Y así queda solo el «bochinche», como diría Francisco de Miranda.
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