Mariel Carrillo
Parece que definir qué es “la izquierda”, especialmente en América Latina, es hoy un asunto complicado. Para no entrar en honduras para las que no tenemos espacio vamos a conformarnos con lo básico, lo muy básico: la izquierda es el opuesto de la derecha. Y como la derecha sí que es más clara para definirse, podríamos decir, así, a grandes rasgos que si veo con buenos ojos cosas como libre mercado, libertad de empresa, achicamiento del Estado, recorte del gasto público, concesiones, gobiernos amenaza para la seguridad de los EEUU, dictadores enemigos del mundo libre, los pobres son pobres porque quieren, cada quien que se esfuerce y gane lo suyo, el comunismo es malo, dolarización, privatización, socialismo= fracaso, etc; no me estaría ubicando a la izquierda.
Tradicionalmente, los zurditos defendemos la vida humana por sobre el capital, nos plantamos contra la explotación del hombre por el hombre y denunciamos no solo las obvias sino las veladas y naturalizadas formas de explotación que ha desarrollado el capitalismo para continuar con la acumulación y robo de la plusvalía que genera la fuerza de trabajo de las mayorías. Estamos en contra de la desigualdad, de la precarización de la vida y de aquellos – personas e instituciones- que sostienen este modelo depredador que amenaza la supervivencia de nuestra especie. Nos expresamos a favor de la justicia social, de la justa redistribución de los recursos, de la explotación consciente de los bienes del planeta, de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos, y en general, de la unión, la cooperación, la solidaridad y el valor de lo colectivo por sobre lo individual.
En este sentido, la izquierda, aún con sus variaciones, debe estar siempre del lado del pueblo. Ser pueblo al poder, en realidad. No un conglomerado de gente que – como la derecha – se piensa con más y mejores capacidades de dirigir a otros. Los delirios de superioridad que no contemplan las opiniones y particularidades de cada pueblo, sí que están destinados al fracaso, porque terminan siendo parte de la misma rueda del sistema al que nunca llegan a romper. Los izquierdistas que logran llegar al poder en este siglo XXI han tenido y tienen el feroz reto de no convertirse en más de lo mismo, y de generar cambios estructurales que nos lleven a vivir una vida mejor. Menos desigual, más humana.
Aparentemente, los progresismos e izquierdas latinoamericanas que han alcanzado jefaturas de estado en los últimos años, caso la Argentina de Alberto Fernández o, muy recientemente, el Chile de Gabriel Boric hacen bandera de los valores de la izquierda en escenarios post desastrosos gobiernos neoliberales, pero cuidando excesivamente las formas, discursos y políticas reales, con el fin de quedar bien con Dios y con el Diablo, para evitar así el castigo ejemplar que le aplica el sistema a quienes si se han atrevido a cambiar las cosas. La mezquindad, subestimación, desprecio e ignorancia que las “nuevas izquierdas” del continente han tenido con la Venezuela Bolivariana son prueba de ello.
De Venezuela, especialmente después del Comandante Chávez, se pueden decir muchas cosas, bastante de ellas críticas con fundamento, sobre todo mirando desde las luchas “clásicas”o “duras” de la izquierda; se puede debatir y criticar si ha retrocedido o no el poder popular, si se ha vuelto o no a una política económica monetarista que atenta contra la moneda nacional y la clase asalariada como supuesta única salida a un brutal bloqueo económico impuesto por Washington y la UE, se pueden hacer observaciones sobre la corrupción y el burocratismo, en fin, los temas sobran, pero ninguna de estas declaraciones, sobre todo en boca de voceros de relevancia, como presidentes recién electos y autodenominados de izquierda, pueden ir acompañadas de argumentos diseñados y esgrimidos por la derecha – con todo lo que esto implica conceptualmente- , ni mucho menos pueden ser expresadas sin contexto ni manejo de la información, y lo más importante: no pueden soltarse libremente frases que minimizan, desmerecen e invisibilizan el esfuerzo enorme que ha hecho la Venezuela chavista (pueblo y gobierno) por concretar la única revolución real que este continente ha visto en el siglo XXI (contamos a Cuba desde el siglo XX).
Lo que con tanta ligereza voceros de gobiernos extranjeros, supuestamente aliados y hermanos, destilan contra nuestro país es francamente vergonzoso, no porque no existan razones para criticar o estar en desacuerdo, sino porque sabemos de dónde viene. Desde un lugar de sumisión ignorancia e incluso miedo, porque entienden que esos espacios que tanto cuesta alcanzar, están sujetos a grandes amenazas y peligros cuando realmente hay pruebas de que, contrario al “fracaso” que proclaman, las verdaderas revoluciones si ofrecen resultados y cambios que se traducen en mejoras para las mayorías. Los amigos y compañeros de lucha se hablan duro al interno, pero hacia afuera, debe existir un frente de unidad de clase y de territorio, que nos permita realmente plantarnos frente a quienes nos oprimen. No estaría mal que la nueva izquierda se replanteara a quién le lanza los dardos, y sobre todo, quién es el verdadero enemigo.