La tiranía del lenguaje (colonizado)

Jorge Majfud
Por: Jorge Majfud

El idioma inglés tiene más de 170 mil palabras, pero no pocos jóvenes usan menos de cien. Algunos se convierten en influencers (¿existe una palabra más ingenua que esta?) y posan de rebeldes, burlándose de otros pobres como ellos o presumiendo de tener mucho dinero. Es difícil encontrar algún adolescente que no los conozca y admire.

Naturalmente, no pocos piensan y hablan como estos héroes culturales, es decir, con frases de cinco palabras, todas precedidas por (1) “F-word” (“cogido/follado/jodido”), (2) “B-word” (“perra/puta”) y culminadas por (3) “N-word” (“negro asqueroso/retardado”). Las otras dos palabras intermedias son elegidas de un menú más corto que el de McDonald’s.

Intoxicado con este lenguaje sexista y racista, un día perdí la paciencia y le dije a uno de estos jóvenes:

“¿Por qué no se van con el racismo a otra parte?”

Los jóvenes me miraron y se rieron hasta mostrar las muelas de juicio.

“¿De qué racismo habla usted?”

“Cada frase la cierran con la palabra negro y siempre como insulto”.

“¡No es racismo! Nosotros somos negros y podemos decirla”.

Muy previsible. Había escuchado este argumento unas mil veces.

“No importa si son negros, blancos o amarillos. El uso que le dan es profundamente racista”.

“¡Es que usted no entiende la cultura americana (estadounidense)!”, dijo uno de ellos, probablemente notando que mi acento no era de allí.

“Ustedes, tampoco. Por eso la reproducen”.

No es la palabra. No hay palabras malas. Es el uso y la manipulación del lenguaje que luego nos manipula. Es la corrupción del lenguaje que nos corrompe con extrema efectividad.

En los años heroicos de las lucha por los derechos civiles, gigantes como Martin L. King, Mohammed Ali, Malcolm X y James Baldwin la usaban siempre con ese coraje que se ha perdido. Al mismo tiempo que se ha hecho de la palabra “negro” un tabú, se la ha usado más y más para degradar a los negros, no en boca de los racistas blancos sino de sus propias víctimas. Una cosa es que alguien le diga negro con cariño a una persona que ama (incluso “puta”; cada cual con sus fantasías privadas) y otra muy diferente es usarla sistemáticamente como recurso denigrante.

Años atrás, en una biblioteca, escuché a un padre que le decía “negro” a su hijo de seis o siete años porque el chico no entendía un problema matemático. ¿Qué hay más efectivo para trasmitir el racismo que un padre denigrando a su hijo por su color? El mensaje es claro: si no eres inteligente eres negro; y viceversa. Lo dice quién te quiere y te protege. Ni un nazi argumentando a favor de la superioridad blanca o un patriota desmemoriado ondeando la bandera de la Confederación podría lograr tanto para la causa racista.

De la misma forma, ¿quiénes han sido, desde hace siglos, el canal más efectivo para la transmisión y perpetuación del machismo, sino las madres? Históricamente han sido mujeres quienes han servido de reproductoras de esa calamidad histórica. Bastaría con recordar a la venerada Santa Teresa y unas cuantas senadoras de moda.

Ser mujer no inmuniza a nadie contra el machismo, como ser negro no inmuniza a nadie contra el racismo e, incluso, contra el racismo supremacista blanco. De la misma forma, no importa si alguien es un trabajador pobre: el clasismo en favor de los de arriba ha sido históricamente reproducido por los vasallos de abajo. No importa si los individuos son buenos o malos. Son ellos los perfectos transmisores de los valores del amo, del poder hegemónico.

¿Qué hay más efectivo para la transmisión y perpetuación del clasismo que venera a los millonarios por ser responsables del orden y el progreso de las sociedades, que los mismos trabajadores que los defienden como a sus dioses? ¿Acaso eran pocos los esclavos quienes defendían a sus amos por la comida que recibían y los harapos con que se vestían? ¿Qué mejor que un esclavo, una mujer y un asalariado para defender los intereses y la moral de los esclavistas, del machismo y de las plutocracias?

¿Acaso no fue el genio perverso de Edward Bernays quien descubrió que una propaganda sólo es efectiva cuando uno logra que otros digan lo que nos interesa decir a nosotros? ¿No eran los esclavos de la antigüedad llamados “adictos” porque decían, hablaban por sus amos?

Pero el poder no deja grieta sin llenar y, cuando aparecen pequeñas áreas de crítica, se pone nervioso. Recientemente, en Chicago, la docente de secundaria Mary DeVoto perdió su trabajo por pronunciar la “palabra N” (“the N-word”) mientras intentaba analizar la historia de este país. Hannah Berliner Fischthal, instructora en la Universidad Católica de Queens por veinte años, fue despedida por leer en su clase de literatura un párrafo de la novela antirracista Pudd’nhead Wilson, escrita por Mark Twain, uno de los fundadores de la Liga Antiimperialista y la mayor celebridad literaria de su tiempo. El párrafo incluía La palabra. “Fue muy penoso escuchar la palabra” denunció uno de los estudiantes, infantilizado e hipersensible por el lado equivocado, como muchos de su generación. Lo mismo les ha pasado a profesores de historia, como al profesor Phillip Adamo de Augsburg University de Minnesota, quien fue suspendido por leer un párrafo de un libro del famoso intelectual y activista negro James Baldwin.

Cualquiera que ha estudiado las fuentes originales de la historia de este país, Estados Unidos (tan adicto a los mitos edulcorados), se ha encontrado miles de veces con esa, La palabra, de la forma más despectiva posible en boca de los hombres más poderosos del siglo XIX y XX. Ahora, citar los discursos en el Congreso, los artículos en los diarios y las cartas de los héroes nacionales en su versión original se ha convertido en un peligro, por lo cual la autocensura, la forma más efectiva de censura imaginable, funciona a la perfección.

Del racismo de la actual sociedad estadounidense y del racismo en esteroides de sus guerras genocidas en nombre de la libertad, ni una palabra.

¿Qué más efectivo que la infantilización de las nuevas generaciones para evitar enfrentar la realidad? A mis estudiantes les advierto desde el primer día de clase: “si aquí hay alguien cuya sensibilidad no le permite enfrentar las asquerosas verdades de la historia, por favor abandone el curso y no nos haga perder el tiempo”. Pero ya no digo La palabra, por las dudas. No vale la pena perder la guerra por querer ganar una batalla perdida.

Como en el ajedrez, podemos renunciar a una pieza, a una palabra, y seguir usando otras para acosar al maldito rey. Las palabras importan y son el principal arma de cualquier poder social. Cuando un político habla de “planes de austeridad” nunca se refiere a reducir los lujos de las clases altas, sino lo contrario. Se refiere a recortar los servicios básicos de quienes, por obligación, ya viven de forma austera.

Este absurdo, que en el discurso social pasa por lógico y normal, debería ser suficiente ejemplo. Una vez colonizadas, las palabras, los ideoléxicos, piensan por sus amos, y solo una crítica radical puede liberarlas para liberar a los individuos y a los pueblos.

(Para un análisis más completo, ver el libro Una teoría política de los campos semánticos, Majfud, 2005)