Por William Serafino. Resumen Latinoamericano, 23 de julio de 2022.
El ensayista y filósofo alemán Walter Benjamin, en su texto El narrador (1936), refiriéndose al contexto de guerra en Europa en la primera mitad del siglo pasado, aseveraba que la gente volvía enmudecida de los campos de batalla. El tiempo de Benjamin fue uno donde la confrontación bélica maduró sus características industriales, consiguiendo un alcance colosal en cuanto a letalidad debido a las innovaciones armamentísticas puestas sobre el terreno: los gases usados a escala masiva (compuestos por cloro en un primer momento), los carros blindados de artillería y versiones prematuras de aviones y submarinos hicieron su aparición por aquellos días.
Hace más de 100 años, el periodista Ángel María Castell definió en una crónica aquel tiempo de muerte de la siguiente forma, con un eco que todavía resuena en el presente: «Los campos de batalla se convierten en campos experimentales de las creaciones mortíferas de la ciencia militar». La catástrofe geopolítica, centrada en el continente europeo, pero cuyo alcance fue mundial dada la configuración colonial del orden político global -piense, por ejemplo, en Japón invadiendo Indochina tras la derrota de los franceses a manos de los nazis-, dio razones al historiador Eric Hobsbawm para calificar el siglo XX como el siglo más violento y sangriento de la historia humana.
Las víctimas mortales de la guerra, que antes de la larga guerra europea (1914-1945) se contaban en escala de cientos y miles, ahora serían contados por millones, llevando la cota de sufrimiento humano a límites inauditos y sometiendo a las periferias coloniales a auténticas carnicerías en medio de la pugna de las potencias europeas.
Sin lugar a dudas, en cuanto a modalidades, naturaleza, sistema de reglas y hasta composición orgánica, la guerra ha cambiado de forma desde aquella oleada de muerte industrializada en la cual Hobsbawm basó su caracterización de época.
Pero lejos de la visión convencional más difundida, plasmada ideológicamente en un presente de «paz mundial» totalmente oponible a las grandes guerras del siglo pasado, la violencia infernal, obscena, estridente de esa etapa de la historia, narrada con precisión por Ramón del Valle-Inclán en el seriado de crónicas La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, escrito en el frente francés de la Primera Guerra Mundial, no ha abandonado el mundo, sólo ha cambiado de forma y dispositivos de ejecución. Y también se ha normalizado de múltiples maneras, ya agotada toda capacidad de sorpresa al ver cómo el progreso, la evolución y la sofisticación de la guerra viene impregnando todo el orden social.
Según cifras oficiales de la ONU, y hasta donde su institucionalidad pudo verificar, en 2017 hubo casi 500 millones de víctimas de homicidio a escala planetaria. Esta cifra supera el registro de víctimas por «conflictos armados activos», que la ONU pondera en 89 mil para el mismo año y también es mayor a los 19 mil muertos causados por «ataques terroristas».
Todas estas fuentes de violencia están asociadas entre sí y tienen como marco común un tiempo donde la guerra se ha fragmentado por cambios estratégicos en su dinámica interna. Los conflictos armados del presente se desarrollan, en buena medida, por fuera de los canales regulares de los ejércitos convencionales. Ahora los ciberataques, las guerras económicas, comerciales y financieras, los ataques de precisión con drones y el uso de actores armados paraestatales como recurso proxy de potencias grandes e intermedias, representan el nervio central de la confrontación y el reordenamiento geopolítico actual, en el cual la fuerza, siguiendo a Maquiavelo, sigue siendo una costumbre del comportamiento del poder con muy pocas variaciones en el tiempo.
La dimensión de la guerra, aquí
Pese a sus modificaciones, hay un componente en la guerra que se mantiene invariado y que acorta las distancias de nuestro presente con la visión filosófica de Benjamin y la crónica de Castell: la guerra es siempre un experimento y también un trauma para la sociedad que la vive.
Para la nación venezolana, el trance de la guerra no supuso el rigor de los bombardeos, la crueldad del campo de batalla o los pasivos anímicos de una movilización militar y social extensiva y desgastante.
Pero la carga de violencia del trance no está en discusión: la agenda de colapso impulsada, pagada y ejecutada por Estados Unidos tocó sensiblemente todos los vértices materiales e inmateriales de la dinámica en sociedad, desarticulando el comercio, la producción, los estándares de bienestar y la configuración psíquica de la población. El estado de alerta y amenaza de invasión prolongada, el duelo migratorio ocasionado por la embestida de las sanciones y la sensación de vértigo y ansiedad de una vida cotidiana repleta de carencias materiales ocasionó daños tangibles en la estructura del país, tanto en la infraestructura, digamos crítica -escuelas, hospitales, servicios básicos, etc.-, como en su orden espiritual.
Sin acercarnos a la destrucción de otros cruentos escenarios de guerra como Irak, Siria o Afganistán, la nación venezolana transitó por un episodio de deterioro en cascada de todas las esferas de su funcionamiento y convivencia debido al uso de armas de guerra que se apoyaban en las desventajas históricas del país: el contrabando siempre presente llegó a límites absurdos de extraer moneda y productos básicos en una escala masiva; el corte de los ingresos petroleros provocó una caída acelerada del bienestar; los ataques de sabotaje focalizados a la infraestructura, luego catalizados por las sanciones, acentuó los desbalances de consumo y movilidad ya asentados en una lógica perversa campo-ciudad, favorable, por goleada, a esta última, desde los inicios de la explotación petrolera.
A su modo, por el carácter híbrido de la guerra impuesta, hubo campos de batalla borrosos en la frontera entre lo militar, lo paramilitar y lo civil, que dejaron un saldo lamentable de víctimas, en el cual resuenan nombres como el de Orlando Figuera, sobre quien recayó, en una ejecución focalizada de ultraviolenta, toda la carga letal de racismo, deshumanización y destrucción física y espiritual del otro que llevaba consigo la agenda de cambio de régimen.
Dentro y fuera de esos campos de batalla híbridos, donde la faceta armada de la revolución de colores ocupó buena parte del protagonismo y de los recursos del golpe, también emergieron referentes de heroísmo, sacrificio y resistencia. No solo quienes espantaron la muerte teniéndola cerca, por ejemplo, con la movilización en la frontera durante las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente, por poner un ejemplo icónico, sino todo aquel ejército social, constituido desde abajo, que peleó contra el desabastecimiento, la escasez de medicinas y la agonía de la caída económica.
Trauma y evasión
Volviendo a Benjamin, la guerra produce enmudecimiento. Y la temperatura actual del país parece estar confirmándolo. El trauma de la guerra ha llevado a la evasión, por razones lógicas, y ese mecanismo de descomprensión encaja con la dinámica de entretenimiento y el consumo cultural en auge de los últimos meses.
La tendencia a no recordar un pasado reciente repleto de conflicto y ansiedad, aun cuando sus líneas generales se mantengan, es un mecanismo humano natural, pero darlo como un proceso superado, encadenarlo al olvido, trae como consecuencia la desvaloración de lo vivido, con sus dolores y pesares que reafirman la sustancia de la nación, en ese instante de peligro, donde los momentos críticos adquieren vigor para la historia colectiva, al decir de Benjamin.
El fenómeno adquiere una mayor complejidad cuando la desmemoria motivada por el petróleo, que cambió la faz de un país agrario por otra de urbanidad y consumo en cuestión de pocas décadas, se imbrica con la naturaleza difusa de las nuevas guerras en términos simbólicos: la ausencia de bombardeos, ruinas y otros elementos materiales de destrucción y letalidad ahondan el vacío en el que se desdibujan los responsables, los cómplices y los daños ocasionados. Su principal objetivo es lograr un efecto disociativo, donde lo vivido como sociedad parece haber sido irreal o producto de un relato catastrofista.
El filósofo francés Jean Baudrillard, en su obra La guerra del golfo no ha tenido lugar, advertía que la espectacularización de las noticias, la exageración cartelizada en torno a lo ocurrido y los montajes mediáticos habían generado tal sensación de irrealidad posterior que la propia existencia de la guerra no quedaba clara.
Pero aun con esta singularidad por partida doble, la guerra contra Venezuela produjo símbolos de resistencia, heroísmo, incluso sus propios mártires, cuyo reflejo en el presente se debate entre una apropiación cutre o el olvido. Corremos cierto riesgo de olvidar a quienes lucharon, sufrieron y resistieron, y con ello también nos exponemos al riesgo de olvidarnos de nosotros mismos. El reconocimiento como mecanismo de apropiación de ese pasado y sus protagonistas vendría a cubrir los espacios vacíos que abonan una confusión, cargada de relativismo, beneficiosa para los operadores de la guerra contra el país.
A modo de ejemplo, nuestra memoria colectiva sobre la guerra de independencia está sustentada en construcciones físicas: el Panteón Nacional, el Monumento a la Juventud Bicentenaria, Campo Carabobo, entre muchos otros, representan epicentros patrimoniales de consulta, dispuestos en el paisaje, cuya función social consiste en anclarnos al pasado de gloria, dignidad y dolor que nos dio existencia como país y República, con los héroes que apostaron su vida para llegar hasta aquí.
El efecto de continuidad y transcendencia que generan estos monumentos, más allá de la discusión posmoderna en torno a la «verdad oficial» y el patrimonialismo, posibilitan una apropiación de un pasado que es fuente de significados centrales para la vida política de la nación venezolana.
Recuperar el pasado, sea en lo individual o en la vida colectiva, siempre pasa por recapitular dolores. Pero sin esa sustancia, en la cual también reposa sacrificio, vigor y dignidad, nuestra existencia estaría condenada al vacío del presente eterno turbocapitalista.
Honrar de una forma más sistemática, construyendo símbolos físicos o impulsando ceremonias de encuentro y memoria que superen la lógica de las efemérides, a nuestros mártires de la guerra, a los héroes y heroínas que sostuvieron el tejido de la venezolanidad en medio de la carencia y la angustia, es un reconocimiento vital para sortear el vértigo de una nueva etapa que no sabemos bien adónde nos llevará y que adquiere su propio significado tras una época de sacrificio a ser rememorada como valor constituyente.
Foto: Miguel Gutiérrez (EFE)
Fuente: Misión Verdad