La historia de la ola migratoria venezolana ha sido intensa. En menos de una década ha dejado tremendas cicatrices en el país en general y en muchas venezolanas y muchos venezolanos en particular. Todo indica que ya pasó lo peor, pero los interesados en eternizar esta crisis se devanan los sesos para crear nuevos y más truculentos capítulos.
Cuando ya nada parecía superar en estridencia a las tenebrosas historias del Darién, ha salido a la luz el episodio más reciente. Es una matriz de opinión según la cual el “rrrégimen” ha pasado a la ofensiva y está liberando criminales de toda laya para que vayan a Estados Unidos a echar a perder ese maravilloso país.
Se trata, según los medios mayameros, de una emulación del fenómeno de Mariel, cuando el malvado Fidel supuestamente exportó a Estados Unidos la escoria de la sociedad cubana. [“A confesión de parte…”, dirán algunos, pero ese es otro tema].
Es una lacerante ironía: la pandilla formada por delincuentes estadounidenses y criollos que se robaron Citgo, Monómeros, el oro depositado en Inglaterra y hasta el queso que había en la mesa; los mismos sociópatas que han intentado toda clase de violentos asaltos al poder, ahora están horrorizados porque a tierras gringas están llegando venezolanos con pinta de “tukis” y, presumiblemente, mala conducta. Son, en sentido estricto, malandros preocupados por la invasión del malandraje.
Como suele pasar, la actitud tanto de los cabecillas estadounidenses como de sus lugartenientes venezolanos entra en contradicción con conductas anteriores de ellos mismos. En este caso, ese horror por los sujetos que parecen pertenecer a los bajos fondos contradice el espíritu de alianza con esa misma gente que caracterizó al vergonzoso tiempo de las guarimbas de 2017. En ese entonces, las urbanizaciones del este, sureste y “este-del-este” de Caracas y sus equivalentes en otras ciudades, se colmaron de individuos que, a pepa de ojo, no eran de por ahí ni andaban en nada bueno.
Ah, pero entonces a los malandros se les llamaba “libertadores” en los órganos de la “prensa libre” y se les dotaba de máscaras antigás, de trabucos de fabricación artesanal para disparar contra la Policía Nacional y la Guardia Nacional Bolivariana, de chalecos y cascos antibalas, y se les pagaba en dólares o con alcohol y droga (para mantener la moral en alto, claro).
Fue tal el terror que sembraron esos personajes en las zonas de clase media y media-alta que muchos opositores radicales se dejaron de malos ruidos y salieron el 30 de julio de 2017, superando todo tipo de obstáculos y amenazas, a votar en las elecciones de la Asamblea Constituyente. Ya no se calaban más a los delincuentes que les cobraban peaje en las propias puertas de los edificios residenciales y quemaban la basura en la calle, en nombre de la libertad y la democracia.
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Pero hay antecedentes todavía más cercanos que 2017. En 2019, ya con la farsa del interinato rodando, la relación carnal entre los malandros sifrinos y los malandros propiamente dichos ha quedado probada reiteradamente.
Por ejemplo, es público y notorio (no tan comunicacional porque los medios lo ocultaron) que, para asistir al célebre concierto de Cúcuta, el propio Juan Guaidó fue transportado desde el lado venezolano hasta Norte de Santander por Los Rastrojos, que no son precisamente unos operadores turísticos, sino unos hampones picagente de la peor calaña.
Y en 2021, cuando se puso en marcha la Operación Gedeón, indicios muy claros demuestran que la invasión y el baño de sangre que estaban planificados tenían el apoyo logístico en Caracas de los más connotados pranes del área metropolitana y sus temibles bandas. No fue casualidad que pasaran los días previos a la intentona fallida azotando a las comunidades de la Cota 905, Petare y sus alrededores con intensos tiroteos y estrafalarias demostraciones de fuerza, en palmario desafío a los cuerpos de seguridad del Estado.
Varios de los líderes opositores que ahora dicen tener miedo de los peligrosos delincuentes sumados a la diáspora, fueron a buscarlos como compinches para que hicieran el trabajo sucio. Algunos de esos dirigentes fueron procesados por ese flagrante delito. Pero en aras del diálogo y la reconciliación nacional, se les dejó en libertad.
Una jugada estratégica que se agotó
El haber disparado la migración venezolana mediante una contundente guerra económica y una campaña mediática global ha sido una de las jugadas estratégicas más exitosas de la contrarrevolución, es decir, de Estados Unidos y sus subalternos, los dirigentes opositores locales.
Y se le puede considerar estratégica porque iba dirigida a la médula de la sociedad nacional y tuvo una multitud de consecuencias: en la esfera internacional; en el ámbito de la economía nacional; en la vida cotidiana de prácticamente todas las familias del país y en la psique de cada uno de sus integrantes.
Esa especie de efecto racimo le otorgó a la “contra” una ventaja significativa, inclinó el juego a su favor y obligó al gobierno a mantenerse a la defensiva ante el relato reiterativo de que grandes masas huían desesperadamente de las garras del socialismo hacia países vecinos o lejanos buenamente gobernados por la derecha.
Pero, como varias otras estrategias antibolivarianas, esta ha tenido su principal dificultad en que fue diseñada para tener resultados más o menos inmediatos, y estos no llegaron en el tiempo estimado. Al prolongarse indefinidamente, se disipó su impacto real y, en buena medida, se ha revertido hacia sus propulsores, como un búmeran. Veamos.
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La llamada diáspora causó estragos en los primeros años. Significó separación de familias (algo poco habitual en Venezuela, frecuente en muchos otros países), fuga de talentos, disminución de la actividad económica y, sobre todo, un sentimiento generalizado de desesperanza, casi una depresión clínica colectiva.
Pero luego de que esos traumas iniciales hicieran mucho daño en el tejido social, empezaron a atenuarse los efectos e, incluso a volverse en contra. La realidad percibida directamente por muchos migrantes en los países adonde recalaron fue muy distinta de lo que esperaban.
Se dieron cuenta de que la clase trabajadora en esas otras naciones vive en condiciones tan o más precarias que las que ellas y ellos experimentaban en Venezuela, más allá de las comparaciones sobre el salario mínimo y otras tan usadas por los analistas que apoyaban la matriz de la migración forzada.
Esto se agravó con los brotes de xenofobia antivenezolana en varios países, que degeneraron incluso en homicidios y otros graves delitos de odio.
La extensión del tiempo previsto para que Estados Unidos y sus aliados lograran el “cambio de régimen”, es decir, el derrocamiento del gobierno constitucional, alargó también el sufrimiento de quienes, en teoría, estaban esperando ese hecho político para retornar.
Mientras los resultados no llegaban, en varios de los países receptores se produjeran situaciones internas contradictorias con la narrativa de democracia, respeto a los derechos humanos y prosperidad económica que se les vendió a los migrantes venezolanos. Las protestas reprimidas duramente en Ecuador, Chile, Colombia y en el propio Estados Unidos hicieron mella en la versión de la historia según la cual, en esos países, todo es felicidad.
Pasó más tiempo del calculado para que cayera Maduro y, en el trance, perdieron elecciones o se desplomaron los gobiernos de Pedro Pablo Kuczynski (y sus varios sucesores de derecha), Mauricio Macri, la dictadora Jeanine Áñez, Donald Trump, Sebastián Piñera e Iván Duque. Los cambios de gobierno en Perú, Argentina, Estados Unidos, Bolivia, Chile y Colombia han significado, en diversas medidas, una reducción de la hostilidad contra Venezuela y, en algunos casos, la aparición de nuevas miradas sobre el tema de la migración.
Cuando la ola migratoria estaba en apogeo, estalló la pandemia de covid-19 y –al contrario de lo que pronosticaron los medios globales- Venezuela salió bien librada de la emergencia, mientras algunos de los países receptores de migrantes venezolanos estuvieron entre los de peor desempeño a escala continental y mundial. La maquinaria mediática lo ocultó, pero la gente que vivió la experiencia lo sabe.
Otro factor que ha influido en que el tema de la migración se revierta contra la oposición es la conducta inocultablemente corrupta de los dirigentes que desempeñaron cargos “diplomáticos” en países que reconocieron al gobierno autoproclamado, como Estados Unidos, España, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia (durante la dictadura),
adChile y Argentina. Esos falsos embajadores no atendieron a los desamparados migrantes y varios de ellos lo que hicieron fue embolsillarse los recursos que algunos países dieron para atenderlos. Una vez más, los afectados lo saben porque lo sufrieron en carne propia.
Ya en el extremo de esta postura, Julio Borges, después de instigar a la gente a abandonar el país, dijo que la migración venezolana era una enfermedad contagiosa para los demás países. El miserablómeto se rompió ese día.
[Uno de los principales aspectos búmeran de la ola migratoria está por verse: se refiere a que la chacumbelesca oposición logró poner fuera del país a una buena parte de su electorado. Pero ese es un tema en sí mismo que ya habrá tiempo de tratar].
Una matriz reencauchada varias veces
Mantener vigente esta matriz durante tanto tiempo ha requerido un titánico esfuerzo de parte de la contrarrevolución. En los días de mayor intensidad real del fenómeno era fácil. Bastaba con poner cámaras y reporteros en los lugares por donde los migrantes “escapaban” a pie de la crisis humanitaria presuntamente causada por el socialismo.
Cuando esas historias comenzaron a perder fuerza, los astutos medios hegemónicos montaron ciertos pseudoacontecimientos en la frontera entre México y Estados Unidos. En esos numeritos, los migrantes venezolanos cruzaban el río Bravo y no eran cazados, apresados, separados de sus hijos, vejados y humillados, como les ocurre a los migrantes de todas las demás nacionalidades. Por el contrario, amables mujeres policía ayudaban a las sufridas madres con sus bebés, mientras los expedicionarios besaban el suelo de la libertad. Bucólico.
Ese tipo de historietas se cayó por su propio peso y tropezó con denuncias de gente real que era tratada por “la Migra” como tratan a todos los espaldamojada. Por encima de los cuentos de hadas, se conoció el testimonio de gente que fue estafada por los coyotes o que fue embaucada por abogados y picapleitos del estilacho del personaje Jimmy McGill en la serie Better call Saul.
Vino entonces la etapa “Cruzando el Darién”, que todavía no ha terminado, y que se basa en los testimonios desgarradores de venezolanos que intentan atravesar una de las selvas más inhóspitas del planeta, ubicada entre Colombia y Panamá. Nuevamente (ese es el estribillo de toda la campaña) lo hacen porque están desesperados y huyen del comunismo. En la terrible travesía sufren toda clase de carencias y privaciones: comida, agua potable, medicinas, etcétera. Lo que no les falta nunca es electricidad para recargar sus smartphones ni señal para enviar sus lastimeros cortometrajes.
Y ahora, la invasión malandra
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La narrativa de la diáspora necesita, a todas luces, una nueva reencauchada. Ya no se sostiene más con lo del Darién. Entonces, aparece una serie derivada (spin-off, se dice en el idioma imperial), que podría titularse “La invasión malandra”, que es como la invasión zombie, pero no con muertos-vivientes sino con care’culpables venezolanos que se las han arreglado para llegar hasta Estados Unidos y desde allá mandan videítos de TikTok, hablando en jerga carcelaria y con tumbao de “el Yoldan”.
Resplandecen en este punto los prejuicios sociales y raciales de la clase media que tanto se ha empeñado en protagonizar la saga heroica del éxodo.
Se sienten mal porque los niches tierrúos les están quitando su espacio de refugiados, exiliados, perseguidos políticos. En la mayoría de los casos, tales estatus son inventados, pero la presencia de (como dice el tema de Gino González) los “chusma, turba, lumpen, monos, malandros, zarrapastrosos, borrachos, vagos y flojos, macacos, el perraje, lacras y marginales” les hace sentir, de pronto, que el esfuerzo no valió la pena porque allá, en la tierra prometida, los alcanzó la gente de la que, en verdad, andan huyendo.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)