Por: Luis Britto García
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El mapa de Nuestra América se colorea de progresismos. Cuba, desde siempre, pero también México en América del Norte, Honduras y Nicaragua en Centroamérica; en América del Sur, Venezuela, Argentina, Perú, Chile, Colombia, y ahora el colosal Brasil, el país más extenso y poblado de la región, séptima economía del mundo, animador del Mercosur y afiliado al BRICS. Son triunfos difíciles, con fortalezas y debilidades. Concentrémonos en las de Brasil.
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Se acostumbra llamar progresismo a cualquier acomodo de la superestructura que disienta de la incondicional adhesión al ilimitado sacrificio de las clases trabajadoras y los recursos naturales al capital transnacional. Su aparición o desaparición sigue una mecánica precisa. Los países ingresados al redil del progresismo huyen de experiencias neoliberales que los llevaron al borde de la ruina. Los neoliberalismos cavan su tumba política siguiendo sus propios axiomas; los progresismos preparan la suya cuando abandonan sus banderas para compartir o seguir las neoliberales.
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Impreciso o aproximativo será todo lo que se diga desde lejos sobre sobre Brasil, ese universo de casi nueve millones de kilómetros cuadrados y 215 millones de habitantes. Intentemos fundarlo en testimonios creíbles. Cuando el Partido de los Trabajadores llega al poder en 2002, enfrenta Lula un compacto bloque de intereses privados nacionales y multinacionales que le vetan reformas profundas. Opta por el asistencialismo, por políticas indispensables como la distribución de alimentos subsidiados Fome Zero (Cero Hambre), oportunidades de educación universitaria para los pobres y grandes construcciones de vivienda popular (Minha Casa, Minha Vita). Pero a pesar del decisivo apoyo del Movimiento de los Sin Tierra, no realizó una Reforma Agraria que aniquilara o moderara la extrema concentración de la propiedad latifundista en un país cuyas principales exportaciones son agrícolas. Tampoco evitó la privatización de 45% de las acciones de Petrobras en la Bolsa de Nueva York, ni impidió que fueran privatizadas por el agronegocio porciones crecientes de las tierras e incluso de las aguas de la Amazonia. Como testimonia Theotonio dos Santos, siguiendo las recetas neoliberales «anti inflacionarias» de su Banco Central, «Lula continuó la política de altas tasas de interés manteniendo la emisión de títulos de la deuda federal para pagar intereses de la deuda que fue construida sobre la nada con el único propósito de transferir recursos a una minoría que vive de estos intereses inexplicables (…) con lo cual el pueblo brasileño dejaba transferir cerca del 50% del ´gasto público´ a este sector reducido de la población»
(http://www.alainet.org/pt/articulo/172474). Era la misma política del Carlos Andrés Pérez, que en 1990 pagaba intereses anuales del 100% a los capitales ociosos que invertían en Bonos Cero Cupón.
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Así, dejó el Presidente Obrero que su imagen se asociara a grandes empresas como Odrebrecht; no actuó con el necesario rigor contra los latrocinios de éstas, y aunque jamás se probó que hubiera incurrido en manejos ilícitos, parte del pueblo llegó a creer que existía una generalizada corrupción, y no reaccionó de manera contundente ante el amañado proceso que intentó inhabilitar a Lula políticamente. Como resume Silvio Schachter, «El maridaje histórico de los empresarios con la política y los políticos, se materializa en los conocidos y crónicos casos de corrupción propios del sistema, pero para el PT formó parte de una estrategia premeditada. En Brasil, la conciliación y alianza con los grupos económicos hegemónicos fue la fórmula mágica del PT para avanzar en el proyecto neo-desarrollista, conciliar el capital y el trabajo, al mismo tiempo que se garantizaba la gobernabilidad sin afectar las causas de la desigualdad, los privilegios de la élite, ni modificar ninguno de los pilares sobre los que se estructuran las relaciones sociales de dominación» («Bolsonario, la dictacracia y el suicidio populista» https://herramienta.com.ar/articulo.php?id=2932).
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A pesar de la crisis capitalista de 2008 y la baja del precio de las exportaciones, el inmediato gobierno del PT presidido por Dilma Roussef presentó crecimientos del PIB superiores al 7% anual, acumuló superávits fiscales, redujo el desempleo y para 2012 mostró índices de aprobación popular de más del 60%. En general, los gobiernos del PT aumentaron en 54% el salario mínimo, disminuyeron el índice de GINI de desigualdad a 0,522, redujeron el desempleo a 4,5% y sacaron a unos 50 millones de la pobreza. Sin embargo, postergó Dilma las iniciativas contra el latifundio y las oligarquías económicas, y cayó asimismo en la trampa neoliberal recesiva de las altas tasas de interés para contener una inflación que para el momento era sumamente moderada. Como añade Theotonio dos Santos: «Nadie imaginaba que, en lugar de continuar con la política aprobada por la abrumadora mayoría de la población, el segundo gobierno de nuestra compañera de muchas luchas adoptaría la política económica de la oposición brasileña». Y, según añade Schachter: «En ese camino el PT decide abandonar su prédica socialista, los proyectos de transformación social radicales, moderar su discurso y ser un partido de la conciliación, del pacto social que garantizaría el orden institucional frente a un momento en que la desigualdad social amenazaba con quebrarlo».
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Igualmente grave, los dos gobiernos del PT habrían sido capturados progresivamente por «o mecanismo«, vale decir, por la práctica brasileña de la corrupción. Como señala Esteban Valenti «En estos 13 años «O mecanismo» fue ganando partes enteras del PT, comenzando por con el Mensalao y de allí en adelante. Nadie puede creer y defender con seriedad que estando 13 años en el gobierno, el PT no sabía de esos esquemas, no conocía que los 13 mayores contratistas del país hacían ganancias exorbitantes con los sobreprecios de las obras públicas (Petrobras, Juegos Olímpicos, Mundial de Fútbol y todas las enormes obras de infraestructura). Que alguien se atreva a negarlo con un mínimo de seriedad» (Other News, 16/4/2018). Estratégicas «revelaciones» de escándalos como el de Odebrecht o Lava Jato arrojaron dudas sobre el PT y sus dirigencias. Fuera o no cierta esta percepción, abrió el camino para que se procesara a Lula para evitar su reelección, y que en 2016 Dilma Roussef fuera depuesta por un golpe de Estado judicial activado por su vicepresidente Temer, su oportunista «aliado» de la centroderecha, sin que una decisiva protesta social trabara el ascenso al poder de éste ni su aplicación del resto del paquete neoliberal.
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En tal situación, cualquiera que pregonara principios éticos invocando los valores más tradicionales –religión, propiedad, familia, patriarcalismo, autoritarismo- podía convocar una especie de voto protesta. Así fue electo presidente el oscuro ex capitán neopentecotalista Bolsonaro en un país donde el 64,6% de la población es católica, y protestante sólo 22,2%. Pero es una minoría retrógrada que aplica los más modernos instrumentos del «marketing» ideológico con 20 televisoras, 40 radioemisoras, editoriales, disqueras y estrategias de boots, big data, fake news, empleo saturativo de redes sociales como whatsapp, adiestra grupos paramilitares como los «Gladiadores del Altar» y copió del PT los programas de distribución de alimentos subsidiados. Este mensaje alcanzó a casi la mitad del electorado. Advertencia para todos los países expuestos a la nociva mezcla de política y religión.
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A Lula corresponde responder con un nuevo mensaje, humanista, igualitario, socialista, pero sobre todo con actos que correspondan a él. Progresismo que se duerme se lo lleva la corriente.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.