28/06/2023.- Sigue siendo una realidad tan vertiginosa —a veces sin tiempos cronológicos tangibles como para percibir sus signos irrebatibles en cualquier lugar del mundo o desde los ámbitos del activismo de la izquierda, e incluso de los círculos neoconservadores— que llegamos al momento de ver la política ejerciéndose más allá de los Estados o entre las grandes organizaciones formales como partidos, sindicatos, gremios u otras instancias organizadas.
Aquel carácter de irreversibilidad que los analistas les otorgaban a los llamados quiebres históricos, a sus coletazos, ya no es un ejercicio de conjunción de enfoques y métodos de las ciencias sociales en el sentido estricto. Ni siquiera es posible la caracterización de los procesos de modos categóricos, aun cuando las brújulas indiquen el rumbo de los vientos o los fenómenos tengan actas de nacimiento (mas no de explícita expiración). La consabida geopolítica es un juego de naipes signado por los secretismos de los manejos de los Estados, las corporaciones mediáticas, los ejes del poder, la sofisticada tecnología, el carisma de los dirigentes y los niveles de influencia de los massmedia y los conglomerados sociales.
La viabilidad de los procesos políticos pasa por estrategias políticas culturales y discursivas que construyen la base o la sustancia social de los mismos.
Laboratorios armados
Me atrevo a pensar que gran parte de lo que sucede en Argentina o la Colombia de Petro, en Perú, Ecuador, Cuba y Bolivia, y sobre todo en Venezuela —para citar ejemplos frescos y aleccionadores—, tiene, en mucha medida, el viso de este juego de laboratorio o un entramado complejo, sobre todo porque se alzan en la cresta de la ola dejada por las maquinarias de la Guerra Fría.
Algunas superpotencias entendieron muy bien la dinámica que se vino con ella, que se vertía en una guerra editorial, ideológica, académica y social para hegemonizar el grueso de las fuerzas sociales del planeta. No es ningún secreto que el resultado de la Guerra Fría y parte de su desenlace tuviera que ver con la avasalladora ventaja mediática, financiera e ideológica de la contrarrevolución neoliberal. En algunos casos, esta maquilló la forma del capitalismo, pero dejó intacta la estructura de dominación, la lógica del capital, como alguna vez lo planteó el comandante Chávez, invocando las lecturas de István Mészáros y otros pensadores que lo cautivaron poco antes de su partida.
Alternativamente, las estrategias antiinsurreccionales en Centroamérica o el Cono Sur eran sucedidas por la instalación de ONG, la reestructuración de las universidades, el apoyo de fuerzas sociales emergentes de las clases medias y una intensa actividad cultural.
El resultado de este esfuerzo conjunto de las élites latinoamericanas y de los EE. UU. fue ese período de florecimiento de la llamada sociedad civil —realmente clases medias y élites empresariales, corporaciones mediáticas disfrazadas de agencias de festejo o de «solidaridad», de corte humanitario— signado por la certidumbre de la economía de mercado y de las democracias representativas, esos modelos «chéveres» que aceptan la OEA o la ONU. Solo grandes esfuerzos del movimiento popular latinoamericano han logrado revertir ese estado de cosas que, sin embargo, alarga sus efectos en el terreno ideológico y político debido a la falta de alternativas reales ante el neoliberalismo.
Es una pugna, desde luego, sin cuartel y, por supuesto, desigual. No tiene por qué ser de otro modo. Por ejemplo, la aplicación de un inhumano lawfare a Alex Saab, sobre todo por la misión que se propuso de contrarrestar los efectos de las sanciones impuestas por los gobiernos de EE. UU. —desde Obama y Trump hasta Biden—, inspiradas en el Decreto de Amenaza Inusual, al explorar los ámbitos humanitarios posibles en búsqueda de alimentos, medicinas y otros insumos indispensables para la vida de los venezolanos.
Aprovecho para una acotación simple: ni en España, con el Movimiento de los Indignados, ni en Grecia ni en ninguna parte de Europa Central o del Este, hay señales de humo. Más de lo mismo: pérdida de las conquistas sociales, del llamado estado de bienestar e imposición de sociedades de mutuo elogio (partidos, partiditos, siglas y más siglas enraizadas con las viejas y clásicas formas monárquicas).
Por eso es indispensable consolidar un discurso que contribuya al desbloqueo ideológico regional.
Todo esto plantea no solo vislumbrar el futuro inmediato, sino las condiciones actuales de la diplomacia y la geoestrategia (este artículo está escrito con base en un papel de trabajo presentado por nuestra embajada en Argentina en el año 2006, ante el exembajador Roger Capella, en una sesión extraordinaria de embajadores venezolanos en América Latina. Y no es extemporáneo).
Decíamos: las políticas exteriores no se reducen a un intercambio ordenado entre Estados, a través de sus cancillerías, y los límites y fronteras no se reducen, tampoco, a las geográficas. Cada país está constituido por ámbitos culturales y sociales, surcados por distintas fuerzas de diferente orientación y alcance. En ese sentido, la política exterior de un país, en sentido literal, es la coordinación general de las interacciones e intercambios políticos, ideológicos y culturales con las naciones con las que se relaciona.
Si bien esto excede los alcances de la Cancillería y toca no solo a otros ministerios e instituciones, sino a las fuerzas políticas activas en el país; por su naturaleza, el MPPRE debe ser el núcleo coordinador y la principal vía de intercambio. Para ello se debe adoptar una definición a la vez más vasta y flexible de la actividad diplomática.
En este sentido, la diplomacia venezolana debe coordinarse con la organización de una contrahegemonía a nivel hemisférico, frente al neoliberalismo o, como ayer (2016), ante los virajes ya señalados, como Argentina, Brasil y organismos como la OEA y otros mecanismos que expresan las políticas del imperio.
De un modo inmediato, esto implica, entre otras tareas urgentes, elaborar un registro de aliados, de actores estratégicos identificados con los idearios bolivarianos y chavistas, antiimperialistas y nacionalistas, patrióticos, decididos a la independencia.
Pero más allá, y ante la abrumadora guerra psicológica y no convencional, es necesario avanzar en una política mediática o comunicacional de esencia latinoamericanista y antineoliberal en la que puedan reconocerse la mayoría de las fuerzas y movimientos sociales de la región y el mundo. Esto con el objetivo de conseguir un principio táctico de unidad que frene el avance de las corrientes más retrógradas de las sociedades, muchas de ellas edificadas y sostenidas por las cúpulas empresariales y de la Iglesia católica, conectadas con los intereses de expansión de los imperios norteamericano y europeo.
Ciertamente, Venezuela está siendo vulnerada desde esos ámbitos foráneos. Sus oficinas tarifadas locales (PJ, AD, VP), aunque mediatizadas tanto por sus penurias organizativas e ideológicas como por su pobreza discursiva y peligrosos pragmatismos —como es el caso de los factores de la oposición en el país, que reúne «liderazgos» ultraconservadores, neofascistas, hijos de la antipolítica, zombis sin fibra nacionalista o de bajísima estatura moral (ladrones, delincuentes, empresarios articulados con prácticas paramilitares y «bachaqueras» o sicariatos)—, continúan generando la zozobra emocional. No es necesario argumentarlo, eso está a la vista.
El rol de nuestro canciller se ciñe al ideario de Hugo Chávez y el presidente Maduro, sin duda, pero es indispensable consolidar un discurso que contribuya al desbloqueo ideológico de las fuerzas populares en muchos países.
Federico Ruiz Tirado