2 septiembre, 2023
Dos de los grandes mitos que han utilizado con más frecuencia las clases dominantes de América Latina para establecer gobiernos rabiosamente neoliberales pueden resumirse en una frase: él (o ella) no necesita robar porque ya es rico (o rica); y aquí lo que hace falta es un buen gerente, en lugar de más políticos.
Quizá hasta usted mismo los habrá repetido porque se trata de creencias sembradas en lo profundo de nuestro subconsciente colectivo y, como dicen que dijo José Ortega y Gasset (y si no lo dijo, yo creo que lo dijo), “las ideas las tenemos; en las creencias estamos”.
Analicemos cuánto de verdad y cuánto de falacia construida hay en esas creencias concretas. Empecemos.
“Él es rico (o ella es rica), así que no necesita robar”
Esta es una bomba ideológica de racimo. Contiene un conjunto de dogmas, certidumbres, opiniones y convicciones que abonan a la perpetuación del dominio de las clases privilegiadas económicamente sobre los empobrecidos en cada nación (incluyendo las “desarrolladas”), y de los países hegemónicos capitalistas sobre el resto.
Por un lado, este mito se basa en la idea de que los grandes capitalistas han forjado sus fortunas honestamente. Quienes así piensan (bueno, no piensan, sino están en la creencia, aclaremos) se tragan sin reflexión los cuentos de que los poderosos propietarios de las grandes compañías empezaron con “una mano alante y otra atrás” y llegaron a ser quienes son gracias a su trabajo, iniciativa e ingenio.
Seguramente hay historias que confirman esto, al menos en su versión más romántica, pero son muchas más las otras, en las que el gran capitán de empresa llenó sus arcas mediante la explotación de los trabajadores, la especulación contra los clientes, operaciones desleales hacia la competencia y alianzas non sanctas con dirigentes, movimientos políticos y gobiernos.
La leyenda dorada del rico honesto se apoya en la historia de los muy respetables emprendedores conocidos de la gente (el portugués de la bodega, el turco que vendía por cuotas) y en la mitología de los magnates hechos a sí mismos (los self made man). Pero esa no es la norma aplicable al empresariado en general, y mucho menos a los que se venden a sí mismos como outsiders de la política.
En la bomba de racimo de esta supercreencia está también la falsa aversión del empresariado hacia el mundo de lo público.
Esa es una contradicción totalmente mentirosa. En todos los países capitalistas, los empresarios más influyentes han vivido de créditos y contratos con el Estado del que tanto denigran, o se han hecho proteger por políticos de diversos niveles, desde concejales hasta presidentes, pasando por jueces, alcaldes, gobernadores, ministros, parlamentarios y otros altos funcionarios, en relaciones simbióticas (o, para decirlo en criollo: de conchupancia) en las que el funcionario pone las políticas públicas, decisiones, posturas, fallos, leyes, ordenanzas, etcétera y el empresario paga campañas electorales y sobornos.
Como es habitual que se nos ofrezca como paradigma lo que ocurre en Estados Unidos, revisémoslo y concluyamos que la gente debería dejar de creer en pequeñas aves encinta e informarse debidamente acerca de cómo el complejo industrial-militar (que ha pasado a ser también financiero-mediático-cultural-digital) domina al estamento político.
De hecho, la expresión “complejo industrial-militar” no la inventó un marxista febril, sino nada menos que Dwight Eisenhower, un general que fue presidente de Estados Unidos (1953-1961), por el Partido Republicano, para más señas, y que venía de ser comandante supremo de las fuerzas aliadas en la Segunda Guerra Mundial y, como tal, cabeza del muy publicitado Desembarco de Normandía, es decir, que sabía algo de lo que estaba hablando cuando acuñó este término en su discurso de despedida de la Casa Blanca.
En Venezuela, como economía subordinada a los intereses del norte, los terratenientes que venían de los tiempos coloniales, pasando por la guerra de Independencia y el violento siglo XIX, empezaron a convertirse en burguesía gracias al petróleo, desempeñando el rol de enclaves subsidiarios de las grandes empresas de Reino Unido y Estados Unidos, principalmente.
Para que ese modelo fuera viable, siempre actuaron en connivencia con los gobiernos, incluyendo aquí las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez; los regímenes de transición (Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita y la Junta Revolucionaria de 1945) y los gobiernos democráticos tutelados por Washington (el de Rómulo Gallegos, a quien únicamente le permitieron trabajar nueve meses de 1948, y los del período 1959-1999).
En todo ese tiempo histórico, las fortunas de las familias tradicionales de la clase alta, así como las de nuevos burgueses se inflaron mediante mecanismos expresamente diseñados para sustraer los fondos públicos. Si el lector quiere acceder a una visión menos profana que la ofrecida en este texto, tiene una gran variedad de opciones que van desde el insigne Federico Brito Figueroa hasta el sabio Asdrúbal Baptista. Este último, en su libro Teoría económica del capitalismo rentístico, dijo (ojo: en 1997) que “El colapso del capitalismo rentístico se produce, paradójicamente, al canalizarse, en su última etapa, toda la renta hacia la acumulación de capital”.
Así que cuando se habla de cómo el desgraciado populismo del siglo XX dilapidó la fortuna petrolera venezolana y se le asigna la exclusiva culpa a los perversos partidos de entonces, sólo se está mirando una parte de la realidad, pues resulta ser que en esa depredación participaron, en roles principales, el capital transnacional y sus socios locales, es decir, los empresarios que dicen, de la boca para afuera, estar en contra del excesivo poder de los gobiernos y del Estado en general.
Y así aterrizamos en el asunto con el que comienza este análisis: la corrupción.
Porque, vamos a ver: siempre que se habla de este tema, la creencia profundamente sembrada nos hace pensar en políticos, quienes han dado sobradas razones para ello porque son los que van a buscar periódicamente el apoyo del pueblo y luego muchos de ellos y ellas se dedican a enriquecerse, como si no hubiera mañana, junto a sus entornos familiares y partidistas. Pero casi siempre se deja a un lado el papel fundamental de los empresarios que actúan como cómplices de todo guiso, por más ricos que ya sean.
En este punto aparece uno de los artilugios más refinados de esta creencia. Se trata de la que establece una diferencia entre los empresarios de vieja data y los “recién vestidos”, haciendo ver que las fortunas de los primeros son bien habidas por el mero hecho de haberse forjado hace muchos años o, incluso, varias generaciones.
Esa visión condicionada del asunto le da un certificado de buen nacimiento a fortunas que, en realidad, arrastran pecados originales de toda laya: contratos y créditos de los gobiernos cambiados por favores recibidos; sobornos a funcionarios de los más diversos niveles; lavado de capitales; competencia desleal; acaparamiento de productos básicos; especulación en precios y tarifas; estafas bancarias; quiebras fraudulentas; galopante evasión de impuestos; venta de productos de pésima calidad y otras barbaridades que seguramente al lector le están pasando por la cabeza.
Echarles toda la culpa a los nuevos burgueses (que ya no son tan nuevos) permite que se acrisole la idea de que los viejos burgueses son la mar de honestos. ¡Sí, Luis!
También sirve para difundir discursos confusos, según los cuales antes de la llegada del comandante Chávez, acá todo se resolvía de acuerdo a la libre competencia. Solo como ejemplo, suelen verse en redes sociales reseñas de los tiempos en que uno iba a cualquier abasto y podía elegir entre una docena de marcas de bebidas gaseosas y similares, hechas en el país (Grapette, Hit, Dumbo, Golden Cup, A-1, Orange Crush, 7Up y otras que se me escapan). Según ese relato, fue la Revolución la que acabó con esa diversidad refresquística tan sabrosa. Pero esa es otra de las grandes mentiras del racimo, pues resulta ser que el Grupo Cisneros, entonces propietario de Pepsi Cola (en su condición de socios locales de las empresas de la familia Rockefeller), se dedicó sistemáticamente a retener las botellas retornables de esas pequeñas marcas (los camioneros tenían órdenes de comprárselas a los minoristas mediante generosos pagos y sutiles extorsiones) y procedían a romperlas. Cuando las otras empresas se quedaron sin envases, tuvieron que declararse en quiebra o venderles las plantas y marcas a Cisneros. Ya para los años 90, todas estaban en manos del duopolio que controla el mercado de gaseosas en el país.
[Por cierto, en esos años 90, cuando tenían el cuasimonopolio de los refrescos en el país con Pepsi Cola, los Cisneros se cambiaron la camiseta literalmente de un día para otro y pasaron a ser Coca-Cola. Pero ese desvío sería muy largo para el tema].
[Segundo “por cierto”: la empresa nodriza de Rockefeller, Standard Oil, una de las grandes beneficiarias del petróleo venezolano desde tiempos de Gómez, se convirtió luego en ExxonMobil, que sigue empeñada en explotar el petróleo del territorio Esequibo y de sus áreas submarinas, sin que se haya resuelto el reclamo venezolano contra Guyana ni mucho menos delimitado la zona].
Pobres, pero honrados
Otro aspecto tóxico de la frase “él es rico (o ella es rica), así que no necesita robar” es la noción de que sólo roban los pobres o de que sólo se corrompen los no-ricos. Es una visión animada por el mismo espíritu de aquella frase tan telenovelesca “es pobre, pero honrada”.
La experiencia universal, y la nuestra en particular, reflejan algo muy distinto: los ricos que llegan a ejercer el poder político (como jefes de Estado o como altos funcionarios) no hacen otra cosa que enriquecerse más, en algunos casos de las maneras más ramplonas que sea posible imaginar. Quien quiera verificar esto puede echarle un ojo a los Papeles de Panamá y constatar cómo aparecen los nombres de los presidentes ricos de América Latina, los que supuestamente no necesitaban robar porque ya estaban nadando en plata.
En la Venezuela de la democracia representativa, la burguesía tradicional y la que emergió en ese tiempo, siempre se valió de “los políticos” para gobernar. Se había logrado, mediante pactos y trapisondas, el sistema perfecto, en el que dos partidos se alternaba el poder, se excluía a cualquier otra opción y había un poder detrás de todos los tronos: el de los empresarios transnacionales y locales.
Eso no impidió que algunos personajes del mundo empresarial tuvieran sus proyectos políticos y fueran a elecciones. Pero terminaron convenciéndose de que era mejor dejarle eso de abrazar viejitas y dar discursos encendidos a los líderes partidistas de Acción Democrática y Copei. Entre estos individuos es pertinente mencionar al banquero Pedro Tinoco, quien tuvo su intento de llegar a Miraflores con votos (con su Partido Desarrollista), pero luego prefirió seguir siendo el poder fáctico y darles órdenes a los presidentes mientras hacía los negocios más jugosos imaginables.
Tinoco fue el típico empresario “exitoso” llevado a funciones públicas debido a su supuesta eficiencia. Fue ministro de Hacienda (1969-1972) del primer gobierno de Rafael Caldera, tras lo que emergió como dueño del Banco Latino.
Dejó la presidencia de esa entidad privada y pasó a ser presidente del Banco Central de Venezuela durante el sangriento experimento neoliberal del segundo Carlos Andrés Pérez, en 1989. De resultas, se produjo la peor crisis bancaria que haya sufrido Venezuela (1994), con el Latino como protagonista. El banco del gran gerente se enriqueció a más no poder durante su gestión como funcionario y luego dejó a miles de clientes en la calle, lo que Tinoco no afrontó porque falleció meses antes, en 1993.
El otro mito: “Aquí lo que hace falta es un gerente”
Con la historia de Tinoco podemos conectar con la otra parte de la frase-racimo no es menos peligrosa. Es la que dice que, en vista del fracaso total de los líderes políticos, estos deberían ser sustituidos por un empresario o una empresaria. Se basa en la convicción de que si una persona ha tenido éxito en una actividad empresarial, puede aplicar su modelo al país y manejarlo como si fuera su fábrica, su hacienda, su cadena de tiendas, su banco o lo que sea que tenga el sujeto en cuestión. O todas inclusive porque muchas veces se trata de jefes de conglomerados empresariales.
El poder publicitario característico de este tipo de empresario hace que se difunda una imagen muy favorable y que se oculten sus procederes delictivos o, al menos, antiéticos que ya mencionamos arriba.
Se dice que ha generado empleo, aunque sea un explotador inclemente que viola la legislación laboral como le viene en gana. Nunca se dice que cada vez tiene menos empleados directos y más gente tercerizada, con contratos-basura.
Se dice que genera riqueza para todos sus aliados, no que los somete a contrataciones leoninas o que se vale de triquiñuelas para pagarles menos por sus materias primas o para imponerles formas de pago mediante las cuales los pequeños y medianos industriales terminan financiando a los grandes.
[Los interesados pueden indagar con productores de maíz que le venden a Empresas Polar o con pymes que proveen a las grandes cadenas de supermercados, aunque será difícil porque nadie se atreve a hablar públicamente por temor a que las leyes del capitalismo los trituren].
También se dice que produce con sus propios recursos y que está invirtiendo en otros países, y se oculta que ha vivido de los créditos públicos y de las manipulaciones cambiarias, convirtiendo sus empresas en exportadoras netas de capital.
Y así, se dicen tantas cosas y se ocultan tantas otras, que daría para varios artículos.
La idea de que “se necesita un gerente”, entendiendo como tal a un empresario, ha llevado a diferentes pueblos a lanzarse por despeñaderos: el México de Vicente Fox (el “gerente” por excelencia, egresado de la Escuela de Negocios de Harvard, empleado de Coca-Cola); la Argentina de Mauricio Macri (un típico heredero gozón, hijo de papá); el Chile de Sebastián Piñera (uno de los hombres más adinerados del país); el Ecuador de Guillermo Lasso (ídem); y la Panamá de Ricardo Martinelli (el jefe de la “embajadora” María Corina Machado, ahora procesado por una ristra de casos de robo de dineros públicos).
Otros empresarios llegaron al poder mediante deslealtades e imposturas: el golpista Roberto Micheletti, en Honduras y el traidor Lenin Moreno, en Ecuador, son dos casos.
Todos estos nefastos personajes tuvieron desastrosas gestiones económicas, además de administraciones tan corruptas como las de cualquier político de oficio. Sus supuestas virtudes como gerentes sólo sirvieron para enriquecer a sus familias y lo grupos empresariales a los que representaron antes de tener funciones públicas. Los pueblos que buscaban un buen gerente quedaron más empobrecidos y hambrientos que antes de encontrarlo.
En fin, este largo recorrido por fragmentos de la historia nuestroamericana es sólo para decirles que cuando oigan decir que los empresarios no necesitan robar porque ya son ricos; y que pueden ser buenos presidentes porque acá se necesita un gerente, es conveniente reflexionar y debatir si eso es verdad o si es apenas una creencia en la que muchos “están”, como dicen que dijo Ortega y Gasset.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)