(O la hipocresía política de un sentimiento de culpa)
Donde quiera que haya una injusticia…
05/10/2023.- Alfred Bernhard Nobel nació en Estocolmo, Suecia, el 21 de octubre de 1833, en medio de una familia de ingenieros, llegando a ser también un renombrado de la ingeniería y fabricante de armas, quien inventó uno de los primeros explosivos más letales que ha conocido la humanidad. Propietario de la compañía Bofors, especializada en la fabricación a gran escala de cañones y otros armamentos, registró durante su vida 355 patentes. Actualmente su legado letal sobrevive en varias empresas, como la Dynamit Nobel.
La familia partió a Rusia cuando Nobel tenía nueve años, donde cursó estudios humanísticos junto con sus hermanos. Regresó a Suecia en 1863, completando allí las investigaciones que había iniciado en el campo de los explosivos. Consiguió controlar mediante un detonador las explosiones de la nitroglicerina, inventada esta por el italiano Ascanio Sobrero. En 1865 ajustó el sistema con un dispositivo de mercurio y en 1867 dio con la dinamita, un explosivo plástico resultante de absorber la nitroglicerina, convirtiéndola en un material sólido, con lo que se reducían los riesgos. Sin embargo, los accidentes con la nitroglicerina, en uno de los cuales había fallecido su hermano Emil, habían conllevado fuertes críticas contra sus fábricas.
Independientemente del qué dirán contra sus actividades bélicas, creó en 1895 Elektrokevislas Aktiebolaget, más conocida como Eka, en Bengtsfors, Suecia. La empresa fue absorbida por el grupo Akzo Nobel, que todavía mantiene parte de su nombre.
También incursionó en la literatura, escribiendo poesía en inglés. Su libro en prosa Nemesis, sobre Beatrice Cenci, inspirado parcialmente de una creación de Percy B. Shelley, The Cenci, fue impreso, seguramente, por aduladores, y tal vez sin su consentimiento, mientras agonizaba. La tirada completa de la obra, menos tres ejemplares, fue destruida por catalogarla de escandalosa y blasfema.
La publicación, equivocada o adrede, en un periódico francés, donde se anunciaba la muerte aún inexistente en 1888 de Alfred Nobel, donde se le condenaba y despotricaba por haber inventado y hecho un negocio de la dinamita, cambió la actitud en cuanto a su vida y su muerte, decidiendo dejar una mejor propuesta que debilitara a sus detractores.
En su testamento, apostillado el 27 de noviembre de 1895 en el Club Sueco-Noruego de París, Nobel instituyó con su fortuna un fondo con el que se premiaría a los non plus ultra de la literatura, medicina, física, química y a los defensores de la paz, que él nunca había tomado en cuenta.
Una hemorragia cerebral sacó de la vida al patrocinador de los premios, cuando estaba bajo su techo en San Remo, Italia, el 10 de diciembre de 1896, a la edad de 63 años. Su fortuna, al momento de morir, oscilaba en unos 33 millones de coronas, de las que apartó poco a su familia, sin incluir sus propiedades y empresas, cuyos activos todavía sobreviven. En su honor sistémico se identificó el asteroide 6032 con su nombre, al igual que el cráter lunar Nobe L7 y un elemento químico, el Nobelio.
Desde entonces, el Nobel de la Paz se entrega en Noruega; y en Estocolmo, Suecia, se premian las especialidades de Medicina, Química, Literatura y Economía.
Esto se debe a los deseos de Alfred. Cuando el químico redactó su testamento, Suecia y Noruega andaban de la mano. A ello se le sumaba que la Asamblea Parlamentaria Noruega estaba promoviendo un mayor acercamiento a Suecia, para evitar la disolución de la nación, que finalmente llegó en 1905, cuatro años después de concederse el primer Nobel. También se cree que el magnate pudo haber sido influido por su asesor Ragnar Sohlman, cuya esposa era de Noruega, o por el activista noruego por la paz Bjørnstjerne Bjørnson, admirador del ingeniero. Incluso hay quienes sostienen que la mayor tradición militarista de Suecia con respecto a Noruega hacía más recomendable que la sede del reconocimiento estuviese en Oslo.
Sea como fuere, el Parlamento noruego aceptó la decisión de Nobel y seleccionó a los cinco miembros que formarían el Comité Noruego del galardón. Hoy día, estos expertos del Comité, como cualquier expuesto hijo de María a los intríngulis, apuestas, quinielas y nerviosismos políticos, suelen ser antiguos parlamentarios o figuras conocidas de la «sociedad civil» noruega.
A pesar de que Alfred Nobel nunca llegó a pensar dejar su fortuna para repartirla en premios anuales a ciertas personalidades, tuvo que instituirlos para recomponer su imagen maltrecha de comerciante de armas e inventor de la dinamita, esta última con la que llegó a ser uno de los grandes magnates del viejo continente, con independencia de en cuál injusticia explotara.
A partir de que los premios quedaran instituidos por escrito en el testamento, la monarquía, la nobleza y los reyes se han entusiasmado por ser entregadores de premios con plata ajena. Además, estos premios abrieron las compuertas a los intereses de los grupos potentados y poderes imperiales que inciden en la geopolítica mundial.
Es muy posible que la inclusión de las preferencias políticas de estos gobiernos representantes de los Nobel, confabulados o hablados al oído «como Pedro por su casa» en la entrega de los premios, hayan encogido y empobrecido la moral, como cualquier fritanga de la alcurnia.
De esta manera, en la elección de estos premios han sonado múltiples tráficos de influencias, han sido señalados últimamente de selecciones sospechosas, conspiraciones, dramatismos y críticas a una cantidad de sesgos politizados, sin que haya mermado por supuesto o haya sido cuestionada la aparente fama de neutrales de estos países escogidos por Alfred para administrar su legado.
Aunque percibimos —es innegable— que el ejército y el gobierno sueco han protagonizado importantes acciones de salvaguarda de la paz sin justicia social entre los pueblos sometidos a la guerra en el mundo, aunque se hayan olvidado de ellos luego de haber conseguido sus objetivos, la adhesión de Suecia a la Unión Europea en 1995 significó la eliminación de la tan cacareada neutralidad como principio, manteniendo en la actualidad fuertes lazos con la OTAN y definiéndose inequívocamente como un aliado más de los Estados Unidos. Mientras tanto, Noruega, como monarquía constitucional con un sistema parlamentario de gobierno de segundo orden, es uno de los países fundadores de la OTAN, lo que la ubica como un significativo aliado del imperio estadounidense. Por esta razón, durante decenas de años, el ejército del Tratado del Atlántico Norte ha realizado ejercicios militares en tierra puesta a disposición por el gobierno noruego, y últimamente ha permitido que dichas tropas de la OTAN tengan el país como estacionamiento, cosa que no había ocurrido desde la Segunda Guerra Mundial.
Este devuelve a su condición burguesa politizada y originaria a los Premios, como bien lo sentenció Jean Paul Sartre, al rechazar el Premio Nobel de Literatura por ser un «premio burgués», clasista como sus patrocinantes y los gobiernos que lo administraban.
Independientemente o no de lo aquí dicho, en 1901 se entrega el primer Premio Nobel de la Paz, que desde entonces se presenta en una gran gala los 10 de diciembre de cada año, aniversario de la muerte de Nobel, en Oslo, Noruega, y en presencia del rey. Hasta la actualidad (2019), el Premio Nobel de la Paz ha sido entregado a 91 hombres, 17 mujeres y 23 organizaciones. Y el Comité Nobel lo ha declarado vacante en 19 ocasiones. En ninguna otra categoría ha quedado tantas veces desierto el Premio. Cabe destacar que no se le dio nunca a Ghandi, el padre de la no violencia, postulado en 1937, 1938, 1939, 1947 y 1948, algo muy raro y extraño, quizás por la mano peluda de los reinos unidos, que ensombrece. Igual no fue entregado en 1939, el mismo año en que, insólitamente, fueron postulados al Premio tanto Gandhi como Adolf Hitler, juntos. Aunque este alto gobernante no fue el único, ni lo ha sido hasta ahora, en figurar entre los candidatos al estandarte, pues también Benito Mussolini, Stalin y Donald Trump han sido nominados. Es pertinente hacer notar que tres Premios Nobel en diferentes ramas otorgados a Alemania, según la revista especializada Nature, en su edición de febrero de 1937, fueron rechazados por decisión de Hitler.
Desde la fundación de Estados Unidos sobre la tierra y sobre los cadáveres de los pueblos originarios, este país lidera con la participación en más de doscientos conflictos internacionales, la mayoría estimulados por piratería económica en asalto al botín. Hasta la fecha, lleva más de 239 años en conflictos haciéndole la guerra a medio mundo, invadiendo a más de setenta países y varios más en proyecto de invasión.
Ha asesinado en promedio a más de 1300 millones de personas. Entre ellas 600 millones en países musulmanes; millón y medio de desarmados para forzar un gobierno pro estadounidense en Irak, no sin antes haberlo destruido. Inentendiblemente, también puntea la tabla del hit parade de los Premios Nobel de la Paz, junto a los países históricos que más han atentado con alevosía y atrocidad contra la paz en el mundo: Estados Unidos con 20 ganadores, Reino Unido con 12, Francia con 9 e Israel con 3. Casí el 50% de las entregas.
La selección de ganadores, acusada de sesgo de manera reiterada, ha estado desbordada de abundante crítica. Tras bastidores, los escándalos han debilitado la fama de estos Premios. Aun así, muchos sueñan con ellos, sea por el dinero o por el encumbramiento que traen en sí mismos.
En 2018 un escándalo sexual y de filtraciones de los ganadores antes de publicitarlos sumió a la Academia Sueca en una crisis. Sara Danius, secretaria permanente de la Academia, fue despedida; ocho de los dieciocho miembros que integran la institución renunciaban a su cargo; Katarina, esposa de Arnault, el que creó la crisis, renunció y su esposo fue condenado a dos años. Y dos años siguieron en busca de regresar la transparencia a una institución a la que el «Me too» hizo tambalear sus cimientos, pero también dejó ver el tramojo, los trapos ocultos de la excelencia, la quiniela, la lotería y el interés de las apuestas al mejor postor.
Es pertinente decir que las masivas críticas al Nobel no son del todo infundadas, pero tampoco han sido tan tomadas en cuenta para que la Organización Nobel pueda haber asumido una autocrítica sana. En 1945 recibió el galardón el exsecretario de Estado de EE. UU., Cordell Hull. Muchos consideraron, y creemos lo mismo, que a Hull no debió entregársele el Nobel, debido a que seis años antes, un trasatlántico lleno de refugiados judíos que había salido de Hamburgo en 1939, huyendo de los nazis, pidió asilo en Estados Unidos y Hull aconsejó al presidente Roosevelt que se opusiera a la entrada del navío, manipulando para que fuera rechazado también en la Cuba prerrevolucionaria. Esto obligó al barco a volver a la Alemania de Hitler, y más de un cuarto de los 936 pasajeros murió posteriormente en los campos de concentración; el resto sabrá la historia.
Henry Kissinger, el cerebro de las dictaduras latinoamericanas, quizás fue premiado astutamente por sus favores fascistas al imperio, dándole el Premio Nobel de la Paz el 10 de diciembre de 1973, 29 días después de haber consumado el golpe de Estado contra el gobierno democrático y legítimo de Chile, con el consecuente suicidio del presidente de la Unidad Popular, Salvador Allende. Aún hoy son muchos los que exigen que se revoque el galardón al asesor y artífice del golpe de Estado contra Salvador Allende. Este nefasto personaje del Departamento de Estado imperial, ejecutor de la política intervencionista estadounidense durante los años setenta, fue premiado, junto al norvietnamita general y diplomático Lê Ðức Thọ, quien lo rechazó, siendo hasta ahora el solitario que no ha aceptado el premio Nobel de la Paz. Las críticas a Henry llovieron tormentosamente y causaron impotencia y tristeza, debido a que también era el responsable, entre otras acciones, de la operación Cóndor, que acabó con la vida de decenas de miles de chilenos, entre ellas también la del cantor Víctor Jara, terriblemente masacrado cuando más de cuarenta tiros se dolieron en su voz. Con el rostro y cuerpo destrozados, Víctor Jara fue botado cerca de un cementerio, en los límites de un barrio pobre, donde igual fue identificado por su pueblo.
Ðức Thọ renunció a la «estatuilla», debido a que todo había sido una farsa, pues su país seguía en guerra bestial contra los yanquis, y ya para ese momento se habían violado los acuerdos sobre la paz que había suscrito por igual el presidente vietnamita Nguyên Van Thieu. Kissinger sí aceptó el premio, siendo objeto de múltiples recepciones mundiales organizadas por la derecha internacional.
Hoy, a 51 años y un poco más, se iniciaba un 25 de marzo del 69, en plena guerra de Vietnam, la «encamada» de Lennon y Yoko por la paz, lo que masificó aquel gran movimiento contra la guerra de Vietnam. Tal vez sin saberlo iniciaban así la salvación honrosa de la derrota del ejército imperial. En su agenda estaba grabar para ese mismo momento Give peace a chance («Demos un chance a la paz»), tema luego de la película Las Fresas de la Amargura. Ya en pleno desarrollo del movimiento por la paz, en 1971, grabó Imagine, un 8 de octubre, día en que cae el Che Guevara, cuatro años antes, en 1967, en la localidad de La Higuera, Bolivia. En ese mismo 1971, Nixon, el autor intelectual del golpe contra Salvador Allende, junto a su edecán Henry Kissinger, venía acosando con el FBI y tratando de expulsar a Lennon de EE. UU. —el ser que había transformado su existencia en un canto por la paz—, logrando declararlo persona no grata, enemigo público número uno desde 1969. Nixon hizo todo lo posible por sacarlo del país, argumentando su condición de «extranjero indeseable», pero nunca pudo conseguirlo. Nueve años después, en 1980, fue asesinado en el edificio Dakota, de Nueva York, de cinco tiros por la espalda.
Pinochet y Henry, celebrando.
La concesión del Nobel al expresidente de Estados Unidos Jimmy Carter, en 2002, veinte años después de haber dejado el cargo, levantó también roncha, pues le entregaron el Premio por criticar las políticas guerreristas de George Bush en Irak, razones no suficientes para tal reconocimiento, habiendo tanta verdadera y honesta gente merecedora, de hecho.
Barack Obama igual ostenta el Premio Nobel de la Paz, otorgado en 2009, unos meses después de haber sido elegido Presidente de Estados Unidos, usurpando el lugar a uno de los dignos, Martin Luther King, premio nobel de la paz asesinado de un tiro en la cabeza el 4 de abril de 1968 en Memphis, Tennessee. Se criticó por considerarse no merecido, debido a que no había hecho nada. El mismo Obama imitó estar sorprendido. «Creo que no me lo merezco», bostezó, pero no dudó en aceptarlo. Igual continuó con la política exterior injerencista conduciendo sus respectivas guerras y dejando un decreto contra Venezuela, tratándola de peligro para la seguridad de la piratería de los EE. UU., lo que ha traído como consecuencia un criminal bloqueo contra el pueblo venezolano, aún vigente.
La dudosa «esperanza negra» prometió poner fin a las guerras en Siria, Afganistán e Irak, que heredó de su antecesor George W. Bush, y además eliminar Guantánamo, tierra invadida por EE. UU., la cárcel que ostenta el récord Guiness respecto a la múltiple violación de los derechos humanos, y el mosquita muerta de Obama, en ambas promesas, mintió. Incluso sumó ataques contra Libia, Pakistán, Somalia y Yemen, elevando a siete el número de países en que su mandato desarrolló acciones militares.
Es el Presidente que más ha mantenido a su país en guerra por mayor tiempo, por encima de Franklin D. Roosevelt, Lyndon B. Johnson, Richard M. Nixon y Abraham Lincoln. Su legado, que nadie envidia, es el de ser el único Presidente de los Estados Unidos en ejercer su mandato, de ocho años, con el país en constante guerra.
Creo que el Comité Nobel debería reasesorarse en cuanto a de qué lado se programa y ejecuta la tragedia contra la paz de los pueblos, puesto que observamos que en ocasiones se entrega más el Premio por una influencia y trama exclusivamente geopolítica, donde los actores, harto irreconciliables, no tienen la potestad de detener la barbarie, y menos cuando su Presidente está empeñado, junto con su país, en cumplir los designios de poderes imperiales. Ejemplo es el caso de Santos, de Colombia, premio nobel de la paz 2016, miembro de la Fundación Rockefeller, donde los acuerdos firmados en plena escalada trágica del terrorismo de Estado no pudieron ser defendidos por todos los colombianos, ni se respetó la transparencia de su inclusión, debido a que fuerzas a favor de la guerra intimidaron, asesinaron, compraron y manipularon la voluntad popular en el intento de plebiscito, donde increíblemente perdió la paz.
Más allá de los temas políticos, el Premio Nobel debería optar por un compromiso más justo con los pueblos y no tomar a la paz como espectáculo de intereses económicos y partidistas, representado en la cartera de los postulados, a fin de complacer la geopolítica del poder económico mundial, preocupándose por mantener la notoriedad y la entredicha fama de Nobel.
Santos, el representante de Colombia, el Israel de las Américas, el de las siete bases militares gringas, pese a las dificultades, logró culminar con una histórica firma el 26 de septiembre de 2016, en Cartagena. Inmediatamente se dejó venir la debacle; parecía otra crónica de hipocresía avisada. El Estado oligárquico, en su terreno, ya tenía montada la emboscada a la paz.
Debido a presiones y planes en desarrollo, tanto externos como internos, el Premio fue muy apurado por fuerzas subyacentes, sin que importara el tomar en cuenta la conflictividad. De hecho, cuando se entregó el Premio, no había un acuerdo de paz real. Y al someter el acuerdo al consenso de las urnas, la gente, contra la pared y la mano peluda de los resultados, votó por la opción del no. El precio que se tuvo que pagar por precipitarse ha sido tortuoso y traumático para la premiada paz del país. De hecho, luego se rompieron los acuerdos por parte de un gobierno plegado a la guerra como forma de desviar desmanes, corrupción y reiteración de masacres, hasta el punto en que el pueblo ha tenido que rebelarse contra los gobernantes actuales, involucrados en fraudes, asesinatos y persecución a los guerrilleros firmantes de las negociaciones de paz, suscritas en La Habana. El saldo, en cincuenta años de guerra hasta hoy en Colombia, oscila en cerca de 7 millones de desplazados, un millón de muertos y 250 mil desaparecidos, estos últimos superando la cifra récord de Guatemala, donde murieron más de 200 mil guatemaltecos en el conflicto armado interno de 36 años.
Desde el 2018 se han contabilizado 105 masacres en tiempos de Iván Duque, y en lo que va de septiembre de 2020, nada más se incluyen ya 67 masacres. Líderes de la FARC, signatarios de los Acuerdos de Paz suscritos en La Habana, han optado por regresar a la montaña al temer por su vida, al haberse irrespetado dichos acuerdos por parte del gobierno del subpresidente Duque, colgado de la magistral dirección de los hilos del expresidente Álvaro Uribe, en quienes cae la principal sospecha de las masacres como método de desviar la atención, mientras actualmente tiene casa por cárcel y está siendo sometido a juicio a causa de innumerables crímenes de lesa humanidad, en alianza con el narcotráfico, el ejército de paramilitares y la mirada cómplice de los EE. UU.
Todo esto sucede en momentos en que Colombia, a mansalva del covid 19, con el pueblo en paros nacionales y en la calle presiona la renuncia de Iván Duque, quien, autorizando la represión policial, ha causado decenas de muertos entre la población. Y el expresidente Santos, el enmascarado de la paz, dice: «Paticas, pa’qué las tengo», sin un pronunciamiento ni una palabra sobre el atropello y burla del gobierno contra los Acuerdos de su Paz, y menos por el asesinato de 10 personas y 148 heridos a manos de la policía el 10 de septiembre de este 2020. ¿Y el Comité? Qué sé yo. Sobreviven más las palabras de Santos que el pueblo colombiano, cuando dijo, tras recibir el Nobel de la Paz: «Hay una guerra menos en el mundo y es la de Colombia». Santo y seña.
Carlos Angulo