EL CAPITULO NO CONTADO DEL CONFLICTO ISRAELÍ PALESTINO.
Por Daniel Matamala // La Tercera // 14-10-23
El 4 de noviembre de 1995, la paz en Medio Oriente parecía al alcance de la mano.
Israel y Palestina habían firmado los Acuerdos de Oslo, en que se reconocían mutuamente y avanzaban hacia una solución en que ambos pueblos pudieran convivir. El líder palestino Yasser Arafat; el primer ministro de Israel Yitzhak Rabin, y su canciller, Shimon Peres, recibían el Premio Nobel de la Paz.
Pero algunos querían evitar esa paz a toda costa.
Y lo lograrían.
Ese 4 de noviembre, Rabin lideró un multitudinario acto en apoyo a los acuerdos de paz, en el centro de Tel Aviv. Habló ante más de 100 mil entusiastas jóvenes. “Hagamos la paz”, fueron sus últimas palabras. Cuando dejaba el lugar, un judío ultranacionalista llamado Yagar Amir lo asesinó de dos disparos.
Amir gatilló el revólver, pero antes otros habían cargado de pólvora sus manos.
Tras la firma de los acuerdos de Oslo, rabinos fundamentalistas tacharon a Rabin de “traidor” y apuntaron contra él un din rodef, una autorización para asesinarlo.
Benjamin Netanyahu, entonces líder de la oposición, fue el orador principal en dos protestas contra los acuerdos, bajo el cántico de “Muerte a Rabin”. También encabezó una marcha escenificada como una procesión fúnebre del primer ministro, con una cuerda de ahorcar y un ataúd.
Rabin fue sucedido por su ministro Peres, quien convocó a elecciones. Estas parecían un trámite: las encuestas le daban veinte puntos de ventaja sobre Netanyahu.
Entonces intervino Hamás. El grupo fundamentalista islámico también consideraba los acuerdos de paz como una traición, y lanzó una campaña de atentados terroristas en las semanas previas a las elecciones. 59 civiles israelíes fueron asesinados en buses, plazas y centros comerciales.
Los atentados fueron exitosos: aterrorizados, los israelíes dieron la espalda a Peres y eligieron a Netanyahu, quien prometía ser el hombre fuerte que detendría el terrorismo. Ganó las elecciones por menos de 29 mil votos de diferencia, formó gobierno con grupos ortodoxos y ultranacionalistas, e hizo exactamente lo que Hamás quería: descarrilar el proceso de paz.
En Palestina también se impusieron los extremistas. El desplome del proceso de paz y la extendida corrupción restaron credibilidad a Fatah, el partido de Arafat, y potenciaron a Hamás. Tras una guerra civil entre ambos grupos, Palestina quedó dividida hasta hoy. Cisjordania es gobernada por Fatah, y la Franja de Gaza, por Hamás.
Amargamente, la BBC bautizó al de Rabin como “el asesinato más exitoso de la historia. Un acto de violencia que logró totalmente su objetivo”.
Amir asesinó a Rabin. Netanyahu y Hamás sepultaron su legado. Más de 11.500 palestinos y más de 2.600 israelíes han muerto desde entonces.
Este 2023, de nuevo los asesinos se encaminan al éxito. Terroristas de Hamás se infiltraron en Israel para ejecutar una masacre espantosa, ejecutando a sangre fría a más de mil hombres, mujeres, ancianos y niños indefensos. La respuesta del régimen de Netanyahu ha sido criminal. Más de mil palestinos han muerto en los bombardeos contra la asediada población de Gaza.
“Gaza estará bajo un cierre total. Estamos luchando contra animales humanos. No habrá electricidad, alimentos, agua ni combustible”, anunció el ministro de Defensa israelí, en una brutal deshumanización de los dos millones de habitantes de Gaza. El castigo colectivo a civiles se ha convertido en política de Estado.
Hamás sabía lo que hacía. Su ataque salvaje gatillaría una respuesta cruenta y quitaría legitimidad a quienes aún, a ambos lados de la frontera, empujan el diálogo para lograr una solución negociada. Porque, ¿cómo escuchar a quienes hablan de paz cuando nuestros hermanos están siendo masacrados?
Funcionó en 1996, y esperan que funcione ahora. Miles morirán en el proceso, pero para estos fanáticos, impacientes por establecer la dictadura divina en la tierra, las vidas de simples seres humanos son menudencias sin importancia.
Al provocar una confrontación extrema, los radicales hacen que todos elijan un bando, se envuelvan en una bandera y practiquen una empatía selectiva, en que los crímenes cometidos en nombre de una causa resultan menos terribles o más justificables que los que invocan la contraria.
Algo de eso hemos visto en Chile. Horas después de los ataques de Hamás, un grupo de artistas e intelectuales firmó una declaración hablando de un “acto de resistencia y legítima defensa”. “El pueblo de Palestina tiene derecho a resistir”, declaró el alcalde Daniel Jadue.
¿Asesinar a niños, ejecutar a familias completas, desnudar y exhibir como trofeos a mujeres, es “resistencia”? ¿Por qué tanta timidez de cierta izquierda en denunciar a terroristas que pretenden implantar una teocracia y que oprimen a mujeres y minorías? ¿Qué tiene de “progresista” rendirse al fascismo medieval de Hamás?
Hay un contexto, por supuesto: la brutal e ilegal ocupación de Palestina. Pero si una convicción debemos rescatar de nuestra propia historia, es que ningún contexto justifica las brutalidades contra civiles. Que los derechos humanos deben respetarse
siempre, sin importar cuál sea la religión, la nacionalidad o qué actos haya perpetrado el gobierno de la víctima.
Porque condenar la ocupación israelí y respaldar el derecho del pueblo palestino a tener su propia patria, no es en absoluto contradictorio con la repulsa ante el salvajismo perpetrado por Hamás.
Al revés: es la única postura coherente con nuestra humanidad.
Esto no es un partido de fútbol. No es un “ellos” contra “nosotros”. No hay ganadores. Se trata de dos pueblos víctimas de élites criminales que mantienen su poder a costa de atizar el conflicto.
Quienes propiciaron el asesinato de Rabin y quienes ordenaron las bombas antes de las elecciones; quienes masacraron a israelíes indefensos y quienes masacran a palestinos igualmente inocentes, en el fondo son lo mismo.
Son asesinos.
Y cuando tomamos bandos irreflexivamente, jugamos su juego. Ellos siguen triunfando.