Bajo la luz del farol y la flor de la caléndula

Nadie soporta la incongruencia sin procesar un poco la ternura. La piel necesita de su tiempo para poder volver a la caricia. Pudiésemos decir que hemos amado casi siempre con la brutalidad que contiene la inteligencia y la ingenuidad que hay detrás de la torpeza, pero cuando la vida es anónima en dos, cualquiera puede estafar al corazón.

Las relaciones analíticas desde cada extremo son objeto de la deriva. Un empoderamiento sospechoso de la razón ata un morral de justificaciones y una práctica suprapolicial. Es tanta la incisura personal en los grises dominios del otro. Como si el mundo del fracaso se arreglara perfeccionando al interlocutor…

Mientras tanto, la gracia a un tris de lo imposible se desvía ex profeso. Defendiéndose con minas personales, la acepción de creerse portador del cetro de una costumbre no toma en cuenta la verdad tapiada en el secreto de un silencio. Aquello que pudiera haber llegado a ser un adelanto de lo capaces que somos juntos, de ejercitar lo colectivo en tierra movediza, que es lo que significan las relaciones.

Y que, por el hecho mismo de estar constituidos de a dos, ya nos resulta inevitable analizar con esos códigos que interpretan el drama inestable de los que sin saber ya son un colectivo.

La insistencia que acecha con desnudar el individualismo del que nos ama con formación de otro tiempo busca proteger la debilidad de nuestro propio individualismo. Cuando descalificamos, nos escondemos, hacemos mal uso del miedo narcisista por desconocer el argumento. Además, es muy cómodo violentar en el otro la desesperación, que tiene nido de serpiente en lo determinado de una solapada inconformidad, cuando la rutina como extravío ha ganado la batalla a la belleza de los inicios.

Habitamos durante tanta vida reacomodando las orillas de la ignorancia, sin bajar verdaderamente a la estupidez de lo profundo, alabando la altura de lo que mueve trágicamente los hilos del atrás de la existencia, en la insinuación oculta de oxigenar los archivos muertos del pasado. Al parecer solo juntos —sin fantasmas o con ellos identificados— podríamos haber sido necesarios para producir más fuerza en la militancia de hacer caer, primero, la enfermedad de nuestras mismas estructuras y la propiedad privada heredada de ese dolor capital, que es luego emocional.

Mirar la belleza de ese paisaje impresionante entristece los ojos, por no habernos percatado de la necesidad de centrarnos en mirarlo y refrescarnos desde la simple sencillez que doró el barro. Y nos sostienen todavía los pies con los que seguramente hubiésemos salido, por nuestros propios medios, de este incendio personal.

Apenas sirvió como volcán testigo, obviado por esa manera de alejarnos para llegar a saber de manera inevitable, desde la distancia, que sí éramos de verdad, a pesar de habernos ido.

La muerte, la madre de todos los finales y en cualquiera de sus versiones —como, por ejemplo, partir—, en el fondo también deja ver la compasión de una última sonrisa en la clave de un destello, forma no sumisa de hacer del duelo el baile de los distantes. Estaba en nosotros el derecho de la alegría de incorporarse, igualmente, a la última fiesta de los abruptos, pero, por orgullo y políticas de la equivocación, no fue así.

Pareciese que preferíamos, en vez de luchar en este caos del recomienzo, donde hasta la gente se va sin hacer frío, ofertarnos como solícitos aprendices de espantapájaros de plaza, en los que ya llueve o niebla por dentro, en la oscuridad de anónimos cuerpos alejándose a la intemperie de un porvenir.

Suscritos a un mundo donde no nos preguntaron nunca nada, ni escogimos algo mínimo como el apellido y menos una incipiente cláusula sobre cuál era el camino a seguir cuando nos alcanzara la desolación.

La ausencia determinada por factores desconocidos, íntimos o foráneos obliga a movernos o humillarnos. A sabiendas de que es duro el paso, no debemos deslastrarnos de una almohada interior, pero no olvidemos ni tampoco subestimemos que ha de ser siempre con dignidad el no tropezar, mientras tanto, porque piedras sobran por donde uno va.

No hay que menoscabar el asidero, como visión del mundo por el que luchamos y defendemos. Y por lo que alguna vez, con insólita generosidad, nos incluyó encontrarnos, por el hecho mismo de que venimos a este mundo a existir, no a malmorir.

Lo fatal es un insulto que ejercitan aquellos contra los otros, cuando pierden la belleza inicial de lo que amaban. La vida domesticada deja de estar dormida esclavamente cuando a conciencia ya ha despertado.

II

El mundo es tan pobre que el amor se reduce a una pareja.

Pablo Soto

En ocasiones, nos preocupa el temor de ser vencidos por otro corazón, y no el compromiso de ser parte de lo mejor que hacemos, para acercarnos al sentimiento que entraña este mundo en agonía.

En ese incómodo lugar fabril del capital, 85 personas ganan 65 millones de dólares diarios, y esos mismos se molestan porque los obreros del mundo exigen un salario que les alcance. Sin incluir nosotros el incriminar a los potentados por la multitud de amores con hambre que no duraron, por haber sido tan mezquinos con aquellos sueños que murieron.

Y tal vez, sin querer darse cuenta por su insensibilidad, el daño irreparable que contiene la acumulación del privilegio y su avaricia.

Todas las riquezas en pocas manos y todas las guerras por mantener la economía como Dios manda ayudaron de algún modo a que te fueras, porque hemos tenido que dedicarle más tiempo a la lucha por materializar lo esencial que al paisaje de su corazón.

Y cuando aparecíamos justo donde andábamos en lo mismo, ya habíamos dado nuestra palabra —en nombre de los caídos y los pobres del mundo en lucha— de que jamás traicionaríamos esta sobredeterminación de clase.

Aquel instante en que nos vimos me hizo pensar que alguna coincidencia y gratitud habían pensado en nosotros. Y no precisamos, tal vez nunca, llegar a saber de esa responsabilidad que nos unía para sumar amorosidad y fuerza a la batalla. Ordinarios y toscos, carecimos de darnos cuenta de para qué era la fuerza contentiva de estos cuerpos adjuntados en lo súbito de una imposible opción.

Y nos fuimos empujando bruscamente a culpar a la ingenuidad por la vía de la desidia, la rutina y el cansancio de dolernos. Tal vez ahora identifico que sabíamos más del vicio de separarnos, que necesita bien vestirse para ocultarse, y no del acertijo, que solo le basta desnudarse sin ni siquiera estar pendiente de mostrar la evidencia de querer llamar la atención, al salir a caminar vía el comercio de nuestras emociones.

El hombre más rico —en dinero— del mundo no sabrá jamás lo milmillonarios que fuimos cuando nos sentamos cara a cara por primera vez a encender aquel fuego en un solar baldío y querido bajo la luna, la noche de un final de año, a asar solitarios la mejor comida pobre de los que se aman. Ese día bajamos del mundo para poder pensar en los otros en paz. Ese hombre que malnombro de opulencia ha acumulado más de 86 mil millones de dólares en los EE. UU., en medio de una fatalidad. Quienes, enloquecidos de sufrir, viven por matar 93 personas diarias, y, desquiciados, se desviven por planificar el blanco de una bala en el mejor descuido de un almado, para acertar en su dolor. Si los hubiese invertido en no dejar de ser pobre, tendría tal vez inolvidables amores platónicos, anónimos y reales como este del que hablo, innumerables historias sensibles para contar y le sobraría solidariamente vida donde caerse muerto de cansancio en algunos de los 86 mil millones de abrazos que harían huelga de sudor caído por verlo vivir siempre. Abrazarlo y protegerlo contra toda la malignidad, que produjo, de tanto atesorar dolores.

Nosotros, dos pobres mortales habitantes privilegiados de una probabilidad de remar otro mundo, aun sin estar ya juntos, todavía andamos colmados de seguir en la lucha, expuestos al descuido de un error. Por lo menos, yo siento todavía una sed no natural en el desierto de usted, lo que me avala la fiesta de que estoy vivo todavía, aunque no exento de morir en su vida por habernos dicho adiós.

A veces, debido a dolores domésticos, perdemos también la perspectiva, y ni siquiera sabemos dónde estamos parados, menos a qué lugar debemos asistir para temblar de indignación.

Así se nos va la vida, sentados dando la espalda al arcoíris. A lo mejor era lo más cerca que estuvimos de los nuevos días de volvernos seres de la alegría y de lo más claro de la transformación de un distinto pensar del cielo en la conciencia.

Cada 24 horas en el mundo mueren 371 mil 520 personas, y nosotros aún estamos vivos entre más de siete mil millones de pobladores que respiran en medio del aire y de la infamia. Solapados y cautos, en este triste tiempo imperial de las verdaderas desgracias, pero también de la alternativa multidiversa que pudiésemos elegir como cosmovisión si nos saliéramos fuera de la cerca a producirles soledad.

Dos ojos ven lo mismo, no obstante, a ninguno de los dos le está dado ver o mostrar al otro la emoción de lo que ve. A pesar de esa incomunicación, no evitan comprender, cuidar y amar al otro porque también saben de la misión de mirar con el ojo abierto o cerrado.

Cada sesenta segundos nacen 253 seres, y tú y yo fuimos dos de ellos alguna vez, y no uno de los 19 mil niños que dejan de existir cada día por hambre, enfermedades y otras causas evitables, si no fuesen hipócritas los objetivos de los organismos internacionales que dicen estar abocados a abolir ese infortunio. De no resolverse las calamidades injustas que produce la pobreza, se harán impostergables las condiciones amorosas integradas para que tampoco exista la riqueza.

Nosotros, aun en ese contexto causal del desamor, estábamos indispuestos al salto interno en la búsqueda de la sabiduría originaria. En ocasiones, ni humildes éramos para continuar, a pesar de saber de qué aldea veníamos abrazados, como un milagro, envueltos todavía en la carencia de afecto al universo.

Lo que oscilaba entre el infierno y la sumisión opacaba la lucha por las causas justas y la identidad histórica que nos conformaba como clase. Así iniciábamos la huida del abrazo, de la belleza que estaba designada, por efectos de la probabilidad, a seguir andando juntos en el descaro y la ofensa.

En nuestra incomodidad, insistíamos en la senda donde se incluía dar la espalda a la naturaleza que nos incluye como tal. De lo que se trataba era de aceptar que nosotros no éramos los importantes, sino lo que teníamos que hacer por los otros, que era hacerlo por nosotros mismos.

Nos hubiésemos topado con la interpretación de la torpe brizna en la tormenta y lo imposible de haber coincidido en conocernos para algo hermoso, en esta insólita existencia y en este país en algarabía nombrado decentemente Venezuela Bolivariana, de 31 millones 570 mil gentes en proyecto de reír, para no citar la imposible coincidencia de volvernos a reencontrar, cara a cara, en el denso número disperso de la demografía de este planeta.

Hicimos también caso omiso de aquello de que la perfección no se encuentra ni se encontrará jamás, porque la dejamos detrás de la misma inconciencia, desde el día en que nacimos. Y todavía me sigo preguntando por qué nos fuimos sin pelear por nosotros, si en nuestra práctica cotidiana la militancia era pelear por los demás.

A conciencia pareciera que fluimos para dejarnos ir y no para quedarnos, menospreciando la irrepetible opción de llegar a ser otra vez esta casual aparición en las vueltas que da el mundo, la del eterno inicio de los inusuales y agradables sentimientos de volvernos a ver en lo transparente de la inaugural mirada, como si fuera fácil la génesis de nacer otra vez entre sus brazos.

Era el margen de error universal que nos tocaba con su magia, esa de dejarnos ver y abrazarnos como la primera vez de los oasis. Esencialmente, cuando fuimos la calidez del crepitar de la madera, la esencia, y no el llanto personal que conspiraba de manera sistemática para coleccionar adioses. De seguro, todo en él mismo transcurre, pero al margen de donde veníamos, heridos, repetidos y absueltos, aparentemente para alargar la pena, como en el camino.

III

En el matrimonio,

lo único que agradece es la piel.

Lalo Moreno

El silencio es la caja trágica de la violencia, donde también se asfixian las palabras que nos negamos a decir. Ahí aprendimos a regurgitar en el oscuro cuarto de atrás, donde se vuelven hedores los alientos.

Anaqueles que imprimen y etiquetan los besos de una conjetura incesante, donde se ensañan los símbolos incandescentes contra el clamor que oxida los abrazos, extinguiendo el espejo al ser mirado como una invención de los solitarios.

Una vez más, el fuego de los volcanes —con sus faldas blancas bajo el chal azul— desmaya la extinción. La prioridad del absurdo interrumpe la paz de los demonios. Nos inserta vil, íntimos, en esta inhumana avalancha de epítetos feroces de una empobrecida guerra de amores que no da género al hastío ni al capital. Casi venciéndonos, aparta con dureza nuestras razones tomadas del supuesto prodigio de los lugares comunes. A fuerza de intimidación se acorrala el derecho a la definición, que teme transgredir. Quizás, la vida, junto a usted, pudiese haber sido el hogar de las cosas simples, pero hoy, después de tanto tiempo, sigo pensando cómo romperme el cráneo para no producir la misma historia. No me agrada para nada llegar solo a lo que han dado por llamar el éxito de la vida, hasta voltear, pobremente orgulloso, el sueño americano y ver a los que se quedaron, que eran precisamente aquellos que venían con nosotros en las buenas y en las malas. Considero preferible desatar esta sujeción y liberarnos de lo que, en fin, nada o poco llegamos a ser, ni tan siquiera para no dejarnos ir, sino seguir bordeándonos cual cementerios.

El horizonte también se incendia en el infierno como trenes fantasmas que se arrastran huyendo de la culpa. Un río de lágrimas desemboca el dolor en un mar de contradicciones. Leo donde raya el silencio. Interpreto lo que las paredes oyen sobre palabras suyas que el viento no pudo llevarse. La abrazaré de almohada, la lloraré de perfil en este cortejo y la miraré repetida en las calles, soñándola de la mano cuando cruce en las esquinas.

Me ocultaré en los andenes cuando se vaya. Me pintaré de ausente en las paredes para volverla a oír. Le hablaré por los parlantes donde se oyen las canciones complacidas de las radios. Dialogaré con fotos de su recuerdo bailando, que guardo como una ofrenda. Iré a los cumpleaños que le celebrarán en las redes, y esperaré que aparezca en los recuerdos que inventarían por el Facebook. Y en la hora cuando la distancia nos mida lejos, tan lejanos que ya se habrán arrugado las manos que nos dijeron con su movimiento lo nada nuevo del adiós. Allí, todavía haré la plana de lo mismo como un agradecimiento al portal que se abrió de par en par en aquel abrazo en Chiapas.

Similares, sujetos en la otra orilla que tanto acomodamos, se irán incorporando a las resoluciones como materia prima para ingresar a los engranajes insensibles donde todo lo nuestro se irá disponiendo a volverse recuerdo, parecido a aquellos conejos oscuros de Hayao Miyazaki, venidos del clarol.

Sugiero y clamo no doblar la imagen en esta hora del dibujo. Agua estancada, veo el ondaje como piedra al que está quieto. Analizando lo insolucionable, un lugar que ambos sabemos en el cual se desploma la desolación de un verso.

Ciertamente, vamos envueltos como una milpa en su antifaz, pero que nada nombre el temblor de los dientes, y que menos se desintegren los pedazos de hálitos de quienes aparecen íntimos de sombras en los huesos al sol. Distintos ya somos de camino y aspiro en esta hora un bálsamo de caléndula a los ojos conjuntivos.

No solo el olvido tiene miedo del recuerdo cuando la perfección es convicta de una pena. Que no haya poder en quien abate, ni sustento que busque enaltecer el triste enigma que reaparece en lo que espanta.

En el frío vivir de los que dejamos el techo por desprotegernos, se vuelve a reincidir haciendo alarde de la intemperie. Suerte aún en el inagotable caudal de generosidad y probabilidades con que nos espera la próxima vuelta, donde nos volveremos a bajar, sin olvidar la sed causal.

En ese mismo mundo, 103 millones de jóvenes carecen del mínimo de alfabetización, 700 millones de niñas se casaron antes de los 18 años, 1 millón 33 mil muertos fueron ocasionados por una mentira en la guerra de Irak, se estima que en América Latina y el Caribe mueren cada día 12 mujeres por femicidios y una de cada cuatro personas en el 2050 desandará un país con escasez límite de agua. Nosotros dos tampoco estuvimos incluidos en esas estadísticas, por suerte, tal vez, o por causalidad, en aquella misma coincidencia de encontrarnos, donde accionamos no al paraíso, pero sí, también, a andar amorados en medio del vendaval de lo cítrico que a pulso y con pinza nos sacaba de la desgracia.

Es de agradecer a esa ruleta vital que nos ubicó en un punto amoroso y profundo en acontecimientos y fuera de lo fatal. Aunque por menudas incongruencias ya no estemos habitando ese milagro bajo el mismo trozo de cielo que nos techa y el mismo país que nos facilitó un lugar donde pudiera detenerse la ruleta de encontrarnos.

Éramos muy conscientes en cuanto a que casi todas las naciones han padecido la vil intervención de los EE. UU. en sus diversas acepciones, incluso el corazón de todo aquel que ha decidido echar andar el derecho a un sueño. Responsables impávidos de unos 16 millones de muertos, nada más en las guerras de Corea, Vietnam y las dos guerras de Irak, eran gente como nosotros, y que de seguro en lo simple tenían igual a quién amar, y quizás mejor. En esas últimas batallas en las cuales han caído bestialmente incontables anónimos sin compasión alguna, quienes dejaron de manera temporal lo amado, y para siempre la vida, en Afganistán, Angola, República Democrática del Congo, Timor Oriental, Guatemala, Panamá, Granada, El Salvador, Indonesia, Pakistán, Sudan, Libia, Siria. Sin citar los muertos de la injerencia por métodos no convencionales, allí se calculan unos quince millones de muertos, de lesa gente. Concluyo que desde la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos están seriamente ligados a genocidios y crímenes masivos, por el orden de unos 31 millones de personas. Hoy, sin dolientes, y sin saber hasta dónde, cada uno iba desarrollando sus ganas de vivir y de amar, cuando desbordaron su sangre por alguna arma publicitada o método mortal de la injerencia.

Mas nuestro sueño personal, confuso o a destiempo, tampoco fue derribado allí en esa injusticia imperial y por no haber dejado de militar contra aquella tragedia universal, que nos sumía en un gran gasto de energía y preocupación sin descanso, contraria a toda libido, y ajena a cualquier sexualidad, nos colocaba a las puertas de un fracaso anunciado, teniendo, en muchas ocasiones, que ir en busca de auxilio y amores de emergencia en internet.

En fin, no hay manera de cuantificar los asesinatos que por distintas razones contabiliza la humanidad, además de los que están muriendo en este instante. Citemos tres niños por segundo, de hambre y enfermedades curables, si no fueran pobres, y nosotros, usted y yo, todavía seguimos vivos, aunque ya no juntos, e ignoro para qué.

Como mínimo, no agradecido del dolor que nos precedió con otro inciso para juntarnos, porque esa perversa carencia hizo su trabajo día y noche como un cáncer, para jugar el exacto y cuidadoso ajedrez de convertirnos en este adiós.

Mas nunca un poeta podrá certificar lo maravilloso que es la vida de otro, ni tendrá la sabiduría de reconocer la virtud de sus hechos en cada quien, porque él también vive dentro de ese mismo tiempo. Igual anda cuidándose de no caer de una nube sin hacer lo que le corresponde de historia. Al menos, que en el mundo ya no existiera el capitalismo, pero tampoco sería visualizar la vida de otro, sino la de un pueblo ajeno a una botella de agua en el desierto de la nada.

No nacimos para ser felices, ni perfectos, ni ricos a expensas del dolor de los que sudan diariamente el pan, la idea y la caricia. Eso de feliz, rico y perfecto son otras categorías que dejaron caer en medio de aquellos que andaban juntos para que subieran en falso la escalera y nosotros miráramos cómo era subir por un abismo.

Por condicionamiento, cada quien dispone de su peso maloliente para ser parte de la pudrición de la madre tierra. La vida está siendo acosada y acorralada y cualquiera tiene su argumento contra el que más ama.

Hay tantas cosas por hacer que sería irresponsable quedarnos para morir en nuestros mismos brazos, determinados por un dolor, como si la vida la pudiésemos parir a cada rato. Pero también irse solo, sin usted y sin comprender de qué parte estamos en esta lucha llena de fracasos, cuando nos da miedo vivir para avanzar, a cambio de trabajar para medio vivir y para que, indirectamente, otros mueran.

Mas no estamos hechos para las despedidas porque de este mundo nadie se va, solo hay proporcionales caminos con hermanxs en el hombro. Tampoco habrá final, porque la meta es el camino. Ni ausencia, porque creemos que nada más jugábamos a escondernos para ver si hacíamos falta.

Gracias por haber coincidido aquella vez y venir a citarnos en estos cuerpos, donde no hay manera de morir sin volvernos a ver bajo el único cielo que hemos visto, y que, por las tardes, no deja por fuera el morado de la identidad, el esmeralda de la mar, los azules y los diversos tonos de sus ojos ansiosos de vivir, casi distintos cada día.

Fidelidad de la lluvia a los que luchan por diversificar la horizontalidad, no este vacío de humanidad que va haciéndose mundo en nosotros, como el duelo de partir sin la memoria.

No hay soledad posible cuando la compañía es uno mismo en eterna lucha contra la miseria imperial.

Pues sí, es muy triste preparar el olvido. Vestirse con la misma ropa del encuentro y salir a dar la cara al gentilicio del agravio, pero sobreviviendo con muchas ganas internacionalistas y de trabajo voluntario, para vivir mezclado de acontecer. Pa´lante, es suficiente estar vivo en medio de la historia. Todavía respiramos. Lo demás depende de nosotros.

Sí, en el esfuerzo buscando entender y revisarnos cada vez, empujando, como sea, con conversa optimista o argumentos repetidos sin tregua, a los cuerpos y su portento de universo. Hay que negarse a despertar en otro mundo sin cortejo y en esta vida sin ti y los que andaban con nosotros.

La muerte no existe. Nunca la he visto. A usted sí.

Carlos Angulo