¿Qué sería de los gobiernos de derecha y del poder imperial que los sustenta si no pudieran pisotear sus propias leyes, normas y principios fundamentales?
Pensemos en la democracia misma, en las libertades de pensamiento, de asociación, de circulación, de expresión y de protesta. Una ligera revisión histórica y de las noticias del momento presente nos dirá que cuando la derecha tiene el poder y enfrenta algún tipo de contratiempo, lo primero que hace es restringirlas.
El ejemplo supremo de esto es el orden internacional representado por la Organización de las Naciones Unidas y su parafernalia de instituciones y normas que son aplicadas con extrema rigurosidad a los gobiernos de izquierda o de cualquier signo, siempre y cuando sean rebeldes ante el poder imperial. Estas reglas quedan sin efecto mediante el poder de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Y es así como vemos que Israel resulta exonerado de cumplir incluso las más elementales normas del derecho internacional y humanitario, por ser el hijo putativo de Estados Unidos en el Medio Oriente.
En el plano interno de cada uno de los países gobernados por la derecha —en particular si son de las fuerzas más retrógradas— este “derecho a desconocer el Estado de Derecho” ha sido y sigue siendo todo un clásico.
Historia de Venezuela
Veamos un momento las páginas de nuestra historia contemporánea: mucho más tardó el Congreso del primer período de la democracia (1959-1964) en aprobar la nueva Constitución Nacional (1961), que el presidente Rómulo Betancourt en suspender las garantías ciudadanas consagradas en ella y gobernar bajo régimen de excepción.
Ya “el Padre de la democracia” había suspendido las garantías consagradas en la anterior Carta Magna, en noviembre de 1960, ordenando a las tropas “disparar contra los bochincheros”.
[Los siguientes gobiernos de nuestra ejemplar democracia las mantuvieron así, suspendidas y al amparo de ello cometieron toda clase de tropelías contra la guerrilla y también contra luchadores sociales que no estaban alzados en armas, sindicalistas, estudiantes y cualquiera que fuera calificado a discreción como “vago o maleante”. Pero, claro, ese es un tema que implicaría un desvío muy prolongado].
El asunto de suspender las garantías se había convertido en Venezuela en un gesto automático del sistema político. Según algunos registros, hubo 21 decretos de suspensión de garantías entre 1960 y 1998. Incluso el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, que llegó al poder con el propósito de “modernizar” al país mediante un shock neoliberal, antes de cumplir el mes tenía las garantías suspendidas y al Ejército echando plomo a todo lo que se moviera en aquellas noches de toque de queda y sálvese quien pueda.
Naturalmente, CAP las suspendió también en 1992, cuando le clavaron dos knock-down mediante insurrecciones militares. En los días posteriores al 4 de febrero de ese año, hasta el derecho a informar fue restringido. Censores designados por el gobierno estuvieron presentes en las salas de redacción de los medios de comunicación, tomando decisiones sobre lo que se podía o no divulgar.
[El Colegio Nacional de Periodistas y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa organizaron un paro de un día para denunciar la censura. Los editores (incluso los que asumían poses de ser muy rebeldes y mascaclavo) se cuadraron con el gobierno de Pérez para impedir el paro. Varios delegados y directivos gremiales y sindicales fuimos despedidos por haber participado en esa protesta. Pero eso quedará para la historia del periodismo venezolano de finales del siglo XX, si es que alguien se anima a escribirla].
Hasta el insigne constitucionalista Rafael Caldera recurrió a la suspensión de garantías y decretó el estado de emergencia en junio de 1994, para enfrentar la crisis bancaria que le habían dejado como venenosa herencia Pérez, sus genios neoliberales y sus amigotes del sector financiero.
Inclusive durante los dos momentos en que la derecha ha retornado al poder en la Venezuela posterior a 1999 (de formas muy distintas entre sí, desde luego), la tierra arrasada ha sido su meta. Lo fue con el infame decreto de Pedro Carmona del 12 de abril de 2002, que barría con todos los poderes públicos; y lo fue en 2016, cuando la oposición derechista tomó el control de la Asamblea Nacional y pretendió primero derrocar al gobierno constitucional en seis meses y, luego, “gobernar” desde el Parlamento y mediante autojuramentaciones. En eso siguen, dicho sea de paso.
[Mientras tanto, durante los años del chavismo no ha habido suspensión de garantías ni siquiera durante los intentos de golpe de Estado, magnicidos fallidos, intentos de invasión extranjera, apagones, guarimbas y rebeliones malandras. Que conste en acta].
Una mirada al vecindario
Revisemos lo que ha pasado y está pasando en otros países gobernados por la derecha. Tal vez no haya expresión más sublime (es ironía, por si acaso) de los estados de excepción que la Ley Patriota de George W. Bush, tras el cada día más sospechoso atentado contra las Torres Gemelas.
Esa “legislación” (que contraviene su propia Constitución y todo el ordenamiento jurídico federal y estadal) le ha permitido a la élite de Estados Unidos iniciar varias guerras e invasiones, con saldo de millones de muertos e irreparables destrucciones de países enteros. También sirvió para violar los derechos humanos de miles de personas privadas ilegalmente de libertad, llevadas a cárceles sin ley como Guantánamo o Abu Ghraib, donde además fueron y siguen siendo torturadas y humilladas de las maneras más vergonzosas. Igualmente, la Ley Patriota y todos sus derivados han servido para aplastar cualquier disidencia interna de la democracia que se vende al mundo como paradigma. Si alguien protesta contra la violencia policial o cualquiera otra de las iniquidades de la sociedad estadounidense, basta con que lo acusen de terrorista y puede terminar tras las rejas de por vida.
Aterricemos ahora en tiempos más recientes y veamos como los estados de emergencia, excepción o como se llamen en cada país han sido empleados para reprimir protestas en Chile, Ecuador y Colombia, sin que ninguno de los presidentes ultraderechistas de esos países fuera ni siquiera reprendido suavemente por el tinglado diplomático ni mucho menos por la prensa global, tan dada a calificar de genocidas y delincuentes de lesa humanidad a otros mandatarios.
La actitud benévola también ha amparado al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, pues si algún presidente de izquierda o ligeramente progresista hubiese ejecutado una política de seguridad parecida a la de él, ya habría sido estigmatizado como perpetrador de violaciones graves a los derechos humanos de los privados de libertad.
Pero, vamos a lo más actual. El Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) del presidente argentino Javier Milei es un compendio de arbitrariedades tan completo contra los demás poderes públicos que pareciera que se lo copiaron del ukase de Pedro Carmona. Pero en las esferas diplomáticas y mediáticas no hay ninguna condena, ni siquiera leves cuestionamientos a esas acciones porque Milei es hoy por hoy uno de los consentidos del imperio y de las oligarquías latinoamericanas. Si él logra imponer su plan ultraneoliberal, paleocapitalista y proclamadamente “libertario”, será el modelo a seguir en el resto del continente. No es de sorprender que junto al paquete económico profundamente antipopular, se esté escalando en el campo de la represión, mediante las normas draconianas que pretenden criminalizar cualquier protesta.
Y así llegamos a Ecuador, donde ha gobernado la derecha durante los últimos siete años, pero se responsabiliza a Rafael Correa (execrado del sistema político a lo largo de ese tiempo) de lo que está pasando en materia de seguridad.
Los eventos ocurridos conducen, como es costumbre, a la declaratoria del estado de excepción y al otorgamiento de amplias venias para la actuación de la fuerza pública.
Más allá de la polémica sobre algunos de los incidentes que detonaron la medida, está claro que el muy reciente gobierno de Daniel Noboa tiene ahora la oportunidad de imponer, igual que trata de hacerlo Milei en Argentina, eso que algunos analistas llaman posdemocracia con autoritarismo de mercado, en la que cualquier disidente de las políticas de ajuste económico (y de exclusión del adversario ideológico) pueda ser encarcelado, multado y, sobre todo, escarnecido a través de la maquinaria mediática.
Podríamos abundar mucho más en este tema, pero ya hemos visto suficientes ejemplos de que los gobiernos de derecha necesitan quebrantar principios, constituciones y leyes para sobrevivir en sus cacareadas democracias. Lo necesitan y tienen licencia para hacerlo.
Es una seria advertencia para quienes todavía creen que las fuerzas reaccionarias van a respetar algo si retornan al poder en un país como Venezuela que ha sido una piedra en el zapato para los factores hegemónicos durante un cuarto de siglo.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)