Lo siento, Borges, la eternidad también cansa (III)

16/05/2024.- Ante la subestimación de su obra, creía que no resistiría el peso de los próximos cien años. Y cien años ya contienen una buena cuota de vanidad. Vanidad, única razón por la cual podría haber aceptado el Premio Nobel.

Del elogio a los militares también escribió su contraparte:

En tiempos de auge, la conjetura de que la existencia del hombre es una cantidad constante, invariable, puede entristecer e irritar: en tiempos que declinan (como estos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador podrá empobrecernos.

En otra contingencia, enunciaba que ser conservador es una forma de escepticismo político. Una burla o una verdad ostentada en la resignación y en esperanzas frustradas que no dejan de ser vigentes hoy, en nuestro desafortunado progreso y proceso político.

Para hacerse más inmortal, recogió con pulcritud sus huellas y desvirtuó con precisión los datos de su existencia. Como un excelente epílogo, decidió morir lejano como una afronta que no es, al decir de su verso:

Quien se aleja de su casa, ya ha vuelto. Ancestral y nuevo. Devolverse desde la ceniza como fénix. Metáfora donde el tiempo es un fuego que lo consume, pero continúa en el fuego, porque él es el fuego, nada más extenso, ni efímero, ni más supremo.

O quizás una señal de agradecimiento por el asombro que lo sostuvo: «(…) por el fulgor del fuego / que ningún humano puede mirar sin un asombro contiguo».

Última posible imagen venida desde lo más hondo de lo antiguo, de la antesala del delirio, de lo posterior del inconsciente y del tiempo.

Casi como si insistiera que vejez-niño o muerte-vida son la simbología más evidente de la concepción esférica del discurrir. Pero la muerte es otra cosa. Duda: «No sé si volveremos en un ciclo segundo / como vuelven las cifras de una fracción periódica; / pero sé que una oscura rotación pitagórica / noche a noche me deja en un lugar del mundo».

Deceso y génesis, un largo infinito que no cesa de ser inalcanzable. La terrible ansiedad de perseguir la definición final de todo, que lo rescate de la incertidumbre o la ternura de no se sabe qué, qué viaje, qué lugar, qué necesidad irreductible de continuar o de comenzar sin descanso. O de estar repetido y simultáneo en alguna otra parte.

Una aferrada actitud donde la muerte calma, sustentada apenas por un andén que no es más que la espera de la nada, pues, no obstante, acrecentarse con la imagen circular de todo lo que existe (vida, tiempo y espacio) tiembla ante la dramática obsesión de saberse real. Pienso en la muerte como si fuera una especie de puerto, una suerte de salvación, porque estoy seguro de que no hay otra vida.

Nadie baja dos veces a la muerte con la misma vida. Contra ello y entre las dársenas, a punto de llegar el canoero de las aguas del olvido, pulsó su última certeza: «(…) en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome». Esperanza natural, quizás. Nada está muerto, excepto lo que nunca estuvo vivo.

Sabrás ahora que la continuidad que tanto defendías era el antifaz de inertes sumas y la miseria de que estamos hechos. Sabrás también que a lo mejor es preferible la irrupción de lo detenido a que los extremos se abracen para dolernos. Lo siento, Borges, la eternidad también cansa, y la inmortalidad tampoco nada nos resuelve.

Ahí quedan las cosas cotidianas: el bastón, el dinero y las puertas y los últimos poemas que te sobreviven. «Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido».

Y yo ahora, también incierto, como toda lejanía, me debato en la duda de no sé en qué ayer, qué mañana, bajo qué lluvia ni qué cielo estaré igual, multiplicado y simultáneo, escribiéndote. Y como tú, ante el abismo del asombro y del misterio, por si acaso suplico:

«(…) mi Dios, mi soñador, sigue soñándome».

Carlos Angulo