Kellie-Jay Keen-Minshull,, alias Posie Parker, en un mitin en Edimburgo, abril de 2024. Fotografía de Iain Masterton/Alamy Live News.
04/Dic/2024
[Artículo de Sophie Lewis, donde se hace una descripción histórica del desarrollo de las posiciones transfobas en el feminismo de habla inglesa, y de su relación con la derecha más conservadora. NdR]
Hoy en día, a menudo son las autodenominadas feministas quienes publican artículos tránsfobos en los medios más grandes del mundo. Desde Newsweek al New York Times, pasando por el New York Post, condenan la lacra de la “ideología de género” en nombre de los derechos de las mujeres. La autora más rica del mundo, J.K. Rowling, es una ferviente defensora de la protección de las mujeres cis frente a las trans, manteniendo cisexuales a toda costa espacios como baños y taquillas deportivas. La cruzada para que los espacios segregados por sexos sean cisexuales, importada del mundo británico, abarca las cárceles estadounidenses, los centros de salud reproductiva, los deportes, los baños, las escuelas, los salones de belleza, los vestuarios y las noches de bolleras. Conocemos a estas feministas como TERF (acrónimo de Trans-Exclusionary Radical Feminist), feministas radicales trans-excluyentes, (aunque ellas rechazan el término por considerarlo un insulto misógino. Rowling cacarea que “el intento de silenciar a las mujeres con la palabra `TERF´ puede haber empujado a más mujeres jóvenes hacia el feminismo radical de lo que el movimiento ha visto en décadas”. La expresión preferida de este campo es “feminismo crítico con el género”.
Una alianza antigénero une a estas feministas con la extrema derecha internacional, el Vaticano y los evangélicos conservadores. Las principales feministas críticas con el género han disfrutado de recepciones amables de personalidades de los medios de comunicación como Tucker Carlson, han recibido financiación de organizaciones conservadoras como la Alliance Defending Freedom y la Heritage Foundation, e incluso han protestado contra la atención sanitaria trans codo con codo con supremacistas blancos autodeclarados como los Proud Boys, todo ello mientras colaboraban con los nacionalistas de MAGA en piquetes contra instituciones de afirmación trans, incluidos balnearios y bibliotecas públicas LGBTQ-friendly. Aunque esta coalición es extraña, no es improcedente: podemos ver sus raíces en la colaboración entre feministas blancas y cristianos de derechas en los años setenta y ochenta que trataron de criminalizar la pornografía y el trabajo sexual. Mucha gente de izquierdas tacha a estas mujeres de falsas feministas. ¿Pueden ser realmente feministas en algún sentido significativo si se organizan contra las mujeres trans? ¿No puede el feminismo simplemente expulsarlas de sus filas?
Me gustaría sugerir que hay corrientes de pensamiento que son auténticamente feministas y, a la vez, irredimibles, incluso fascistas. El feminismo antitrans surgió por primera vez como la réplica contrainsurgente al feminismo utópico a principios de la década de 1970, en respuesta a una eflorescencia de radicales sexuales y abolicionistas del género que, en general, acogía con agrado a las mujeres trans. La réplica se produjo en un momento en el que el liberacionismo de las mujeres aún era optimista, pero empezaba a enfrentarse a la creciente ola de conservadurismo tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos. Aunque las ideas antitrans germinaron en los márgenes del feminismo ya en la década de 1960, cobraron mayor fuerza hacia 1973, cuando muchas feministas radicales se pusieron más a la defensiva, recurriendo a peticiones de protección del Estado (contra la pornografía y las agresiones sexuales) y recurriendo a pruebas científicas del estado vulnerable de las mujeres, un esencialismo de género en torno al sufrimiento que situaba experiencias dolorosas como la violación y el parto en el centro de la experiencia femenina. 1973 fue, de hecho, el año –según Alice Echols en su historia del movimiento feminista de EE.UU., publicada una década después– en que el feminismo revolucionario dio paso al nacionalismo cultural femenino. Como teoriza hoy la estudiosa feminista Emma Heaney, “el cisgenerismo (cisness) es la contrarrevolución del feminismo”. Las feministas radicales que se convirtieron en TERF optaron por un pesimismo restrictivo sobre lo que es ser mujer, excluyendo a las mujeres trans con el argumento de que sólo una mujer natal podía entender el dolor que yacía en el corazón de ser mujer y cualquier otra era una infiltrada.
La aparición del feminismo tránsfobo en EE UU en la década de 2020 nos ofrece una valiosa oportunidad para comprender, de una vez por todas, que el reclamo de una mujer por el poder de las mujeres a veces forma parte de una matriz de dominación. Desvelar la historia del feminismo radical trans-excluyente puede hacer más difícil descartar a las tránsfobas profemeninas de hoy como estafadoras no feministas. A su vez, hacerlo sólo puede reforzar nuestra capacidad como feministas para luchar contra ellas, sin preocuparnos primero de negociar sus carnés feministas. Tal vez deberíamos romper la casa del feminismo, esa fortaleza maltrecha y querida en la que tantas de nosotras no hemos vivido bien, y nombrar a algunos feminismos como nuestros enemigos. Corresponde a las feministas radicales de hoy aprender de nuestras ancestras cómo –tras movilizaciones agitadoras como las de 1968 y 2020– el ala reaccionaria del feminismo asoma la cabeza en un intento de devorar y neutralizar el ala revolucionaria de la liberación de género.
Ahora, retrocedamos medio siglo. Estamos en 1973, y el derecho a dejar de estar embarazada acaba de ser (más o menos) reconocido legalmente en Estados Unidos. Pero la izquierda radical utópica -incluido el movimiento de liberación de las mujeres– está implosionando lenta y dolorosamente. La contrarrevolución capitalista que llevará a la era Reagan le está pisando los talones a todo el mundo. Algunas feministas ya han empezado a renegar de las visiones más ambiciosas del movimiento, como la abolición de la familia y la disolución de la distinción de sexos en sí misma, en pro de una visión maternalista de sororidad no violenta, unida universalmente por la capacidad sexuada de dar vida. Las feministas que favorecen este retrato biológico sobre la sororidad tienden a excluir a las mujeres trans del seno feminista.
Las crecientes diferencias estallaron en la Conferencia de Lesbianas de la Costa Oeste (West Coast Lesbian Conference) de 1973, un multitudinario encuentro celebrado en Los Ángeles. Robin Morgan, neoyorquina nacida en Florida, poeta, escritora, celebridad radical y editora de la antología clásica La sororidad es poderosa, fue la oradora principal a pesar de que estaba casada con un hombre. Tal vez por el sentimiento de culpa que le producía esta situación conyugal menos-que-lesbiana, Morgan se pasó todo el fin de semana llegando a extremos extraños para justificar su propia inclusión, al tiempo que intentaba que Beth Elliott –una mujer trans que había organizado la conferencia– fuera expulsada por la fuerza. Una y otra vez, Morgan exigió la exclusión de Elliott y de todas las mujeres trans de la WCLC por todos los medios. Un grupo separatista, las Gutter Dykes, intentó sacar a Elliott del escenario, pero fue derrotado por una avalancha de solidaridad protrans.
El discurso de Morgan incluyó un largo ataque a Beth Elliott que impactó a las cerca de 1.000 asistentes. “¿Se atreve, se atreve a pensar que él entiende nuestro dolor?”. bramó Robin, haciendo misgender cruelmente a la artista musical ante la multitud enfurecida y confusa. “Le acuso de oportunista, infiltrado y destructor, con mentalidad de violador. Y las mujeres de esta conferencia sabéis quién es. Y ahora. Podéis dejarle entrar en vuestros grupos o podéis enfrentaros a él”. Pero fue Morgan quien tuvo que enfrentarse a ella. Una vez más, las Gutter Dykes apartaron a las organizadoras del micrófono en un intento de hacer que un millar y medio de personas volvieran a hablar de los fracasos de la conferencia en relación con el transexualismo. Las participantes empezaron a “gritar que no querían oír hablar más de eso”. Y entonces, de la nada, intervino una mujer trans. El diario de Nancy MacLean, asistente a la conferencia, informa:
“Hay una mujer ciega que quiere subir al escenario…. La ayudo a subir…. Golpea el podio, insiste en hablar. Suplico al público, a las Gutter Dykes…. Finalmente la dejan hablar. ¡Es TRANSEXUAL! Muy emocionada, temblando tanto que apenas puede mantenerse en pie, aferrándose al micrófono grita que estas mujeres están crucificando a Beth y a todas las transexuales:`¿Cuánto dolor debe aguantar? ¿Por qué la atormentáis? Sois más opresivas que nuestros opresores´.
Las Gutter Dykes renunciaron al micrófono.”
Para la feminista del siglo XXI que nunca ha oído hablar de este momento cismático y que quizás se ha creído la narrativa de que la transfobia y el esencialismo biológico eran intrínsecos a la Segunda Ola del feminismo, leer la revista del movimiento Lesbian Tide es toda una lección. El discurso de Morgan se reimprimió en el número de mayo-junio de 1973, pero se colocó al final en letra pequeña, entre colaboraciones que criticaban a Morgan y se oponían a su sabotaje de la conferencia. El diario de MacLean recoge las reacciones de las participantes ante el conflicto en el escenario: “Esto no puede estar pasando. Esta mujer insiste en que no se permita actuar a Beth Elliott porque es transexual”. “¡Eso es mentira! La anatomía NO es el destino”. En su propia contribución, “De infieles e inquisiciones” (Of Infidels and Inquisitions), Elliott atestigua que la solidaridad que experimentó “mantuvo viva mi fe en el género femenino (womankind)”. En cuanto a la propia Morgan, sin embargo, afirma con dignidad: “personalmente desconfío de quienes odian a los hombres más de lo que aman o hacen algo positivo por las mujeres”.
Por su parte, en sus memorias Going Too Far (1977), Morgan reescribió los sucesos de Los Ángeles para retratarse a sí misma como una estrella valiente que se limitó a decir lo que todo el mundo pensaba sobre “un macho engreído con gafas de abuela y bata de madre tierra”. Beth era “la única persona allí que llevaba falda”, espetó Morgan, señalando el alejamiento de lo femme de lo que ella consideraba el uniforme “andrógino” apropiado en la escena lésbica. La “presencia forzada” de Beth, vergonzosamente consentida por sus colegas organizadoras de la conferencia, supuestamente provocó que las asistentes a la conferencia regresaran “a sus casas indignadas”. Going Too Far incluso sostiene que el atuendo femenino, cuando lo lleva un “hombre”, es el análogo directo del blackface –una burla a “nuestras madres, y sus madres, que no tenían otra opción, que llevaban vestidos molestos y tacones de aguja de tortura para sobrevivir, para conservar el trabajo, o para conservar a sus maridos porque ellas mismas no podían conseguir trabajo”.
En su insistencia apocalíptica en que el sufrimiento de las mujeres cis no puede ser conocido ni compartido por otres, Morgan adopta una visión desoladora de lo que constituye la identidad femenina. Aparentemente, una mujer de verdad sufre desde que nace hasta que muere, un dolor que definirá su identidad como mujer. Compartir la feminidad con personas que eligen atribuirse la identidad femenina en lugar de sobrevivir a ella se siente como una amenaza. “Me tratáis como los hombres tratan a las mujeres”, escribió Elliott. “La idea de que yo pueda ser igual que vosotras os amenaza, así que me reprimís”. En su batalla por garantizar la santidad de la opresión de las mujeres, Morgan descarta así la posibilidad de que las feministas trans y cis puedan enfrentarse al mismo enemigo y unirse en la misma lucha. Preservar su identidad [cis] exige pisotear la de ellas.
Tras su muerte, Elliott recuerda una pesadilla en la que habla con Morgan: “Eres una fascista jodidamente buena”.
Avanza conmigo hasta 2013. Han pasado 40 años desde la West Coast Lesbian Conference y la misma controversia, más o menos, se está desarrollando en Deep Green Resistance (DGR), otro grupo feminista radical autodenominado de la Costa Oeste. Las ideas antitrans que surgirían de este pequeño grupo se convertirían en influyentes entre las feministas británicas que buscaban con nostalgia certezas contrarias en medio de un parón en la organización radical en Occidente.
Las autodenominadas ecofeministas Lierre Keith y Derrick Jensen empezaron a organizar DGR en California alrededor de 2011 y publicaron su manual del movimiento del mismo nombre en 2011, que dedica muchas páginas a la fuerza destructora de la vida que es el “sadismo sexual masculino a escala masiva”, que se manifiesta en todo, desde la pornografía y la violación hasta la deforestación. El grupo operaba “sobre el terreno” –es decir, se declaraba no violento y respetuoso con la ley– y, como tal, es difícil decir de qué planes de ecoterrorismo fue realmente responsable la DGR, si es que lo fue de alguno. Sin embargo, abogaban por que otras adoptaran una estrategia subterránea de “guerra ecológica decisiva”, en la que pequeñas células de acción directa atacaran infraestructuras energéticas fósiles o incluso asesinaran a autores de ecocidio. Perseguida por el FBI desde el principio, la DGR también fue duramente criticada por otras feministas y ecologistas de tal forma que muchas calificaron sus tendencias como “ecofascistas” (una caracterización que el grupo niega). Durante el período 2011-14, el grupo implosionó a medida que Keith y Jensen promovían virulentas campañas tránsfobas, atacando a las mujeres trans de su entorno. El comportamiento del dúo fue objeto de crónicas atroces en Internet durante años, fascinando y horrorizando a ecologistas de todo el mundo. Las “generistas” (genderists), como les deep-greeners (simpatizantes de la DGR) afirmaban que las feministas trans y sus aliados eran enfermos que profanaban la naturaleza, matones corpulentos cubiertos de purpurina, eugenistas que odiaban a las mujeres y mutiladores del cuerpo, que esterilizaban químicamente a los no aptos como hacían los nazis. Yo seguí los acontecimientos de la desgracia de la DGR desde el entorno de la justicia climática en el Reino Unido.
La DGR fue influenciada, en parte, por una de las escritoras preferidas de Robin Morgan: la teóloga lesbo-feminista radical ex católica Mary Daly, nacida en Schenectady, que enseñó filosofía en el Boston College durante 33 años, a partir de 1966. Daly no es muy conocida hoy en día, pero suele interesar a los estudiosos eclesiásticos por sus críticas ecofeministas pioneras del patriarcado religioso como ginocida y necrófilo, especialmente The Church and the Second Sex (1968) y Beyond God the Father (1973). En la década de 1970, se obsesionó con la idea de que las mujeres trans –que se relacionaban con la ecología por constituir ofensas a la Madre Naturaleza– “invadían nuestros espacios privados” y “jugaban con las simpatías de las mujeres” utilizando la “mentalidad de más oprimido que tú”. En una entrevista de 1979, proclamó: “Estos hombres no tienen pene, pero todo su cuerpo, toda su mente sigue siendo un pene. Sus ojos son penes, sus manos son penes”. Del mismo modo, en el libro de metaética feminista de Daly, Gyn/Ecology (1978), las mujeres femeninas aparecen como “marionetas de papá” lobotomizadas y taradas. Fantasea con una asamblea lésbica presidida por una magnífica “Chaircrone” pero interrumpida por “infiltrados infernales” y “demonios”. Aparecen mujeres trans descritas como “eunucos” y una lleva una pancarta que dice: “Soy una lesbo-feminista transexual de hombre a mujer [male-to-female]. Acogedme”. Las “brujas empiezan a vociferar”. A lo largo de más de 400 páginas, Daly ironiza sobre las “malfunciones” (Male-Functions), el footbinding, el mindbinding, el “ginocidio”, las “sirenas masculinas” y la omnipresente repugnancia de la “sociedad falo-técnica”, de la que las mujeres trans son una parte fundamental.
Yo misme ya había observado, alrededor de 2013, el auge gradual de un “ecologismo völkisch”, en el que el cuidado de la naturaleza está ligado al nativismo, al tradicionalismo sexual y a la defensa férrea del territorio. Incluso David Foreman, el fundador de la red anticapitalista de acción directa Earth First!, se acercaba a grupos antiinmigrantes como Californians for Population Stabilization. Por todas partes aparecían artículos de opinión que promovían una visión romántica y antiindustrial de la vida natural y una estética tácitamente xenófoba del localismo sostenible, en la que los estilos de vida extranjeros y genderqueer quedaban fuera del estado de armonía reproductiva deseado por el país. En los márgenes de la derecha reaccionaria, los veganos explícitamente nostálgicos del conservacionismo nazi invocaban crisis ecológicas para justificar acciones de violencia extrema, como la limpieza racial o la esterilización forzada. En 2017, los temas de conversación del autodenominado “nacionalista verde” inglés Paul Kingsnorth, fundador del Dark Mountain Project, circulaban ampliamente, lamentando la “ruptura de todo, desde las identidades de género hasta las fronteras nacionales” en las páginas de The Guardian.
Estas políticas nostálgicas facilitaron el sorprendente ascenso de una ex activista de la Deep Green Resistance en Norteamérica: la ecofeminista severamente antipornografía y conspiracionista antisemita Jennifer Bilek. Sus raíces están en la defensa anarco-primitivista de los bosques, y sus influencias ecofeministas y antiindustriales siguen siendo evidentes. “Las mujeres se han convertido en territorio ocupado”, escribió en su blog en 2021, “como las Américas en el siglo XVI. Las mujeres luchan por mantener sus espacios segregados por sexos, igual que los indígenas intentaron mantener su tierra”. Pero el sitio web que Bilek dirige en la actualidad –titulado apocalípticamente “The 11th Hour”– se dedica en gran parte a exponer una supuesta cábala judía de multimillonarios que financian el transgenerismo mundial.
Según la académica Naomi Alizah Cohen, el antisemitismo moderno y la transmisoginia se solapan de manera profunda. No es casualidad, sugiere Cohen, que las TERFs se encuentren con tanta frecuencia cerca de podcasts que pregonan conspiraciones judías de “transhumanismo”. Para los nacionalsocialistas, escribe, la figura de la mujer trans representaba “la creación más aborrecible del judío”. Superficialmente, por supuesto, todas las cosas semitas estaban alineadas dentro del nazismo con los bajos fondos del Berlín de la era de Weimar de muñecas, mariconería femenina, transexualidad y travestismo.
Pero las personas transfemeninas, en concreto, eran las figuras que el fascismo alemán consideraba judías por estar formadas contra la naturaleza –mutantes impuras, como el monstruo de Frankenstein– y Cohen sostiene que las bases de la transmisoginia y el antisemitismo se construyeron juntas en esta época: Por un lado, está el cuerpo “natural” del ario orgánico y autóctono (bueno), y por otro, el espectro “artificial” del errante, alienígena camuflado (malo). Tanto las mujeres trans como los judíos pertenecen aquí al dominio de las artimañas, la falsedad, la disgenia, el no-lugar, la amorfidad, la degeneración y lo demoníaco. Las personas arias y cisexuales, por el contrario, pertenecen al dominio de la verdad, la tierra, el propósito primigenio, los contornos limpios y las fronteras palpables.
Pero, ¿por qué debería importarnos una vendedora ambulante más de antisemitismo? Es fácil objetar que Bilek y sus camaradas de la DGR son la definición de marginal. Pero la voz de Jennifer Bilek impregna el feminismo “crítico con el género” dominante. Una lista increíblemente larga de organizaciones benéficas y personalidades establecidas TERF y “LGB” han promovido las teorías de Bilek sobre las tramas “biofóbicas” “generistas” desarrolladas por las magnates judías transgénero “transhumanistas” Martine Rothblatt y Jennifer Pritzker. Mary Harrington, autora del manifiesto de 2023 contra la ideología de género, Feminism Against Progress, y mimada de la derechista Heritage Foundation, es una de ellas. Los artículos de Bilek fueron tuiteados por una antigua editora de The Economist, Helen Joyce, aunque Joyce la ha desautorizado desde entonces. Un informe de la organización Health Liberation Now! señala que Bilek tiene partidarios en grupos antitrans, como el Frente de Liberación de las Mujeres (WoLF), que recibe financiación de la Alliance Defending Freedom y ha colaborado con la Heritage Foundation.
Como cabía predecir, la marca de Bilek ha prosperado mejor hasta ahora en Inglaterra, o como algunes la llaman estos días, “la isla TERF”. En los años ochenta y noventa, el declive general del feminismo revolucionario de izquierdas y el correspondiente crecimiento del “nacionalismo cultural femenino” acompañaron el ascenso gradual de algunas exradicales a los escalones de privilegio institucional y mediático, con interminables columnas para el cinismo y la amargura antiutópica de estas mujeres. La feminista británica australiana Germaine Greer, ex radical, marcó la pauta de gran parte de la desagradable realpolitik antitrans que le valdría a Inglaterra su reputación de TERFish a través de libros como Sex and Destiny (1984) y The Whole Woman (1999). A principios de la década de 2000, columnistas feministas de The Guardian como Julie Burchill, Julie Bindel y Suzanne Moore se unieron a Greer para gruñir sus mejores chistes sobre las mujeres trans en una rotación constante, haciendo referencia a pollas cortadas, doctorados posmodernos y agujeros supurantes. Durante este tiempo, las feministas antitrans ocuparon una franja asombrosamente amplia del ecosistema mediático del Reino Unido.
En la actualidad, autodenominadas activistas de los “derechos basados en el sexo” del Reino Unido como Harrington, J.K. Rowling, la youtuber “Posie Parker” (Kellie-Jay Keen-Minshull) y académicas renegadas como Kathleen Stock lideran la carga contra el “transgenerismo” en publicaciones como UnHerd, Quillette, Compact, Daily Mail, The Telegraph, The Times, The Critic, The Spectator y Tablet, pero también The Guardian y New Statesman. Esto es posible gracias a una cultura nacional de antiutopismo sin-sinsentido. Como ha dicho la escritora Asa Seresin, “el compromiso con la miseria, con ser una `mujer malditamente difícil´“(sobre todo burlándose y bloqueando los intentos de autorrealización de los demás) respalda el obstinado prejuicio antitrans. Reinventar la propia identidad de género es, para las TERFs, una forma de individualismo avaricioso que insulta a las llamadas mujeres corrientes.
Todavía me sorprende la comodidad con la que las feministas abiertamente reaccionarias recién llegadas al carro antitrans se sientan junto a una vieja guardia feminista de izquierdas en ese pequeño ecosistema mediático. La feminista liberal creadora de Hogwarts actuó como el puente que hizo esto posible cuando, en 2020, empezó a decir cosas como “Me niego a inclinarme ante un movimiento que creo que está haciendo un daño demostrable al tratar de erosionar a la mujer como clase política y biológica”. El Día de los Inocentes de 2024, Rowling tuiteó burlonamente una lista de nombres y fotografías de mujeres trans (algunas de ellas delegadas de la ONU, otras delincuentes sexuales convictas) antes de llamarlas a todas “hombres” peligrosas para las mujeres y desafiar a las autoridades del Reino Unido a que la detuvieran por un delito de odio. Ahora incluso se dedica a una forma de negación del Holocausto cuando se trata de los hechos bien documentados de que el Tercer Reich persiguió a las mujeres trans y quemó la investigación sexológica trans. Julie Bindel, liberacionista de las mujeres desde hace mucho tiempo, consiguió un contrato para un libro antitrans en este ambiente (Feminism for Women), al igual que Victoria Smith (Hags), y todo el mundo parece hablar bien de todas las demás; sin duda, The Guardian les otorga a todas la misma crítica calurosa. Sin ironía, todo el grupo utiliza algunos de los medios de comunicación más prestigiosos que existen, año tras año, para quejarse de están siendo silenciadas.
Cuando se trata de Estados Unidos, bueno, hace cinco años, el TERFismo era lo suficientemente marginal como para justificar una explicación en el New York Times (“Cómo el feminismo británico se volvió antitrans”). Ahora, por el contrario, nadie pestañea cuando alguien como la feminista Helen Lewis, famosa por su enrevesada política en torno a los derechos trans (sí, las mujeres trans son mujeres, ha dicho, pero no se les debería permitir entrar en los vestuarios femeninos), ofrece una larga crítica a las obras feministas reaccionarias y sus ideas heréticas en The Atlantic, preocupándose de que las feministas estadounidenses tengan miedo de “enfrentarse a cualquier argumento feminista reaccionario” para no ser “tachadas de fascistas e intolerantes”. Pero, en realidad, no tiene por qué preocuparse. La jurista estadounidense Erika Bachiochi promueve el “feminismo realista sexual”, que sostiene que existe una feminidad biológica esencial que no puede ser adoptada por las mujeres trans, y reunió a defensores de los derechos de las mujeres antiaborto para ayudar a derribar el caso de Roe contra Wade. Mientras tanto, en el New Yorker, la periodista Michelle Goldberg trató extensamente ideas antitransfeministas marginales, como la teoría de la autoginefilia de la feminidad trans (un marco patologizante según el cual muchas mujeres trans son simplemente hombres excitados por la idea de sí mismos como mujeres). La ex columnista del Wall Street Journal Abigail Shrier causó sensación en 2020 con Irreversible Damage, una denuncia sensacionalista y autoproclamada sobre las clínicas de género que ayudan a adolescentes trans, cuya portada muestra a una niña blanca con un agujero donde debería estar su útero. Definitivamente, las feministas estadounidenses se están comprometiendo con el discurso crítico de género.
¿Y por qué no? Aunque Estados Unidos no cuenta con la misma amplitud y profundidad de la cultura TERF, hay muchas feministas tránsfobas que trabajan en una tradición similar. Más de 20 feministas radicales estadounidenses de larga trayectoria, muchas en activo desde los años 70 u 80, están incluidas en una antología reciente, Female Erasure (2016), entre ellas la abogada Elizabeth Hungerford, la veterana lesbiana separatista Alix Dobkin, la bloguera Cathy Brennan y una gran cantidad de brujas y sacerdotisas wiccanas (junto con Bilek, Keith y muchas de las sospechosas habituales británicas también). La editora es la autoidentificada “sacerdotisa diánica mayor” Ruth Barrett, nacida en Los Ángeles. El tomo en cuestión contiene varias contribuciones transexterminacionistas incoherentes. Aunque no cabe duda de que existen muchas wiccanas transfeministas y transafirmativas, me recuerda el comentario –en Daring to Be Bad (1984), la ya mencionada historia de Echols del colapso del feminismo radical en “feminismo cultural”– de que se puede ver el cambio reflejado en los títulos cambiantes de los fanzines: “Mientras que los primeros periódicos de liberación de las mujeres tenían títulos como off our backs, Ain’t I a Woman, No More Fun and Games, It Ain’t Me, Babe, Tooth ‘n’ Nail, las publicaciones periódicas de los 70 llevaban nombres como Amazon Quarterly, The Full Moon, 13th Moon, Womanspirit y Chrysalis”.
Podría decirse que la feminista radical tránsfoba más influyente de Estados Unidos es Janice Raymond, que fue alumna de Mary Daly y autora del clásico TERF The Transexual Empire: The Making of the She-Male (1979), así como del más reciente, y apenas citado, Doublethink: A Feminist Challenge to Transgenderism (2021). El primero defiende que la transexualidad (de hombre a mujer) es un nefasto y organizado complot misógino perpetrado por la clase médica y fue reseñado por Andrea Dworkin y Robin Morgan, así como por Gloria Steinem, amiga de Morgan, que también apoyó el libro con una cobertura positiva en la revista Ms. Raymond desempeñó un papel importante a la hora de conseguir que la atención médica trans quedara excluida de las pólizas de seguros públicos estadounidenses, al proporcionar investigación y lenguaje para un informe del Centro Nacional de Tecnología Sanitaria en 1981 que permitió a la Oficina de Evaluación de Tecnologías Sanitarias afirmar que la atención médica trans era éticamente controvertida.” Doublethink no añade nada a las teorías conspirativas de Transsexual Empire, salvo un intento creativo de dar cuenta del pequeño asunto de los hombres trans (el libro ha recibido debidamente una crítica favorable en UnHerd). Para Raymond, siempre ha sido muy sencillo: “Los transexuales no son mujeres. Son hombres desviados”.
La obra intelectual de Raymond se inclina hacia lo caótico, lo escabroso y lo conspirativo. Presenta lo trans como “el principio de un mundo en el que los hombres no sólo dominan a las mujeres, sino que se convierten en mujeres” –también llama a esto la “solución final” del patriarcado– y afirma falsamente que la cirugía trans nos llega de la experimentación médica en los campos de exterminio nazis. La fantasía más bien estadounidense de figuras conspirativas evoca el estilo gótico de Daly y debería resultar familiar a cualquiera que observe cómo la política degenera en conspiración hoy en día. Raymond ha trasladado las ideas de su facción tránsfoba de la Segunda Ola a nuestra nueva era de crisis. Ahora, las ideas TERF tienen un atractivo especial para un grupo con más poder que las feministas de la segunda ola: los conservadores sociales a ambos lados del Atlántico.
En abril de 2023, la ex presentadora de la Fox Megyn Kelly, aclamada en el New Yorker como una “insólita guerrera feminista”, publicó una foto suya en las redes sociales con una gorra de béisbol con el eslogan “Make Women Female Again”. El merch era de Adult Human Female, una tienda online británica. A partir de 2018, la youtuber Kellie-Jay Keen-Minshull pegó estos carteles por toda Gran Bretaña. Son negros lisos y dicen simplemente “mujer / wʊmən / sustantivo / hembra humana adulta”. El primero se erigió en Liverpool, donde se celebraba la conferencia anual del Partido Laborista de 2018. Fue retirado tras las quejas, pero no antes de que Keen-Minshull, ya lista para la cámara con una camiseta a juego con los volantes, consiguiera la publicidad que quería. Como informó la BBC, Keen-Minshull declaró que la idea de que las mujeres trans eran mujeres era “absurda”. Su mensaje “era en respuesta al alcalde de la ciudad… que recientemente expresó su apoyo a la comunidad trans”.
Keen-Minshull hace tiempo que dejó atrás las vallas publicitarias. Ahora pide que “hombres armados” empiecen a usar los baños de señoras para disuadir a las mujeres trans que podrían perturbar la dignidad de los habitantes cis de esos santuarios públicos. La ya mencionada Mary Harrington, que es una gran fan, la llamó “Nigel Farage de las TERF, y lo digo como un cumplido” en 2023 antes de fantasear, en 2024, con volver “a la era victoriana” y al “mayor imperio que el mundo haya visto jamás”. ¿No es esta nostalgia por una Era Dorada imperial, reinada por una madre-emperatriz –cuando las mujeres eran mujeres y los hombres eran hombres– precisamente lo que da al TERFismo su atractivo para la sensibilidad MAGA?
La posición de Keen-Minshull se ha convertido en un feminismo fascista en toda regla. Para estar seguros, ella ya no se considera feminista –prefiriendo “activista de los derechos basados en el sexo”– pero eso es sólo porque, dice, “la mayoría de las mujeres no son feministas”, y, por lo tanto, “para proteger los derechos de las mujeres, debemos abandonar el feminismo”. No obstante, las seguidoras de Keen-Minshull han sido en su inmensa mayoría autodenominadas feministas del siglo XXI.
Personas como Megyn Kelly la etiquetan ahora en las redes sociales, y su manifestación itinerante a micro abierto “Let Women Speak” ha ensombrecido las puertas de ciudades de todo el mundo. En Melbourne, Let Women Speak contó con la asistencia y el apoyo de grupos supremacistas blancos que desfilaron por las calles realizando repetidamente el saludo nazi. La autora de Harry Potter, por cierto, respondió a estos titulares centrando su ira en les contramanifestantes antifascistas, uno de los cuales había vertido zumo de tomate sobre Keen-Minshull en una parada en Auckland. Muches han repudiado a Keen-Minshull por sus asociaciones con nacionalistas blancos declarados, como los matones Sieg-Heiling que bloquean las Drag Queen Story Hours en todo el mundo. Sin embargo, fue en el podcast feminista radical Feminist Current donde Keen-Minshull elogió por primera vez al ex líder de la Liga de Defensa Inglesa (English Defense League) nacionalista blanca, Tommy Robinson, en 2019. El primer ministro conservador Rishi Sunak utilizó las expresiones centrales de Keen-Minshull, “hembra humana adulta” y “el sexo importa”, en los preparativos de un debate parlamentario sobre los cambios en la ley de igualdad del Reino Unido, que facilitarían la exclusión de las personas trans de los espacios de un solo sexo. En 2024, la derecha antifeminista prefiere al menos afirmar que se preocupa por la igualdad de las mujeres. Al aliarse con las feministas tránsfobas, pueden tener su pastel y comérselo también: declarar su apoyo a las mujeres y seguir vigilándolas.
Apenas cinco años después de la primera valla publicitaria de Keen-Minshull, la franquicia se había vuelto viral. Keen-Minshull anunció que el dinero llegaba a raudales. El tramo australiano de su gira, tan popular entre los fascistas, fue financiado por la estadounidense Conservative Political Action Coalition. El lema de Keen-Minshull, “Dejemos hablar a las mujeres”, se ha convertido, sorprendentemente, en sinónimo del derecho de una multimillonaria famosa por una escuela de magos ficticia a atacar públicamente la identidad sexuada de la boxeadora argelina y campeona olímpica Imane Khelif. Las contribuciones de J.K. Rowling a los derechos de las mujeres este año también incluyen el apoyo a la manifestación “Let Women Speak” celebrada en Escocia, en la que el blanco de la ira de las feministas era una ley de delitos de odio más amplia que temían que pudiera obligarlas a afrontar consecuencias por… una cosa u otra.
Todo esto ilustra un cuadro inquietante en la medida en que nos dice que las feministas radicales tenemos que luchar contra otras feministas y contra el capitalismo al mismo tiempo. Pero el reconocimiento de lo que propongo que llamemos “feminismo enemigo” también es liberador, porque significa que podemos saltarnos la etapa de “llamar a filas” a personas que están claramente más interesadas en mantener una versión del patriarcado que las incluya en sus filas superiores que en destruirlo. Para utilizar el término de Emma Heaney, sólo un “feminismo contra el cisgenerismo” –basado en la solidaridad anticapitalista, antifascista y anticolonial– puede derrotar a este femo-pesimismo opresor. Una y otra vez, cuando las feministas reaccionan a las experiencias de derrota radical encogiendo sus visiones utópicas y colaborando con el poder, sólo afianzan aún más esa derrota. Al unirse a los fascistas en los que Beth Elliott sabía que tenían el potencial de convertirse, se aseguraron de que el feminismo jugara a la defensiva durante mucho tiempo.
Quizá sea apropiado que algunas de las personas que hoy fomentan el pánico trans reivindiquen los colores sufragistas blanco, violeta y verde. Mirad: ondean el blanco por su pureza biológica, el verde por su ecofascismo y el violeta por la nostalgia imperial que lleva a tantas de ellas a llorar a esa madre-empresa anglosajona y girlboss por excelencia de antaño, la reina Victoria. No nos hace falta decir que todo esto “no es feminismo” para combatirlo. Contra los gritos afligidos de ciertos sectores de que el patriarcado se beneficia cuando las feministas luchan, propongo que tracemos líneas de afinidad, no de identidad. Mejoremos en la descripción de la enemistad feminista cuando sea necesario: el feminismo del cisgenerismo, seguro, es enemigo de mi feminismo.
Algunos feminismos son obstáculos para la libertad de género, y preguntar “¿en qué lado estás?” es el nivel más elemental de la física política. “El lado de las mujeres” no existe. Nunca ha existido. Pero existen personas feminizadas, de todos los sexos, que insisten en la posibilidad de que el género pueda ser placentero para todes, incluso cuando es abolido desde abajo.
Sophie Lewis