Ese silencio que nos cuesta vidas

Foto: Claudio Cáceres.

El Turbión

Colombia se encuentra ante un problema de grandes magnitudes cuando se vislumbra el fin de la guerra entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) y el Estado: la ultraderecha ha escalado las amenazas y el asesinato selectivo de líderes sociales, de forma tal que esto hace recordar el genocidio de los años 80 y 90.

Las acciones paramilitares tienen lugar justo cuando las FARC-EP y el gobierno Santos han alcanzado un nuevo acuerdo en el que recogen puntos claves de los promotores del ‘no’ en el plebiscito del 2 de octubre y se ha refrendado lo pactado en el Congreso, luego del acto de firma del pasado 24 de noviembre. Por esto, urge que el Gobierno Nacional reconozca públicamente que el paramilitarismo sigue existiendo y que se combatan sus estructuras, financiadores, ideólogos y beneficiarios.

Como siempre, las estructuras paramilitares constituyen una grave amenaza contra la implementación de los acuerdos de paz y siguen siendo uno de los mecanismos más usados para la eliminación de los movimientos sociales y de quienes defienden los derechos humanos, lo cual ha encendido las alarmas ante un plan de exterminio que reedite en nuestros tiempos lo ocurrido con el genocidio contra la Unión Patriótica, A Luchar, el Frente Popular y la AD-M19, entre otros movimientos y partidos hace más de dos décadas. A pesar de esto, la acción del Estado contra estos grupos de extrema derecha se ha limitado a la captura de algunos de sus mandos, pero no se golpean sus históricos y evidentes nexos con la Fuerza Pública ni a sus poderosos auspiciadores.

Por esto, es claro que estos asesinatos y atentados, cometidos principalmente contra líderes agrarios de la Marcha Patriótica, y la ola de amenazas e incursiones paramilitares contra diversas comunidades y organizaciones sociales, como las que se han dado en los últimos días en Cauca, tienen como objetivo impedir que se concrete lo pactado en La Habana y que avancen los diálogos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Ecuador. Adicionalmente, estos homicidios han venido ocurriendo en cercanías a sitios con Zonas Veredales de Transición y Normalización, que recibirán a los guerrilleros para iniciar su tránsito a la vida civil y a la participación en política sin armas, por lo cual el mensaje es claro: la extrema derecha hará todo lo posible por impedir cualquier paso hacia el fin de la guerra que no pase por el exterminio del contrario ni permitirá el más mínimo gesto de democratización del país.

A pesar de la reciente firma del nuevo acuerdo de paz, en una sobria ceremonia en el Teatro Colón de Bogotá, este clima de terror y la tardanza en la implementación de protocolos de seguridad en las zonas de concentración de la guerrilla han generados temores sobre el futuro del cese al fuego bilateral, especialmente luego de que en el sur de Bolívar, según testigos, francotiradores militares asesinaran por fuera de combate a dos guerrilleros que se encontraban en camino hacia una de las zonas de concentración.

El incremento de los asesinatos, atentados y amenazas contra líderes sociales luego de que ganara el ‘no’ en el plebiscito es un ejemplo latente del poder que mantienen las estructuras paramilitares en Colombia, pues en menos de dos semanas los enemigos de la paz han demostrado su poder de fuego en los departamentos de Antioquia, Bolívar, Caquetá, Cauca, Córdoba, Meta, Nariño, Sucre, Tolima y Valle.

Para dimensionar esta situación basta con recordar el último paro armado de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), también conocidos como Los Urabeños, Clan Úsuga o Clan del Golfo, por las denominaciones que usa la inteligencia policial en sus comunicados de prensa: amplias zonas de los departamentos de Bolívar, Antioquia, Chocó, Sucre y Córdoba estuvieron sitiados por esta organización desde el 31 de marzo hasta el 1 o 3 de abril, según el municipio. Durante este tiempo, si las personas salían de sus casas corrían el riesgo de ser asesinadas.

Pero el asunto no termina ahí. De acuerdo al informe de Indepaz de 2015, en Colombia además de las AGC existe un importante control territorial de las Águilas Negras y Los Rastrojos. Las tres organizaciones tienen presencia en un poco más de 300 municipios, una importante porción del país que no podría ser cubierta por grupos aislados sino por organizaciones con estructura, unidad de mando y capacidad de fuego suficiente para garantizarles el control territorial y social, en beneficio de sus conocidas alianzas con el poder regional y las autoridades. Se trata, entonces, de un paramilitarismo que se ha rediseñado y que es capaz de mostrar su poder armado al gobierno, a la insurgencia y a todo el país.

Adicionalmente, más de 50 líderes sociales han sido asesinados en lo que va de 2016. De estos crímenes, 17 ocurrieron luego del triunfo del ‘no’ el pasado 2 de octubre, lo que significa que desde entonces se produce un homicidio político contra civiles cada tres días en Colombia. A esta elevada cifra de asesinatos en medio del cese el fuego, se suma la histórica persecución a asesinatos de activistas, defensores de derechos humanos, ambientalistas y periodistas que registra 534 víctimas entre 2011 y 2015, según la organización inglésa Justice for Colombia.

La necesidad de abordar el paramilitarismo dentro de la política de seguridad de Estado es más que evidente y determina el futuro de los procesos con las FARC-EP y el ELN, así como la forma en que se hablará de paz con el Ejército Popular de Liberación (EPL) al que el gobierno sigue catalogando como una banda criminal para desvirtuarlo como adversario político. La actual situación deja abiertos interrogantes de hasta qué punto Santos implementará los acuerdos de paz con las FARC-EP o, al menos, garantizará la seguridad de quienes abandonen las armas y si los militares, eternamente enredados en la trama paramilitar, se encaminarán hacia la paz y de qué manera, pues una situación como la actual no podrían ser posible sin contar con el apoyo logístico y de inteligencia de un sector del alto mando de la Fuerza Pública interesado en el fracaso en la implementación de lo acordado en La Habana.

Hasta el momento hay varios ejemplos de cooperación entre militares, policías y guerrilleros para garantizar el cumplimiento de lo pactado en la mesa de negociaciones de La Habana, como el proceso de desminado en la vereda Orejón del municipio de Briceño (Antioquia), la visita de líderes guerrilleros a la zona de Conejo del municipio de San Juan del Cesar (La Guajira) -donde los alzados en armas pudieron entrar sin que se filtrara información a Uribe y sus amigos- y hasta el mismo esquema de seguridad de Timoleón Jiménez en su visita a Bogotá. Sin embargo, honrar lo pactado, en términos de construcción de paz, significaría ir más lejos de esta cooperación inicial, que prepara el paso de los insurgentes a hacer política sin armas, y pasar a investigar y combatir las estructuras políticas y armadas de la extrema derecha y las mafias, las mismas con las que el Estado ha convivido por décadas y que han permeado sus instituciones armadas y judiciales.

Por el momento, el presidente Juan Manuel Santos se ha limitado a condenar la escalada de muertes y argumenta que con la implementación de los acuerdos de paz se reducirían estos crímenes:

Por eso la urgencia de tomar las decisiones. Es urgente pasar a la siguiente fase del agrupamiento y ubicación de las FARC en las zonas veredales de transición para garantizar el cese al fuego y dar también las garantías a todos los ciudadanos de estas zonas.

¿Qué es lo que quieren los auspiciadores del paramilitarismo? ¿Impunidad completa y no perder un centímetro de lo ganado con desplazamiento y guerra? Quizás la vergüenza de admitir la verdad no permite que los señores de la guerra se vean más desenmascarados y, por eso, pretenden ahora continuar un psicótico exterminio que les ha resultado rentable a través de nuestra historia.

Si se quiere que el proceso de paz con las FARC-EP sea un paso decisivo en el camino a la paz en Colombia y si se quiere evitar un nuevo genocidio contra las organizaciones políticas y sociales no armadas del país, es necesario que Santos reconozca que el paramilitarismo existe y que no solo se trata de un fenómeno de bandas criminales. Asimismo, es fundamental que la Fiscalía investigue a los responsables de las acciones de estas estructuras armadas y la Fuerza Pública rompa sus vínculos con ellas y las combata decididamente.

Pero no toda la responsabilidad se puede achacar al Estado y a la insurgencia. La sociedad colombiana debe asumir su responsabilidad en este fenómeno y exigir a los grandes medios de comunicación abandonar las prácticas propagandísticas con las que no solo se ha legitimado la acción criminal de estas organizaciones contra el pueblo sino que se ha estigmatizado hasta límites intolerables a las víctimas, principalmente originadas en la acción conjunta de paramilitares y agentes estatales. Esto ayudaría a que la población tuviera más empatía con quienes han llevado la peor parte en la guerra y menos temor de acercarse a los movimientos sociales y luchar por sus derechos humanos y ambientales.

Preocupa, entonces, que los territorios en los que se concentrarían las FARC-EP sean protegidos por el Estado, al menos en teoría, mientras los asesinatos a líderes sociales continúan. Preocupa también que el asesinato de dirigentes haga muy lento el tránsito al desarme y que la extrema derecha use las dilaciones para desestabilizar lo logrado en las negociaciones. No obstante, preocupa más que el Estado siga permitiendo estas muertes y se jacte de haber logrado la paz mientras la oposición política del pueblo se desangra.

Santos debe decidirse.