Dedicado a la memoria de Ruiz Guevara, la biblioteca de nuestra casa en Barinas y la eterna presencia de mi hermano Wladimir, quien partió también con sus secretos. En especial a Ana Brumlik, compañera de Alfredo.
Esa idea de que escribir es un avance
laborioso contra la estupidez humana.
Rodolfo Walsh
Quizás luzca temerario, pero para mí es casi imprescindible y con sabor sacrificial -no vayan a tildarlo a uno de aguafiestas, o como aquellas plantas de Augusto Monterroso que eran carnívoras y se comieron entre ellas mismas cuando se convirtieron en vegetarianas-, tal como parece dictarlo el sentido común, o el más común de los sentires.
Digo para mí es necesario, y los invito a asomarse, a cruzar el pasadizo, las históricamente entramadas compuertas y abrirlas; buscar las verdaderas vías, las naturales y dialécticas, que nos conduzcan con objetivación a una salida esclarecedora del aparente estancamiento ideológico y práctico que padecen ciertos actores y factores protagónicos de la Revolución Bolivariana.
Este párrafo es en sí mismo una suerte de síncope: el corazón salta como un sapo cuando la tan cacareada «crítica» debe ejercerla uno. Cuando no es así, poco importa. Veamos: que nadie se asuste. Voy.
Hace menos de tres años el propio presidente Nicolás Maduro, y en otra oportunidad y contexto, Roy Chaderton, hicieron públicas esas preocupaciones: todavía la derecha parlamentaria no había copado el Poder Legislativo, pero todo estaba abonado para que los embates de las guerras cayeran sobre el imaginario venezolano, primero la psicológica, esa que taladró el hipotálamo del «modelo y el Estado fallido»; luego sobre nuestras existencias (la mediática, la llamada guerra asimétrica, esa guerra que nos ciega y nos cerca).
Nos sobrevino a la partida de Hugo Chávez, una conmoción, un vómito de afuera, pero de las entrañas del monstruo que no termina de morir y que Alfredo Maneiro había olfateado cuando el sobreingreso petrolero hizo que CAP saltara charcos y la izquierda lo mimetizara miserablemente, allá en los 70.
El protagonismo transformador
El antes llamado Movimiento Popular, ahora conocido como «Poder», en su diversa amalgama de actores no es un cuerpo social consolidado, ni político, ni autónomo, con musculatura revolucionaria y calidad para revertir la crisis digamos «temperamental» de este trayecto que parece conducirnos hacia un reacomodo bastante dificultoso bajo las actuales formas del capitalismo mundial; sean éstas chinas, rusas, gringas, etc.; tampoco es un factor que constituya una plataforma, ni siquiera tímida (más allá de la retórica consignista y socialdemocratizante sobre «epopeyas» del pasado), generadora de alianzas dinamizadoras del papel del protagonismo transformador, revoltoso, de esa vanguardia social.
Maneiro se preguntaría por aquellas patas, ¿recuerdan? Y tal vez indague con su mirada escrutadora, mirando fijamente a cada unos de nosotros, «¿Quién nos quitó el Portón de Sidor? ¿Es la calle la Avenida Bolívar? ¿Y la vanguardia, qué hay de sus cartabones; David, Roger, Arráez? ¿Dónde fue a parar aquello de que sin clase obrera no hay transformación social?»
El enemigo histórico
No me cabe duda que ese Poder Popular que zigzagueante y golpeado se preguntará cifradamente estas candentes cuestiones, no ya encapsulado y amordazado por los mecanismos de la Cuarta República, pero sí al filo del abismo del cual habla Gustavo Pereira. ¿Cómo fue que nos infiltró el enemigo histórico, de cuándo acá Capriles comenzó a hablarnos de tú a tú? Camaradas, el movimiento popular, el Poder Popular hoy incipiente, sabemos es una presa fácil del populismo y de la burocracia, de la corrupción y del «migajismo», que se esconde camuflado en un gobierno radical, de raigal naturaleza que comenzó con Chávez; gobierno que no queriendo ser populista, es lo que no quiere parecer ser.
Con Chávez y Maneiro jamás podrán las sombras
Pintar el nuevo mapa
Vivimos un momento especial, ciertamente: en el pluricultural imaginario de novísima data, se cuece a medio fuego la percepción de que no hay gobierno pero tampoco hay oposición, y eso resulta no ser bueno ni malo, sino todo lo contrario. Esto no es una caracterización de nada ni un chiste: es un coletazo de la historia que los verdaderos revolucionarios deben saber interpretar, aunque no sepamos cómo hilar el tejido, la nueva madeja, para transformar.
No hay que ser sociólogo ni psicoanalista para hacer un sumario del legado que nos puede ayudar a pintar un nuevo mapa. Nos cambiaremos de nombre, seremos subversivos o lo que sea, pero basta con marcar con un creyón los períodos: antes del positivismo, poco hay que buscar, aunque sí, pero en nuestros ratos de ocio: Briceño Iragorry, el antiimperialista; Mijares, el de las vísceras; y de otro lado: a Ruiz-Guevara (ver su ruta de Zamora), a Briceño Guerrero (El discurso salvaje). Más acá del positivismo, para mí: Maneiro, Duno, Rangel, Domingo Alberto; García Ponce y muchos o pocos otros: no exageremos.
En estos revolucionarios e ideólogos están las fuentes para iniciar aquella máxima que históricamente se ha denominado, y que Chávez promovió hasta el final: Revolución en la Revolución. No tengo duda. Hay que regresar a la tradición de la lectura y dejar los clichés y las fobias a la historia escrita. Porque, por otra parte, esta revolución no puede ser ágrafa. Hay que pensar para luchar y así, escribir. Hay que producir con la escritura un poderoso influjo de ideas que conlleven a la revisión de los errores, a las nuevas visiones, a las nuevas y no viciosas discusiones. Maneiro es un ejemplo vivo de ello. Lo seducía la inteligencia. La letra impresa, la idea gráfica, la imaginación al servicio de todo proceso de transformación.
Por esta vía va la cosa, Gordito, Comandante Tomás. Estás aquí. Siempre, con Hugo, Wladimir y mi padre Ruiz-Guevara, guiándonos. Viéndonos.
Y ya que lo nombro, a mi querido hermano Wladimir, Popeye, hace poco fallecido, debo dedicarle unas palabras que no necesariamente hay que interpretarlas como una apreciación crítica o académica sino como una visión que Wladimir plasmó de Maneiro, cuando señalaba que era fundamentalmente un filósofo, no al modo de quienes construyeron métodos para interpretar al mundo, como señaló Marx, sino haciendo una suerte de lego de la realidad para transformar la realidad, las relaciones humanas, al modo de Maquiavelo, por ejemplo. Por eso Alfredo, no por casualidad sino por causalidad, estudió a Maquiavelo, por considerarlo el artífice de la filosofía política. «Teoría y práctica estaban milimétricamente calculados en Alfredo», escribió Wladimir: en su teoría de la vanguardia, en el análisis de las fuerzas y contrafuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias en el planeta, en el análisis más allá de la superficie, de la apariencia.
Es decir, que en Alfredo se concentra lo que Marx dijo de los filósofos: no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo. Lo hizo hasta su muerte, con decisiones que tomó que no quiero recordar por amargas, duras, aunque ejemplarizantes.
Es, entre otras cosas, por eso que en Alfredo Maneiro se cumple un rasgo de la política latinoamericana de la década de los 60 y 70 donde el compromiso presenta una alta incidencia en la creación literaria de la época. En su caso específico esta acción ética-estética se manifiesta a contracorriente de la tradición de los países del Cono Sur donde los grandes autores (Arlt, Soriano, el mismo Cortázar, y hasta otros en el campo de la derecha fascista, como Borges, quien dijo que Pinochet era «la espada libertaria de América», por ejemplo, Uslar, aquí en Venezuela, Carlos Rangel) accedían a una forma de hacer política, al menos de meter sus narices, desde el ejercicio literario.
Maneiro usa en cambio la literatura, en este caso el ensayo, como dispositivo de acción política partidista y formativa, siguiendo el caso de otros políticos venezolanos conversos a la literatura de la época. Ruiz-Guevara, Federico Brito Figueroa, Orlando Araujo, Ludovico Silva y muchos otros queridos y admirados intelectuales.
Camaradas: no permitamos que la pátina del olvido nos haga presa también del olvido: con Hugo Chávez y Maneiro jamás podrán las sombras.
Me despido leyendo un párrafo de una correspondencia entre Gustavo Pereira y yo hace pocos años. Lo hago porque habla por sí solo y por muchos de los que aquí estamos.
Dice Gustavo:
«En un texto de 1980, escrito en respuesta a un cuestionario sobre la domesticación del intelectual en Venezuela, Alfredo Maneiro ponía el dedo en una llaga que aún siendo ostensible y palpable pocos lograron por aquel entonces percibir: los perversos efectos que sobre la conciencia nacional ejercía la fabulosa renta petrolera en un país entregado a la avidez de todo tipo de rufianes, políticos o no, en medio de una suerte de alucinación colectiva.
Con la cautela de zorro sobre la pista de hielo sin mojarse la cola
«Que yo recuerde, aparte de Juan Pablo Pérez Alfonzo y Rodolfo Quintero, quien incluso escribió sobre ello un libro singular (La cultura del petróleo, ediciones de la UCV) sólo un contado número de intelectuales venezolanos se ocupó del asunto, y menos de sus dramáticas connotaciones y consecuencias. ‘Hoy todo el mundo -escribía Alfredo-, hasta los beneficiarios más evidentes del boom petrolero, se llenan la boca para hablar de la corrupción, la descomposición, los petrodólares, categorías que perdieron toda carga definitoria ante la creciente prostitución de su uso por toda clase de demagogos y oportunistas’.
«Por esos años parecía indetenible el estallido de la crisis de la llamada ‘Gran Venezuela’ nacida del pacto tripartito de Punto Fijo, hija contrahecha a su vez, bajo otras máscaras, del ‘Nuevo Ideal Nacional’ perezjimenista.
«La abrumadora contundencia de las cifras sobre el incremento de la pobreza en los más -y de la riqueza en los menos- desbordaba todas las paradojas, pero también todas las impudicias. Las riquezas de un país supuesta y cacareadamente pródigo en ellas parecían haberse desvanecido ante los ojos de un pueblo clara y arteramente empobrecido: empobrecido hasta límites escandalosos. Para 1995, trece años después de la muerte de Alfredo, un respetable organismo oficial, Fundacredesa, revelaba lo que él ya había vislumbrado con pesar: el cáustico y convulso abismo de la exclusión y las desigualdades sociales. De una población de 21 millones 332 mil 515 habitantes, el 81,58% se hallaba en situación de pobreza, de la cual el 41.75%, es decir, más de 9 millones de venezolanos -dos tercios de la población- padecían miseria, entre ellos unos 4 millones de niños sin hogar o escuela o con severos cuadros de desnutrición.
«Lo peor -si puede hablarse en este caso de peor- no era, sin embargo, sólo eso. Junto a este horror se incubaba la progresiva desintegración del país, un proceso armado minuciosamente por los factores antinacionales de poder, asociados a los grandes capitales imperiales. Un proceso que comenzó con el abandono de escuelas, hospitales y otros servicios públicos para justificar su privatización, que eliminó los estudios de historia patria y fomentó, con sus mass media, la descerebración colectiva, el reino de la banalidad y la estupidez, la orgía del consumismo, la jaula dorada de la desmemoria y la alienación, y el feudo del individualismo metalizado e irresponsable.
«Leamos a Alfredo: ‘Lo cierto es que la paradoja expresa un grado tal de fariseísmo que no vacilamos en sospechar que la venezolana es una nacionalidad en desintegración. Queremos decir que la condición nacional, el respeto y la dignidad de los venezolanos por su propia existencia social, está amenazada gravemente por el deterioro creciente del país en todos los órdenes. Si ayer la indolencia del país, su frivolidad, el despilfarro del gobierno, los empresarios y la clase media, la despolitización y la banalidad, reinaron en virtud de un encandilador proyecto económico que virtualizó el bienestar, la abundancia, el progreso, hoy corremos el serio peligro de que todos aquellos males se afiancen en el alma nacional a pesar del derrumbe apoteósico de la ilusión’. Y agregaba: ‘Cuando la ideología -llámese petróleo, betamax, Miami o pobreza resignada- encandila hasta la ceguera al conjunto popular, alguien tiene que contribuir a despejar la ilusión. Y ese -¿cuál otro?- es el papel que le atribuimos a la inteligencia que queremos. Nada más y nada menos que lo que nos exigimos a nosotros mismos’.
«Han pasado treinta y dos años desde entonces.
«De vivir hoy físicamente entre nosotros, Alfredo constataría satisfecho, o más bien con fundada esperanza -porque toda satisfacción es provisoria- la indetenible conformación de otra realidad en la Venezuela de su angustia: el borde del abismo se ha alejado y se aleja cada vez más de nuestra casa. Y ello gracias a un pueblo que ha reasumido su dignidad y su poder al lado de aquel joven capitán con quien tantas veces, en la furtiva y secreta confabulación de los sensibles, compartió su corazón y su palabra».
Con este texto del poeta Pereira me despido y dejo entre todos y para todos, la inquietante pregunta si ese abismo que señalaba Gustavo hace un poco más de tres años, debemos caminarlo como diría Confucio, «con la cautela de zorro sobre la pista de hielo sin mojarse la cola».