Los recientes señalamientos efectuados por el presidente estadounidense Donald Trump, sobre la posibilidad de intervenir militarmente Venezuela, han desatado un conjunto de afirmaciones desde la narrativa antichavista, conjugándose de esa manera la idea, bastante peligrosa, entre un grupo importante de promotores y seguidores del antichavismo, de que una «guerra relámpago» en el país sería posible, con el esperado «final feliz» de la deposición rápida del chavismo en el Gobierno.
Los enunciados de una guerra mediante intervención militar gringa en Venezuela son temerarios cuando vienen precisamente de venezolanos. Se han apreciado tal tipo de expresiones en redes sociales y en otros espacios de la mediática, irrumpiendo los argumentos de que una intervención militar norteamericana «es necesaria», «tendría como foco único el gobierno y las instalaciones militares», «sería un mal menor de cara a la crisis económica actual», «es un dolor necesario que será breve», o que «no afectará a la población por tratarse de un golpe rápido a unas frágiles fuerzas armadas venezolanas».
La creencia de que una guerra sería una breve aventura necesaria, no pueden ser producto de otra cosa que del desenfreno antichavista visceral, que descontextualiza los hechos detrás de los conflictos armados recientes en otras latitudes del mundo, bajo la autoría de Estados Unidos.
Sobre estos aspectos es necesario hacer una serie de apuntes. Digamos que las afirmaciones de bolsillo que siguen, son de conocimiento público y podrían ser consideradas para debilitar la falaz tesis de una breve «y feliz» guerra en Venezuela.
El mito de la guerra relámpago
No hay referentes recientes. Las guerras de Afganistán, Irak, Libia y Siria fueron diseñadas desde su planteamiento estratégico como guerras relámpago. Desde sus variantes que van desde el uso de fuerzas regulares (Afganistán e Irak) hasta el despliegue en el terreno de factores no regulares mercenarios (caso Siria y Libia), la participación norteamericana se presentó públicamente en el uso rápido y efectivo de la fuerza, para producir cambios de régimen en esos países y la pacificación de las fuerzas en los países bajo asedio. O al menos eso estaba en el tapete, era lo que se vociferaba, una vez que en EEUU se lidiaba con los costos políticos de tales guerras.
Pero lo cierto en el terreno ha sido la prolongación de tales guerras, durante más de una década en los casos de Afganistán e Irak, a su vez que el conflicto sigue en pleno apogeo en Libia y Siria, con las respectivas salvedades en todos los casos. El esquema de guerra prolongada made in USA, se ajusta plenamente al esquema de desarrollo armamentista y al empuje del complejo industrial-militar norteamericano y de los países que integran la OTAN, quienes necesitan que los conflictos sean prolongados. No hay un solo hecho bélico en era reciente que demuestre que EEUU efectivamente ejecuta guerras relámpago. De hecho, parece que no quieren que sean breves o que no han podido lograrlo en ninguno de esos países.
El factor de las fuerzas en el país asediado. Las fuerzas armadas venezolanas están, por mucho, mejor equipadas que la fuerzas militares regulares de Afganistán, Irak y Libia, antes de ser asediados. El ejército Talibán en Afganistán sufría un embargo de armas desde las últimas dotaciones gringas a mediados de los años 80, durante la Guerra de Charlie Wilson (Operación Ciclón) contra la URSS. En 2003 sobre Irak pesaban 13 años de embargo de armas, desde la «Tormenta del Desierto», cuestión claramente diseñada para debilitar y mellar sus fuerzas y líneas de defensa. Libia había desarticulado sus sistemas de armas, incluyendo las baterías de misiles Pechora, provenientes de la era soviética, y hasta 2008 sobre Libia pesaba un embargo de armas. Tuvieron que combatir aviones bombarderos y misiles Tomahawk, con baterías de poco alcance.
Con una reciente actualización en los sistemas de armas en Venezuela, las capacidades instaladas son bastante superiores a la de esos países, destacándose en esa existencia, aviones cazas estratégicos Sukhoi, un importante parque de Tanques T-72 y vehículos multipropósito y sistemas artillados Ural 43206. Por otro lado, los sistemas portátiles antiaéreos (codiciados por todo ejército regular e irregular en el mundo) 9K38 Igla, los sistemas de defensa aérea S-125 2M Pechora (de reciente generación) y el apetecido sistema S-300, destacándose en ese elemento el hecho de que Venezuela fue el primer país del mundo que recibió de Rusia tal sistema de armas, antes que Irán y Siria. Dotaciones similares de armas en los países señalados, hubieran hecho la historia bastante diferente.
Es difícil opinar sobre la moral y cohesión de las fuerzas en el terreno en cada uno de los países señalados. Incluso es difícil opinar en ese ítem en el caso venezolano, sin conocer la FANB a profundidad. Pero un dato que sí hay que subrayar es que las fuerzas armadas venezolanas, entre tropas profesionales, reserva activa y milicias, es una fuerza de 500 mil hombres y mujeres en armas, una cifra dos veces superior a las fuerzas sirias al momento del inicio del conflicto. Otro detalle que no hay que desestimar.
El concepto de defensa estratégica de Venezuela. La filosofía de defensa estratégica de Venezuela en tiempos de chavismo transformó su enfoque medularmente, posicionándose el concepto de «Guerra Popular Prolongada». Un esquema enmarcado en el entramado de la guerra irregular, de desgaste de fuerzas invasoras mediante la lucha de resistencia, aprovechando la ventaja del local y mediante el empleo de la fuerza de tipo escurridiza. Este no es un dato menor. Las fuerzas armadas venezolanas no están configuradas para el solo uso de la fuerza en condiciones regulares, también infieren la guerra irregular como un tipo de planteamiento que eleva los costos económicos y políticos del agresor. Una cuestión clave tratándose de un escenario hipotético de intervención gringa en Venezuela, a pocas millas náuticas de EEUU y en plena plataforma continental americana.
«No es lo mismo llamar al demonio que verlo llegar»
El desgaste del frente interno del adversario. Una eventual intervención militar en Venezuela, en tiempos de prolongada paz en casi toda la región, en lo que a la política norteamericana respecta, dista mucho de la visión de la guerra en países distantes para EEUU, como suele ocurrir en Oriente Medio, con sus realidades y de cara a la estigmatización de la maquinaria de propaganda norteamericana contra el mundo islámico. El caso venezolano da vuelta de hoja dramáticamente a ese elemento. Lo cual supone que el rol de las fuerzas venezolanas es resistir y prolongar el conflicto, para debilitar el frente interno (la opinión pública) en EEUU.
Sumemos a eso el contexto de caos subregional que desataría una intervención en Venezuela, bien sea por fuerzas regulares o mercenarias. Una cuestión políticamente inmanejable, que caotizaría Sudamérica y el Caribe, tanto en la proliferación de elementos de fuerza, como en la cuestión humanitaria. El Caribe podría parecerse al Mediterráneo con crisis de refugiados y todas sus derivaciones. Dicho de otra manera, para que Venezuela desarmara la guerra e inhabilitara al agresor, tendría que prolongar necesariamente el conflicto, como opción para repeler la intervención por vías políticas tambaleando las estructuras formales norteamericanas. Es esa una vía posible para ganar la guerra, dado el tamaño militar de EEUU, sumamente superior a las fuerzas regulares venezolanas.
La situación humanitaria interna. Hacemos un alto a las afirmaciones para una reflexión. Es insólito que seguidores de la oposición venezolana avalen un conflicto armado en Venezuela, bajo la ilusión de que la población sufrirá mínimo daño. Más insólito todavía es que esos seguidores de la oposición sean sectores descontentos con la crisis económica y que sufren enorme malestar por la intermitencia de productos básicos en los anaqueles. Definitivamente no tienen idea de cómo se vive en un país en guerra.
Las guerras en Irak, Libia, Siria y Afganistán pasaron por un proceso de destrucción total de las infraestructuras vitales, cadenas de bienes y servicios, empresas medulares y hasta servicios públicos básicos, relegando a la población entera al caos, hambre y carencias, deliberadamente, para que abandonen los territorios y se inhiban de resistir. Las probabilidades de morir en las guerras actuales son más altas estando en el lado civil que en el lado militar del conflicto. Son sumamente reseñadas también las bajas por «daño colateral», como las que actualmente se ven en Siria y las que fueron tristemente célebres en Libia, bajo los «bombardeos humanitarios» que abrían paso a los mercenarios en ese país y que arrasaron población civil. Las historias son interminables.
El común denominador en las guerras de los países señalados es que la crisis humanitaria es en esencia prolongada, más incluso que las escaramuzas militares. Un ejemplo emblemático es el caso de Afganistán. Aunque EEUU se declaró militarmente vencedor, depusieron al gobierno Talibán y aunque controlaron gran parte del territorio, casi 15 años después EEUU tuvo que negociar con los talibanes en armas, para pacificarles y crearles espacios políticos, reconociendo su persistencia como milicias tribales que controlan territorios. Aunque la guerra en Afganistán no es hoy lo que una vez fue y las tropas de EEUU en el país son mínimas, todavía salen cientos de miles de refugiados afganos productos del desastre humanitario que aún persiste. Se suman a los cientos de miles que salen de Siria, Libia y el África subsahariana. No hay soluciones relámpago a las crisis humanitarias de las guerras actuales.
Apunte al pie de página
La única guerra que se gana es la que no se pelea con las armas. Necesario es desarmar la guerra, antes que ella sobrevenga, para no lidiar con la tragedia del baño de sangre impuesto por los amos, la élite que intenta avasallar y capturar los recursos venezolanos en una vorágine típica del sistema de dominación norteamericana.
La tragedia de los conflictos armados debe ser sopesada más allá de orientaciones políticas. Y así debe analizarse la amenaza de Trump. La narrativa del antichavismo que ha logrado colocar un segmento (pequeño, pero no menos importante) de venezolanos a favor del conflicto y la intervención, imbuidos en la fantasía frenética y en la ignorancia de la guerra, es también una tragedia, que es políticamente necesario recalcular. No es un factor a banalizar. Reviste en sí mismo un problema serio de orientación política, que desdibuja el sentido común político. En Venezuela sólo hay un proyecto de país: el del chavismo. El del adversario es por otro lado un proyecto de colonia y hay quienes abiertamente y sin desparpajos se subordinan a él, bien sea apoyando, o bien sea legitimando los asomos de intervención militar cortesía de Mr. Trump.
Con la guerra, se abren posibilidades casi infinitas y es virtualmente imposible predecir si será relámpago o no, aunque casi siempre no es así y los indicios apuntan a que en el escenario venezolano, no será así. Y sobre quienes insisten en aupar la fantasía de la intervención, cabe entero el refrán popular: «No es lo mismo llamar al demonio que verlo llegar».