“La izquierda debe ser revolucionaria en lo económico, pero conservadora en lo antropológicoâ€
«En un sistema alternativo seguramente algunos megarricos deberían prescindir de sus yates con asientos tapizados en piel de pene de ballena, tal vez la clase media japonesa se vería obligada a aceptar que una vida sin inodoros domóticos es digna de tal nombre y los estadounidenses podrían tener que asumir que los carriles bici no son un anticipo de la llegada del Anticristo. Pero, por otro lado, en torno a mil millones de personas podrían dejar de pasar hambre y un número similar podría aprender a leer y escribir», piensa y escribe César Rendueles en Capitalismo canalla, un espléndido ensayo en el que sobrevuela la historia del capitalismo a través de la de la literatura para desnudar un sistema que no fue una evolución pacífica e inevitable de los modos de producción anteriores, sino una opción entre otras impuesta de manera extremadamente violenta, y no está, como creía Marx, embarazado de socialismo. Rendueles, que nació en Gerona en 1975 pero es tan de Gijón como su padre Guillermo, vuelve a encender así la linterna que estrenó en 2013 con Sociofobia y con la que aspira a arrojar luz sobre las frondosidades de la jungla semiótica que habitamos: un mundo hecho pedazos que premia la fragmentación y castiga las narraciones continuas y coherentes. También a repensar un socialismo que, en su muy autorizada opinión, debe ser revolucionario en lo económico y reformista en lo institucional, pero conservador en lo antropológico. El alma del hombre nunca fue plastilina moldeable a voluntad, explica este doctor en filosofía que también cuenta, entre su producción bibliográfica, con una hercúlea antología de El capital. «La razón en marcha ya no atruena, como dice el verso de La Internacional: es una suave y trivial música ambiental que fluye a través de los auriculares de nuestros iPods», escribe en otra página de Capitalismo canalla.
«El mercado libre ni ha existido nunca ni puede llegar a existir», escribe en Sociofobia y escribe de otras maneras, pero pivotando sobre la misma idea, en otras partes de ese libro y de Capitalismo canalla. Bueno, en realidad es una idea de Karl Polanyi, un historiador y economista austriaco del periodo de Entreguerras. Lo que plantea Polanyi no es tanto una crítica del mercado libre por sus efectos perniciosos como, de alguna forma, una consideración de su posibilidad. En realidad, dice Polanyi, el mercado libre es una utopía del siglo XIX como hubo muchas otras: la de Owen, la de los falansterios, la de los saintsimonianos… La diferencia es que ésta triunfó y nos la hemos llegado a creer, pero igual que el resto de utopías es incompatible con aspectos esenciales de la antropología humana y sólo genera violencia y sufrimiento. Históricamente, explica Polanyi, el mercado libre no ha existido en el sentido de que siempre ha requerido fuertes ayudas del Estado y de otras instituciones sociales tanto para su implementación como para paliar los efectos de sus crisis. El mercado libre es una utopía en el sentido más catastrófico de la expresión, y yo creo que eso lo estamos viendo muy bien en estos días en que se intentan liberalizar aspectos cada vez más amplios de la vida social y en que, sin embargo, se requieren intervenciones gigantescas para, por ejemplo, rescatar a la banca. Las intervenciones financieras que se han hecho para rescatar a la banca en Europa son mayores que varios planes Marshall. Con el rescate de la banca española podríamos haber financiado toda clase de medidas sociales, desde por supuesto la ley de Dependencia hasta muchísimas otras. Si no me equivoco, incluso la renta básica. Yo creo que esa idea de Polanyi es una muy potente: frente a un debate siempre ambiguo sobre si los efectos del mercado libre son positivos o negativos, él dice que el mercado no es ni bueno ni malo, sino imposible. Lo que parece mercado libre en realidad es una ortopedia pública estatal muy potente y que tiene unos costes altísimos. Es una crítica muy intuitiva, además.
El neoconservadurismo es, dice usted, un keynesianismo de derechas en realidad. Sí, lo que pareció entonces y hoy liberalización, y en algunos efectos lo fue, ha tenido mucho de intervención del Estado, sólo que de una intervención que en vez de estar dirigida al bienestar social lo ha estado a reforzar el poder de las élites. Eso ha sucedido desde los años setenta. Desde entonces, el gasto público no ha descendido: de hecho, en Estados Unidos, durante toda la época de Reagan, la deuda aumentó y el gasto público no se recortó significativamente, simplemente se orientó hacia otras cuestiones. En España, el gasto público se orientó en esos mismos años hacia las grandes obras públicas para beneficiar a las grandes constructores y en Estados Unidos hacia la industria armamentística y farmacéutica fundamentalmente. A eso hace referencia esa expresión que yo creo que es muy intuitiva: la gente que está pidiendo todo el rato que se retire el Estado lo que está pidiendo es que se retire de la sanidad y la educación pero para reaparecer en otros lados.
En otro pasaje de Sociofobia escribe sobre cómo el capitalismo es capaz de hacer parecer irrelevantes esas constantes intervenciones del Estado que el libremercado necesita, redefiniéndolas como momentos excepcionales y no como la normalidad histórica del capitalismo. ¿Cómo consigue eso el capitalismo? Con un aparato ideológico realmente eficaz. Yo creo que la izquierda tiene mucho que aprender de las intervenciones que los neoliberales han ido realizando desde los años setenta y de cómo los neoliberales han conseguido convencer a grandes masas de trabajadores de que votaran mociones y apoyaran políticas públicas que iban directamente en contra de sus intereses. Es cierto que hay una parte de opacidad en esas intervenciones. Son intervenciones poco visibles. Las subvenciones a concesionarias de autopistas, que son una especie de impuesto revolucionario que pagamos a los ricos desde hace décadas en este país, no son, por ejemplo, una cosa muy conocida. Pero la parte mayor de ese logro del capitalismo es una eficacia asombrosa en la transmisión de ese discurso ideológico.Margaret Thatcher decía que la economía es el medio, pero que el fin es conquistar las almas y los corazones, y tenía toda la razón. Lo hicieron extraordinariamente bien y lo estamos pagando. Ese discurso se nos ha metido en los huesos.
Algunos días en algunos lugares
El capitalismo, explica también usted en sus libros, no fue una evolución pacífica e inevitable de los modos de producción anteriores, sino una opción entre otras que fue impuesta a las sociedades del mundo de manera extremadamente violenta. Sí. En realidad, el capitalismo surgió históricamente de chiripa. Hay una parte muy importante de la historiografía marxista que no ha entendido bien eso, que ha pecado hasta cierto punto de un cierto exceso de evolucionismo o de hegelianismo y no se ha dado cuenta de que el capitalismo surgió como consecuencia de una confluencia de factores, de sinergias, que se habían dado por separado en otras sociedades pero nunca simultáneamente. En otras sociedades había habido una gran afluencia de metales preciosos, una gran masa de mendigos a la deriva sin disponer de medios de producción, desarrollo tecnológico, etcétera, pero nunca había pasado que de repente, en unos pocos países, se dieran todas esas circunstancias a la vez. Es importante recordarlo: el capitalismo no es inevitable, no es la única opción, sino el resultado de una serie de casualidades que al final, pero sólo al final, fueron alimentadas o impulsadas políticamente a través de medidas no siempre coherentes por una clase, la burguesía industrial, a la que le interesaban, y que efectivamente a veces utilizó una violencia extrema para conseguirlo. El capitalismo fue resultado de medidas nada consensuales, nada resultado del pacto social, nada que ver con eso que nos dicen de «lo que hemos acordado» (risas). Sí, es el consenso que más o menos hemos aceptado, pero desde luego a lo largo de siglos fue resultado de imposiciones muy violentas. Yo, a mis estudiantes, siempre les pregunto lo siguiente: «¿Cómo pasó que millones de personas abandonaran sus medios de vida tradicionales para irse a las puertas de las fábricas a pedir que las explotaran doce o catorce horas al día en un trabajo infame? ¿Eran idiotas?». La respuesta es: no, no lo eran, simplemente no tuvieron otra opción.
Usted describe el esclavismo como un «tubo de ensayo» del capitalismo, y al capitalismo como un esclavismo perfeccionado. Sí. Esto a veces se entiende mal, porque parece que describo el trabajo asalariado, esto que tenemos todos, como algo comparable al esclavismo, y no es verdad. No me gusta nada esa especie de catastrofismo de izquierdas que lo diluye todo en una noche en que todos los gatos son pardos y transmite la idea de que es lo mismo trabajar en una oficina que en una plantación. No lo es. La izquierda necesita un poco más de matiz; tendemos demasiado al trazo grueso. Lo que yo quiero decir es que el tipo de trabajo que se generalizó en la sociedad industrial —repetitivo, serial, no cualificado, con muy escaso control sobre los medios de producción, etcétera— es algo que sólo se conocía en la producción esclavista de materias primas en las colonias. Los campesinos y los artesanos tradicionales se caracterizaban por tener un gran control sobre su proceso productivo, por controlar todos o la mayor parte de los pasos de la producción de la pieza, y tenían también cierto control de cómo trabajaban, en qué condiciones y en qué horarios. Lo que hoy asociamos al trabajo, que es llegar y obedecer unas órdenes y que te pauten completamente ese proceso, sólo se había experimentado en las colonias. No es tanto que las condiciones de vida del esclavismo se hayan trasladado al trabajo asalariado, que eso no fue necesariamente así y a partir de cierto momento dejó desde luego de ser así, como que los procesos laborales que hoy identificamos como normales eran desconocidos en la antigüedad y se volvieron normales como resultado de un proceso de aprendizaje.
El capitalismo tampoco es eso que se suele decir que es: el sistema más en consonancia con un supuesto instinto emprendedor y competitivo innato en la especie humana. Usted explica que «casi todas las sociedades han conocido el comercio, sí, pero sólo como una realidad marginal con un peso muy limitado en su vida en común» y que «muchas culturas no han dudado en expulsar o incluso ejecutar a quienes aspiraban a situarse por encima de los demás». Efectivamente. Ésa es una vieja discusión en antropología, y lo que dicen los antropólogos más cercanos al liberalismo es: «¿No veis que nuestros hijos intercambian canicas? Es una tendencia comercial innata en el ser humano que hay que liberar para generar prosperidad». Eso tiene un punto de verdad y un punto de mentira. Es verdad que el intercambio es una cosa antropológica universalmente extendida. Todas las sociedades han comerciado en alguna medida, pero la expresión clave ahí es «en alguna medida». A eso de que todas las sociedades han comerciado hay que añadir que todas las sociedades han impuesto grandes límites a con qué se comerciaba, en qué momento y hasta qué punto. Una pauta que fue tan universal como el comercio hasta épocas muy recientes es que no se comerciaba con bienes de primera necesidad y que ese comercio no ponía en riesgo la supervivencia material de la sociedad. No se comerciaba con el suelo, no se comerciaba con el trabajo… Una frase que suelo repetir pero que da muy buena idea de esto es que el mercado era algo que pasaba algunos días en algunos lugares. Es algo que todavía nosotros hemos conocido: en nuestros pueblos sigue habiendo días del mercado y plazas del mercado. El mercado no era algo que estuviera permanentemente presente, sino algo que pasaba una vez a la semana o incluso al mes en algunos lugares y con pautas muy establecidas. A menudo incluso con precios establecidos, que es algo que también se nos olvida: en muchos mercados los precios no eran libres, eran acordados conforme a ciertas necesidades de reproducción social.
«El mercado fue un escándalo social» y «el trabajo asalariado constituye una extravagancia histórica», escribe asimismo enCapitalismo canalla. Sí, exactamente. En las primeras fases del proceso de mercantilización fue así. En los países católicos se percibe bien ese escándalo que produjo la idea de empezar a comerciar con bienes de primera necesidad, de mercantilizarlo todo, de abrir las puertas a la especulación financiera, etcétera. Era algo literalmente inmoral y quienes lo practicaban, los primeros comerciantes modernos, eran auténticos buscavidas que habían perdido el contacto con su comunidad y el compromiso con sus normas sociales y por distintos motivos circulaban de un lugar a otro buscando oportunidades allí donde las hubiera. De repente había una comunidad que no tenía tela o azúcar y allí aparecían éstos a venderle tela o azúcar al precio más alto posible. Eso se consideró durante mucho tiempo un auténtico escándalo, algo que violentaba las normas del justo comercio que establecían más bien lo contrario: el azúcar, la tela, son bienes de primera necesidad y se venden a un precio razonable que permita la reproducción social, y tú no vas por ahí aprovechándote de la oportunidad de que alguien tenga poco. Con la especulación financiera, lo mismo: aprovecharse de que alguien no tuviera para cobrarle un crédito a precios usurarios se consideraba un escándalo moral. Esa capacidad para escandalizarse con esas prácticas pervivió durante mucho tiempo y se fue perdiendo como resultado de un proceso lento.
En Capitalismo canalla cuenta una anécdota muy reveladora protagonizada por el emperador de Persia. Una que contaba Heródoto, sí. Una delegación espartana fue a Persia a tratar de intimidar al emperador advirtiéndole de las represalias que sufrirían los persas si se atrevían a atacar a los griegos y Ciro respondió que no le daba ningún miedo una sociedad que habilitaba un espacio público en el que engañarse los unos a los otros. Ese espacio público era el mercado, el ágora. Se ha dicho que era institución desconocida en Persia, pero no es verdad: sí que había mercados en Persia, lo que pasa es que estaban muy, muy regulados y tenían características diferentes a las de los nuestros. En realidad no se trata de abolir el mercado. Polanyi es muy cauto en ese sentido: dice que no hay que demonizar el mercado, porque el mercado ha tenido, a veces, resultados muy positivos. En Atenas, por ejemplo, Pericles lo impuso como una manera de impulsar la democracia frente a las prácticas clientelares de la aristocracia. Lo que hacían los aristócratas era dar banquetes y abrir sus casas a los pobres para que pudieran comer en su mesa, generando de esa manera redes clientelares. Frente a eso, el mercado era un espacio en el que cada cual podía encontrar sus medios de subsistencia a bajo precio, y por lo tanto algo que tuvo efectos democratizadores reales. La cuestión no es mercado sí o mercado no, es qué espacio tenemos que concederle al mercado para que tenga efectos positivos y qué espacio tenemos que quitarle para que no tenga efectos negativos.
El capitalismo no es un modo de producción en consonancia con la naturaleza humana, sino, por el contrario, uno tremendamente antinatural, que nos separa temerariamente de nuestra esencia más profunda como seres humanos. Usted compara el capitalismo con ese váter de la embajada estadounidense en Australia en el que, en un famoso capítulo de Los Simpsons, el agua gira como en los del hemisferio norte gracias a un complejo ingenio adosado a él. Como él, el capitalismo ha necesitado «una enorme y complicadísima ingeniería» para hacernos «llegar a aceptar que el trabajo, la tierra, los alimentos básicos o incluso el agua son mercancías que se pueden comprar y vender». Sí, sí. Hombre, esto de la naturaleza humana es muy complicado: no sabemos exactamente qué es. Pero hay instituciones que, aunque puedas suprimirlas, aparecen a poco que te descuidas. No conocemos, por ejemplo, sociedades sin familias. No existe tal cosa, no hay ninguna sociedad a lo largo de la historia conocida que no haya tenido instituciones familiares de un tipo de otro. Yo diría que eso es un indicador de que tal vez las familias sean un componente fundamental de nuestra naturaleza. Frente a eso, hay instituciones que, por el contrario, requieren intervenciones permanentes para no desmoronarse, y el capitalismo es una de ellas, una institución muy expansiva pero muy frágil que se perpetúa a través de crisis constantes resueltas por medio de grandes procesos de ortopedia. Cuando tenemos instituciones de ese tipo, yo creo que debemos sospechar de su idoneidad o de su consonancia con nuestra naturaleza. Debemos pensar en ellas, y a lo mejor al pensar en ellas llegamos a la conclusión de que hay que mantener esa institución y esas intervenciones, pero a lo mejor también deducimos que hay que buscar instituciones más sostenibles en el tiempo.
Pañales tayloristas
Más mensajes. El capitalismo, además de no ser un sistema adaptado a la naturaleza humana, tampoco es un sistema frío y racional, sino uno tremendamente irracional, una especie de insania gigantesca. Usted propone varios ejemplos demostrativos de esto. En Sociofobiahace, en relación con ello, una referencia a los Yes Men. ¿Quiénes son los Yes Men? Son un grupo artístico que se dedica a suplantar y parodiar a representantes de las instituciones financieras y las grandes empresas en foros empresariales internacionales, haciendo propuestas absolutamente descabelladas pero que sin embargo son aceptadas por los empresarios con toda naturalidad. Por ejemplo, se hacen pasar por miembros de la Organización Mundial del Comercio y presentan iniciativas como ilegalizar la siesta, recuperar la trata de esclavos, establecer un mercado de votos o de derechos humanos de tal forma que un Estado que necesite violar los derechos fundamentales pueda comprarle a otro su cuota de infracciones o acabar con el hambre en el mundo haciendo que los pobres se alimenten comiéndose sus propias heces. Los empresarios acogen todo eso con una sonrisa; lo ven como propuestas originales, a lo mejor un poco excéntricas, pero en el fondo aceptables. Yo creo que eso saca a la luz hasta qué punto vivimos en una sociedad completamente enloquecida. Hemos aceptado propuestas completamente dementes y en cambio el puro sentido común se ha vuelto casi revolucionario, casi subversivo. Las propuestas que se hacen con eso que se llama hiperracionalidad adolescente, eso que dicen los adolescentes de: «¡¿Por qué no lo cambiamos todo?!», son de puro sentido común pero hoy nos parecen casi demenciales. Por ejemplo, aceptamos que haya un 25% de paro en vez de repartirnos el trabajo, que es una cosa de puro sentido común pero que en el sistema actual, con las inercias que tenemos, parece casi imposible. A ese tipo de demencia me refiero: a ser incapaces, por la inercia social en la que estamos envueltos, de poner en marcha propuestas sensatas, de sentido común y perfectamente aplicables porque tenemos los mecanismos tecnológicos, sociales y culturales necesarios para ello.
También se refiere, en Sociofobia, a los patent trolls. ¿Quiénes son los patent trolls? Los patent trolls son empresas que se dedican a comprar patentes y licencias de forma masiva y sin ningún criterio y a acumular miles, a veces decenas de miles, con la esperanza de que en algún momento sean de utilidad y les permitan secuestrar empresas productivas que quieren desarrollar algo pero que no lo pueden hacer porque necesitan una de las patentes que poseen los patent trolls. Al principio eran pequeños timadores que se dedicaban a comprar unas pocas patentes y a esperar a ver si sonaba la flauta, pero últimamente son más bien grandes grupos empresariales que compran paquetes de miles y miles de patentes. El troleo de patentes se ha convertido en una forma de especulación financiera, y yo creo que es un buen ejemplo de la capacidad cancerígena que tiene el capitalismo financiero para extenderse como una metástasis a todos los lugares hasta el punto de cortocircuitar el desarrollo tecnológico, que es una de las pocas cosas que se suponía que sí fomentaba.
¿Es cierta la anécdota que cuenta de las cajeras de supermercado a las que su supervisor no permitía ir al baño más que una vez durante la jornada laboral, y por ello llevaban pañales? Sí, sí. Me la contó una persona que lo conocía de primera mano. Hay muchos casos de ese tipo. Lo de los pañales es una situación extrema, pero hay muchísimos lugares en los que hay cronometrajes y reglamentos para regular el número de veces que los trabajadores pueden levantarse de su puesto, lo cual genera una enorme ansiedad. Esa supervisión muy, muy estrecha, vinculada al taylorismo y a los procesos de supervisión llamada científica del trabajo, es una pauta bastante habitual en las maquilas del tercer mundo y está detrás de esas situaciones laborales tan estresantes que se conocen, por ejemplo, en las fábricas de Apple en China.
¿Lo es que «algunos expertos recomiendan a las madres trabajadoras en periodo de lactancia que miren una fotografía de su bebé mientras se extraen leche en su lugar de trabajo, pues la rutina laboral tiende a interrumpir el flujo natural de leche materna»? Sí, sí. Es un consejo habitual que se da a las madres que siguen dando el pecho a sus hijos pero se incorporan al puesto de trabajo. Ni siquiera una foto de sus hijos, sino una de cualquier bebé. Si no, se corta el flujo de leche y luego tienen dificultades para dar el pecho. Otra pauta antropológica universal es una cierta división del trabajo por géneros. En general, en la mayor parte de sociedades tradicionales las mujeres realizan trabajos que les permitan mantener una lactancia prolongada y seguir dando el pecho a sus hijos. Se encargan de todo tipo de tareas pero siempre y cuando les permitan la lactancia prolongada. En cambio, en nuestras sociedades nos enfrentamos a ese tipo de dilemas derivados de un trabajo completamente desvinculado de la vida cotidiana y familiar y de nuestras redes de afinidad. Tenemos que inventarnos esa clase de artilugios para que algo tan básico como la alimentación de un lactante se pueda mantener. Frente a lo que ha sido la norma antropológica durante miles de años, en lugar de adaptar el trabajo a las necesidades antropológicas adaptamos las necesidades antropológicas al trabajo.
Milton Friedman y Friedrich Hayek fueron considerados psicópatas en los setenta, explica en Capitalismo canalla. Sí, bueno, más que psicópatas gente con una visión bastante extravagante de la realidad. Hoy, cuando uno piensa en economía piensa básicamente en economía neoclásica ortodoxa. Sin embargo, es una escuela económica que durante más de treinta años ocupó un lugar muy marginal en las facultades de economía de todo el mundo. Eran unas poquitas personas, unos pocos catedráticos, los que defendían ese modelo. Hayek y Friedman eran conscientes de esa posición marginal y sabían que les iba a costar muchísimo alcanzar una posición de centralidad, pero tuvieron algo de lo que yo creo que en la izquierda deberíamos aprender: una enorme paciencia. Supieron replegarse a las trincheras de sus cátedras cuando les tocó hacerlo y esperaron y esperaron hasta encontrar su oportunidad. Durante ese tiempo de espera después de la segunda guerra mundial esas teorías fueron absolutamente marginales, pero un buen día triunfaron, y triunfaron no con un triunfo epistemológico, científico; no en experimentos cruciales que demostraran que tenían razón, sino políticamente y a través de mecanismos institucionales de expulsión de otras corrientes y escuelas y de adquirir poder en las instituciones académicas y financieras. Hoy esas teorías parecen la economía sin más, algo para lo que no hay alternativa, pero es mentira: sí que la hay, y cuando esos tipos de corbata, Lacalle y compañía, nos dicen: «Nosotros somos expertos, sabemos de economía de verdad», tenemos que tener siempre claro que la suya es una escuela entre diez mil y una que, como por otra parte todas, falla más que una escopeta de feria.
«Hoy Norman Bates trabaja en Standard & Poor’s y esnifa coca en el asiento de cuero de un Bentley» y «la globalización neoliberal es la historia de cómo el noventa y nueve por ciento entregamos voluntariamente el control de nuestras vidas a fanáticos con una percepción delirante de la realidad social [y de cómo] dimos carteras de economía, sueldos principescos, privilegios fiscales y un alto reconocimiento social a gente cuyo lugar natural es un rancho en Waco rodeado por el FBI». Sí. En esa parte del libro aludo a American psycho, una novela que cuenta la vida de Patrick Bateman, un yuppie de Manhattan que por el día es empleado de una institución financiera y por la noche un asesino en serie ultraviolento y caníbal. A mí es una novela que me gustó mucho porque como thriller es muy mala, una mierda, pero como sátira de las Reaganomics, de la economía de aquel momento, es muy buena y refleja con mucha claridad lo loca que es la parte de día de la vida del protagonista. En realidad no es más loco trabajar matando de hambre a miles de personas a través de procedimientos financieros que dedicarse por ocio y en el tiempo libre a asesinar a gente. Son dos cosas igualmente enloquecidas. Por otra parte, la gente que conoce bien esos ambientes financieros cuenta que son ambientes realmente muy agresivos. Lo ha contado alguna peli chula y lo cuenta Owen Jones en su último libro, El establishment: el ambiente de la City es una cosa increíble, como de ultras de fútbol, un ambiente supermisógino, homófobo, racista, ultracompetitivo, autoritario e incluso violento. En esas instituciones que tienen un increíble poder económico y político existe una cultura muy incompatible con la vida en común, y eso debería hacernos reflexionar sobre hasta qué punto deberíamos darles tanto poder sobre nuestras vidas.
Una realidad fascinante del capitalismo, que usted aborda en sus libros, es su falta de discursos de legitimación. «La sociedad de mercado no tiene ningún Pericles, Catón o san Agustín. No hay declaraciones de derechos, actas fundacionales ni monumentos. […] Ningún arco del triunfo conmemora las batallas en las que ha vencido la United Fruit Company. Ningún sacerdote hace abracadabra en una lengua muerta para que aceptemos la transustanciación de la riqueza especulativa en bienes y servicios tangibles», escribe. Sí, efectivamente una cosa extraña es que así como la izquierda o la democracia tienen grandes discursos que impulsan sus ideales, el capitalismo se ha impuesto con un discurso de baja intensidad en el que lo que se dice es: «Bueno, sí, esto no es que sea una maravilla, pero por lo menos nos libra de la pobreza y de la guerra». De todas formas es algo que ha cambiado un poco en los últimos años: el neoliberalismo sí ha conseguido generar formas de legitimación más amplias y dirigidas a las masas populares. Thatcher, en este sentido, fue una auténtica innovadora. También Reagan. Hoy hay millones de personas dispuestas a comprar esos discursos, pero históricamente no ha sido así; más bien ha sido lo contrario. La legitimación histórica del capitalismo es esa cosa, tan típica del Partido Popular en España, de: «Nosotros somos serios». En estas elecciones, el lema del Partido Popular ha sido «España en serio». Es como decir: «Hombre, no es que tengamos grandes ideas, no es que se nos ocurran grandes soluciones, pero eh, somos gente de orden, somos gente seria, somos gente con la cabeza encima de los hombros y que no se dedica a hacer locuras». Eso es lo mejor que el capitalismo ha sabido decir de sí mismo durante mucho tiempo, y es muy significativo. Tenemos grandes problemas que necesitan, para solucionarse, algo más que personas de orden (risas).
En Sociofobia señala una desnudez del emperador que no se suele señalar: la de que el libre mercado y la dictadura de la ley de la oferta y la demanda hacen que se dediquen cantidades ingentes de recursos y esfuerzos a ciertas lucrativas estupideces que absorben las que deberían dedicarse a cuestiones más útiles pero menos rentables a corto plazo. Hay equipos de científicos abandonando investigaciones importantísimas por falta de recursos a la vez que mantenemos a un ejército de mentes brillantísimas ocupado en desarrollar un sistema de reconocimiento facial para que Facebook etiquete automáticamente nuestras fotos. Efectivamente. Yo creo que el gran problema de la sociedad de mercado no es tanto el mercado en sí —que, insisto, en algunos aspectos de la vida económica es muy eficaz y está bien— como que nos quita soberanía colectiva, la capacidad de tomar en comunidad decisiones sobre aspectos muy importantes de nuestra vida. La investigación es un buen ejemplo de eso. Una vez que se deja al mercado la decisión de qué se investiga y qué no se investiga se renuncia a cierto tipo de investigaciones que por ciertos motivos tal vez nunca vaya a ser rentable llevarlas a cabo. Es lo que se llama fallos de mercado, pero esa etiqueta no está del todo bien, porque transmite la idea de que son excepciones cuando lo que son esos fallos es la norma. Además, son la norma, de manera cada vez más evidente, en aspectos relacionados con el medio ambiente y la falta de sostenibilidad de un sistema que se enfrenta a límites físicos inminentes. Es imposible que el mercado afronte, en esta sociedad en que nos hemos privado a nosotros mismos de mecanismos de soberanía esenciales, los límites ecológicos a los que se enfrentan nuestras sociedades, y eso es algo que yo creo que a corto plazo se nos va a venir encima de una manera radical. Y no es sólo el medio ambiente. El transporte, por ejemplo: imagínate la cantidad de alternativas de transporte colectivo, o combinaciones de transporte privado y colectivo, que podríamos organizar para acabar con el modelo actual de predominio absoluto del transporte privado. Podríamos organizar todo tipo de cosas, pero es imposible porque estamos sometidos a una inercia mercantil que hace que lo que intuitivamente deberían ser soluciones se transforme en problemas. ¿Qué pasaría si mañana se paralizara la industria del transporte privado para dar lugar a alternativas colectivas? Pues un problemón, porque se estaría paralizando un vector importantísimo de la vida económica y mucha gente se iría al paro.
Puzles de ruido y furia
El mundo de hoy, escribe en sus libros, es una jungla semiótica que «premia la fragmentación y castiga las narraciones continuas y coherentes», haciéndonos vernos como «una concatenación incoherente de vivencias heterogéneas, relaciones sentimentales esporádicas, trabajos incongruentes, lugares de residencia cambiantes, valores en conflicto…». Sí. Eso es algo que se ha abordado mucho en la sociología reciente, aunque a veces en unos términos un poco esotéricos. Es una vivencia muy cotidiana, en realidad: tú preguntas a una persona de cincuenta y pico o sesenta años cómo se define y normalmente te dará una definición que tenga que ver con su trabajo. Las personas de esa edad hacen unas narrativas personales de quiénes han sido muy vinculadas a las ocupaciones que han tenido durante toda su vida y que la han articulado en buena medida. Con las personas menores de treinta y cinco años, eso es prácticamente imposible. Yo lo hago mucho con mis estudiantes. Muchos y muchas trabajan, pero es impresionante ver cómo a los treinta y cinco e incluso menos, a los treinta años, la gente ha pasado por diez trabajos completamente incongruentes entre sí, con niveles de cualificación absolutamente diversos y que casi nunca generan una cierta identidad personal. Cada uno de esos trabajos es, simplemente, algo que les ha pasado; un mero fragmento de sus vidas que además casi nunca ha sido para ellos una experiencia de solidaridad. Incluso entre gente de izquierdas, comprometida, el ámbito laboral no suele ser un espacio de cooperación, colaboración y mejora en común. Yo creo que ése es un cambio extremadamente grave que además se ha expandido al resto de nuestras vidas. Es como si la vida fuera ahora un consumo de pedacitos de realidad, compartida a veces, a veces no, que vamos hilvanando como podemos pero que no tiene un sentido conjunto. Y eso puede estar bien en lo que tiene de fin de unas narrativas tradicionales que también solían ser narrativas de opresión insoportable y que por lo tanto está muy bien cargarse, pero hombre, que la alternativa sea una especie de puzle loco o abstracto y sin sentido yo creo que genera mucho sufrimiento. Aquellas narrativas completamente dadas, absolutamente rígidas, eran una cosa mala que había que solucionar, pero la alternativa no puede ser la pura liquidez, la pura fragmentación. Yo creo que eso genera sufrimiento y que no compone una vida. Una vida es algo más; algo a lo que puedes dar un sentido cuando miras hacia atrás y hacia delante, pero cada vez más gente se enfrenta a mirar su vida y ver una nada, un sinsentido, un puro ruido y pura furia.
No sólo al trabajo: las autonarrativas de vida tradicionales solían estar vinculadas, también, a un lugar geográfico del que no se salía y a una familia que no se abandonaba. Se era, por ejemplo, maestro, asturiano y el marido y el padre de una determinada mujer y unos determinados hijos. Hoy, además de esos currículos vítae fragmentarios, la gente, o mucha gente, vive en varios lugares a lo largo de su vida y encadena dos e incluso tres familias nucleares. Sí, sí. La gente cambia de pareja, de amigos, de aficiones… Y ya digo: eso tiene un aspecto positivo. Estar vinculado de por vida a un trabajo en una cadena de montaje o a un círculo de afinidad opresivo que te controlaba era un horror y algo que había que cambiar, pero se ha pasado a otro extremo que tampoco es bueno. Yo creo que a veces la izquierda, o cierta izquierda posmoderna, ha concedido demasiado al neoliberalismo y ha visto esa falta total de raíces y ataduras como algo bueno. A mí me parece que en cambiar de ciudad y de trabajo cada dos años o en no ya poder acceder a distintos modelos de familia, sino no poder tener una familia en absoluto, que es una imposibilidad a la que se enfrenta mucha gente por no tener las condiciones económicas y sociales para poder tener pareja estable o hijos o cuidar de sus padres, no hay goce, sino sufrimiento. Y me parece que el capitalismo está encantado con esa fragmentación extrema: es su ideal sistémico que nos comportemos de esa manera.
Usted sostiene en Sociofobia que Internet en general y Facebook en particular son una especie de sutura de esa fragmentación que podría volvernos locos de no atajarse, pero una sutura imaginaria. La sensación de sociabilidad de que nos imbuye Internet es absolutamente irreal. Sí. Internet no es la única herramienta que opera en ese sentido, pero está entre las principales. En Internet, o en los discursos asociados a Internet, encontramos una especie de muleta o de prótesis que nos ayuda a sobrellevar mejor esa fragmentación. Si no tienes círculos de afinidad permanentes, si no tienes amigos a los que ves todos los días y que te echan un cable cuando las cosas van mal, pues bueno, por lo menos tienes Facebook, tienes Twitter y el teléfono está parpadeando constantemente con mensajillos. Nadie confunde eso con la auténtica amistad, yo no sugiero eso, pero sí que se genera una especie de medio ambiente ideológico, de cortina de humo, que nos hace menos conscientes de esa mala vida que llevamos y tolerarla mejor. Yo suelo comparar eso con los psicofármacos, con ese estado de sopor que te dan los antidepresivos. Nadie es tan idiota como para confundir eso con la felicidad, pero ese sopor te permite sobrellevar mejor tu mierda de vida. También hay un conjunto de discursos vinculados al consumo y a los estilos de vida que cumplen una función parecida: «Bueno, no tengo una vida como las de antes, con una narrativa coherente, pero tengo experiencias, viajes, etcétera, que de alguna forma me permiten sobrellevar esta vida mejor».
«Internet sirve para intercambiar series de televisión, pero no cuidados», advierte en Sociofobia, donde explica también que «el capitalismo ha destruido las bases sociales de la codependencia instaurando un proyecto socialmente carcinógeno y nihilista. El ciberfetichismo maquilla este programa de destrucción social para hacerlo apetecible y cordial, en lugar de apocalíptico. Nos habla de comunidades digitales y de conexiones ampliadas, pero es profundamente incompatible con el cuidado mutuo, la base material de nuestros lazos sociales empíricos». Sí. Hay una frase de Carolina Alguacil, la chica que inventó el término mileurista, que yo repito mucho. Alguacil estudió muy bien esa vida del precariado y decía que en algún momento «incluso parecía divertida»: viajábamos, vivíamos en un piso compartido, íbamos a conciertos, teníamos un sueldo de mierda pero nos apañábamos y era casi divertido. Se consiguió que asumiéramos la idea de que esa vida de mierda, esa vida a salto de mata, es una vida intensa, divertida y cool, un estar en la vanguardia de no se sabe muy bien qué. Y eso está muy asociado a la cultura de las tecnologías, y efectivamente tiene un límite muy preciso, que es cuando de repente ves que cosas absolutamente cruciales y definitorias de en qué consiste ser una persona, crecer y evolucionar no las puedes hacer en este medio ambiente líquido. No puedes ni cuidar de los demás, ni cuidarte a ti mismo, ni crear una familia, ni en general desarrollar un proyecto de vida que vaya más allá de lo inmediato: estudiar filología inglesa en vez de un curso de inglés, montar en tu barrio un negocio comprometido con un conjunto de valores y tradiciones locales en lugar de una start-up que si en unos meses fracasa la abandonas y ya está, etcétera. Es un problema y son unas limitaciones que no tienen que ver sólo con los cuidados, pero que en el ámbito de los cuidados salen a la luz con mucha claridad.
«La sociabilidad que ofrece el capitalismo puede llegar a ser muy abundante pero siempre es extremadamente epidérmica», escribe también en Sociofobia. Sí. El mercado, efectivamente, genera sociabilidad. Es una idea muy del siglo XVIII, cuando Montesquieu escribía sobre el «dulce comercio» que, frente a los conflictos que generaban la religión y a las identidades étnicas, daba lugar a relaciones cordiales y serenas que beneficiaban tanto al consumidor como al vendedor: esa cosa de ser amable y cordial con el camarero que nos atiende y que el camarero también lo sea con nosotros. El mercado y las relaciones mercantiles, es cierto, consiguen que desconocidos que normalmente desconfiarían los unos de los otros tengan motivos para relacionarse en términos pacíficos y que cuando vamos por la calle y vemos a un desconocido no pensemos si nos va a pegar un garrotazo y matarnos porque es de la tribu de enfrente, y en ese sentido es positivo. Lo que pasa es que esa cordialidad y esa afabilidad son poco profundas, epidérmicas, poco comprometidas con el bienestar.
En Sociofobia echa mano de dos términos llamativos: ciberutopía y ciberfetichismo. Sí. Llamo ciberfetichismo a eso que comentábamos antes; esa creencia en que las tecnologías de la comunicación van a hacer más llevaderos o más soportables o incluso a solucionar algunos de los grandes problemas a los que nos enfrentamos hoy. En línea con eso, la ciberutopía es una ideología muy difundida en nuestro tiempo y que tiende a considerar que la solución a los principales o a algunos de los principales problemas a que nos enfrentamos tienen como mínimo una dimensión tecnológica. Una cosa que a mí me fascina es cómo prácticamente el único punto de consenso que existe entre todas las opciones políticas es que la tecnología va a jugar un papel destacado en la solución de toda clase de dilemas sociales. En el ámbito educativo, por ejemplo, el único progreso que la izquierda ha promovido en las últimas décadas es la introducción de tecnología en las aulas. Frente al fracaso escolar, la desigualdad, etcétera, la única propuesta es introducir tecnología en las aulas, no mejorar las condiciones sociales de docentes y estudiantes. Es algo muy significativo que pasa en muchos otros ámbitos de nuestra vida.
También alude varias veces a la ideología californiana. ¿Cuál es esa ideología? Tiene que ver también con esto. Es el núcleo duro del ciberutopismo y lo forman los grandes magnates de Silicon Valley, que tienen características muy interesantes porque no son como los capitalistas clásicos, que asociamos a tendencias políticas conservadoras y a los estilos de vida ostentosos que identificamos inmediatamente con la derecha política, sino gente políticamente progresista, liberal en lo moral, encantada con el multiculturalismo y con la diversidad sexual, comprometida al menos en algún grado con valores medioambientales amables, etcétera, y que sin embargo, en lo que toca a la economía, son anarcoliberales muy, muy radicales. Esos magnates consideran en términos generales que la tecnología ocupa un lugar central en la solución de nuestros problemas políticos y que eso es compatible con una mercantilización extrema. En su versión más caricaturesca es una ideología muy limitada, pero en versiones más complejas ha tenido una gran influencia.
Su crítica a Internet y al ciberentusiasmo se centra particularmente en los proyectos cooperativos de moda en la red, como el movimiento copyleft o Wikipedia, que han sido abrazados con entusiasmo por cierta izquierda. «La izquierda», escribe usted concretamente, «parece reencontrarse [en ellos] con una versión cool y tecnológicamente avanzada de su propia tradición universalista» y con «la consumación misma [de la] aspiración [de] los socialistas, [que] querían un tipo de fraternidad que, sin embargo, preservara la libertad individual». Sin embargo «las pruebas empíricas sugieren sistemáticamente que Internet limita la cooperación y la crítica política, no las impulsa». Sí, sí. Lo que yo quería plantear ahí de alguna forma es cómo cierta izquierda ha concedido demasiado a ese ciberutopismo californiano. La izquierda ha aceptado que las limitaciones de nuestro sistema democrático iban a poder ser superadas en buena medida gracias a la aparición de mecanismos y procedimientos tecnológicos que permiten la cooperación o la coordinación a gran escala, y eso tiene una parte de razón pero también tiene importantísimas limitaciones. La cooperación no necesita sólo condiciones técnicas: también condiciones sociales y políticas, y es curioso cómo la propia izquierda, que era quien mejor sabía contar eso, lo ha llegado a olvidar. Mi crítica es ésa.
Al hojear en la librería su Sociofobia antes de comprarlo, lo primero con lo que me topé fue la siguiente frase: «El Partido Comunista Chino ha descubierto que Lady Gaga es una aliada, no el enemigo». ¿A qué se refiere esa observación? A algo que se observó empíricamente en Alemania del Este y que cuenta [Evgeny] Morozov en algún lado, que es que en la RDA, al principio, intentaron controlar la señal de televisión que llegaba de la Alemania Federal, de Occidente, porque se consideraba que la influencia de la televisión occidental socavaba el poder del partido comunista y su dictadura, pero que en un momento dado observaron que era al revés; que en las ciudades que tenían acceso a la señal televisiva del Oeste había menos protestas y menos conflictos que en las ciudades a las que no llegaba esa señal, porque poder ver las series de moda de la época en la televisión occidental hacía a la gente más dócil, no menos. Por lo visto, ahora está sucediendo lo mismo en China: el partido comunista se está dando cuenta de que dar acceso a la cultura popular occidental más mainstream hace a la gente más dócil en lugar de menos. Yo creo que ésa es una lección interesante y que debería hacernos pensar que tal vez los medios de comunicación no sean en sí mismos la panacea de la crítica y la libertad. Por supuesto, hay que tener acceso libre a la información, no es que yo diga lo contrario, pero la fuente de la crítica y de la rebelión contra el poder establecido yo no creo que debamos buscarla ahí, sino en otra clase de cuestiones.
¿Supusieron las televisiones privadas, como advertía el canciller Kiesinger, el fin de la democracia? No, no, es al revés. Yo creo que lo que pasa más bien es que el fin de la democracia trajo consigo las televisiones privadas. Y no soy nada conspiranoico: simplemente creo que cuando empiezan a deteriorarse los ideales igualitarios y democráticos es cuando empieza un proceso que se retroalimenta con aquél y por el cual aceptamos, junto con otras privatizaciones de ámbitos importantes de la vida en común, el control privado del espacio informativo. No, no es tanto que la televisión privada corrompa la democracia como lo contrario: que la corrupción de la democracia y la renuncia a intervenir en esos espacios hacen que se ponga e marcha una especie de bola de nieve que va aumentando cada vez más ese proceso degenerativo.
En Sociofobia insiste mucho en contraponer los conceptos dealtruismo y compromiso, que son habitualmente confundidos. Sí, porque muchas veces van a la par. Lo que yo digo es que realmente lo que se opone al individualismo egoísta no es el altruismo, porque el altruismo se puede, y lo suelen hacer los teóricos de la racionalidad práctica, reinterpretar en términos de egoísmo: soy altruista porque lo prefiero, porque es mi preferencia personal. Hay quien prefiere no pensar nunca en los demás y hay quien prefiere pensar todo el rato en los demás igual que hay quien prefiere el helado de fresa y quien prefiere el helado de vainilla. Yo creo que en el concepto de altruismo hay un punto de trampa discursiva, y por eso le opongo el concepto de compromiso. Comprometerse es estar vinculado a normas colectivas irreductibles a preferencia personal; a normas que sigues de una manera en que jamás te preguntas si prefieres hacer esto o no: las sigues y punto. Tú cuidas a tus hijos no porque lo prefieras, sino porque tienes que hacerlo, y sacas a pasear a tu perro no porque lo prefieras, sino porque estás comprometido con que tener un perro implica un conjunto de normas y responsabilidades. La gente que empieza a preguntarse si prefiere sacar a pasear a su perro o no es la que acaba abandonando animales. O cosas más básicas aún: tú no pagas un café en un bar después de buscar y encontrar en ti la motivación necesaria para pagarle el café al camarero: eso es una idea absurda. Lo pagas porque estás comprometido con que pedir un café en un establecimiento público implica pagarlo y ya está. Internet, al licuar la solidez de los vínculos sociales que es precisamente la base del compromiso, hace que se confundan mucho los dos conceptos. La gente que necesita rastrear en sí motivaciones altruistas es muy raro que desarrolle conductas cooperativas.
La fragmentación posmoderna conlleva otros peligros que no deben subestimarse. Uno de ellos es que «la atomización de las decisiones y la ausencia de deliberación colectiva incrementa drásticamente el peligro de que las irracionalidades individuales se retroalimenten generando una catastrófica bola de nieve colectiva». Sí, efectivamente. Eso se ve muy bien en economía, donde hay una cierta dependencia del camino. Lo decíamos antes con respecto al transporte público: si en cierto momento se hubiesen tomado ciertas decisiones sobre las ciudades, el transporte y la sostenibilidad, ahora tendríamos ciudades mucho más vivibles, sostenibles y mejores para todos, pero ahora es extremadamente costoso volver atrás. Obligaría a grandes sacrificios que normalmente la gente no está dispuesta a asumir. Pasa en todos los ámbitos. Por ejemplo, en el de la educación. En Madrid, por ejemplo, la educación supone ya más del cincuenta por ciento del sistema educativo. Deshacer eso generaría todo tipo de problemas, costes y sacrificios para los profesores que están contratados en la red privada, para las familias que asisten a ella, etcétera. Si desde el primer momento hubiésemos rechazado esta vía, ahora no estaríamos en esta situación. Abrir la puerta a la mercantilización siempre es muy peligroso, y aunque cada acción concreta parezca generar un beneficio inmediato o a corto plazo hay que tener siempre en cuenta dónde nos va a colocar eso en el medio y en el largo plazo. ¿Vamos a poder revertir los efectos perniciosos que se puedan generar o no? ¿Me va a colocar esto en una situación en la que ya no pueda dar marcha atrás? La mayor parte de las sociedades históricas tenía muy presente eso: no pensaban tanto en si esto o aquello era beneficioso a corto plazo como a dónde les iba a llevar a largo plazo. Se ve muy bien en la propiedad inmobiliaria: hay todavía países donde uno no compra un piso o un suelo para siempre, sino que el suelo pertenece al Estado y no es enajenable y uno puede comprarlo durante noventa o cien años pero no para siempre, porque se considera que lo contrario genera un efecto bola de nieve que no sabes a dónde te va a llevar.
El freno de la mano de la historia
Marx, y en consecuencia la teoría y el movimiento a los que dio nombre, creía en una especie de embarazo socialista del capitalismo. La idea era que el capitalismo desarrollaba unos avances tecnológicos que, sin embargo, desaprovechaba, y que el socialismo haría un uso más eficaz y racional de ellos. ¿Cabe seguir creyendo, a la vista de los hechos, en ese embarazo? Yo creo que en cierto sentido no y en cierto sentido sí. No en lo que esa idea alimente una cierta tendencia que existe en la izquierda y a mí me irrita muchísimo, que es esa cosa de que «cuanto peor, mejor»; esa especie de izquierdismo catastrofista en sentido positivo que cree que el desmoronamiento o la crisis del capitalismo genera ya de suyo mecanismos de emancipación. Yo creo que cuanto peor, peor, y ya está, entre otras cosas porque casi siempre se puede ir a peor. He llegado a leer en autores muy prestigiosos que la precarización es casi una buena noticia porque nos coloca en la antesala de formas de trabajo ya no vinculadas a la cadena de montaje fordista y más libres y cercanas a la vida nómada y a las derivas de la multitud. A mí, más allá de que haya cosas criticables y espantosas en las cadenas de montaje fordistas, eso me parece una auténtica gilipollez y algo que además tiene un componente elitista muy fuerte. Creo, en cambio, que sí había una parte potente de las ideas de Marx en este ámbito que sigue teniendo validez, que es la de que la modernidad ha desarrollado herramientas que están a la mano, que ya conocemos, para poder vivir mucho mejor. Esa idea de que la fuente de crítica no debe ser lo mal que vivimos, sino lo mucho mejor que podríamos vivir, yo creo que sí sigue siendo sugerente. No todos vivimos particularmente mal; yo no considero que viva particularmente mal, pero sé que podría, y que podríamos todos, vivir mucho mejor, porque tenemos a la mano las herramientas sociales, tecnológicas, culturales y políticas necesarias para ello. Lo que Marx hacía muy bien en este sentido era diferenciar entre capitalismo por un lado y modernidad e Ilustración por otro, y yo creo que la moraleja de su idea de la preñez socialista del capitalismo no es que el destino del capitalismo sea superarse a sí mismo para dar lugar al socialismo sino que hay una tensión entre capitalismo y modernidad e Ilustración que podemos aprovechar para hacernos cargo de algunos de los problemas que el capitalismo es incapaz de solucionar e incluso poner a funcionar algunas capacidades que el propio capitalismo crea pero es incapaz de desarrollar.
«Hay gente que cree que superar la sociedad de mercado consiste sencillamente en repartir los beneficios que hoy se concentran en pocas manos, [pero] la verdad es que si distribuyéramos las ganancias anuales del IBEX 35 en su máximo histórico entre todos los españoles, tocaríamos a unos setecientos euros por cabeza. Seguro que a muchos nos vendrían muy bien, pero no es exactamente la emancipación fraterna», escribe en Sociofobia. La solución a los problemas del mundo no es un simple reparto, sino un cambio radical de modelo. Sí, sí. Es una crítica que hago en Sociofobia: así como la izquierda tradicional tenía un proyecto de sociedad, en los últimos tiempos no nos atrevemos a imaginar o a proponer un modelo alternativo. Para cierta izquierda más tradicional, la solución a nuestros males es volver al desarrollismo de los años cuarenta, cincuenta y sesenta; a ese keynesianismo de posguerra. No lo dice así, expresamente, pero es el modelo que subyace a sus propuestas, y es materialmente imposible. El planeta es incompatible a largo plazo con ese modelo de desarrollo que sólo tuvo sentido coyunturalmente, en un momento muy concreto. Frente a eso, para la izquierda que no opta por esa vía ni siquiera hay modelo; a lo que se limita es a repetir que necesitamos la renta básica, cuando la renta básica es un modelo de distribución y no uno de producción. Mi crítica va por ahí: las cosas son más complicadas y yo creo que tenemos que atrevernos a asumir de alguna manera esa complejidad. En los últimos treinta años, una parte de la izquierda ha aceptado la derrota histórica y se dice a sí misma: «Como nunca vamos a gobernar, como nunca vamos a tener que hacer propuestas en positivo que se tomen en serio, plantearse un modelo alternativo real es perder el tiempo». Yo creo que ha llegado el momento de que vayamos en serio a un modelo económico sostenible, equitativo y productivo que permita una red de redistribución ambiciosa, y creo que ya se empiezan a escuchar voces en ese sentido, pero es una tarea urgente acelerar ese proceso. Seguramente hayan sido los ecologistas los que más hayan aportado ahí.
En sus libros también hace una crítica a la concepción que el socialismo y el pensamiento crítico en general ha tenido siempre del hombre como una especie de plastilina antropológica moldeable a voluntad. En Capitalismo canalla, usted se pregunta lo siguiente antes de abordar la obra de Dostoyevski: «¿Y si el hombre nuevo es imposible? ¿Y si nuestro lastre antropológico es demasiado pesado? […] ¿Y si el hombre nuevo no es una fantasía futurista inofensiva, sino un proyecto cruel y salvaje, un nivel incrementado de atrocidad cuyos prolegómenos ya han comenzado?». Sí… Yo me siento cada vez más atraído, más interpelado, por cierto naturalismo, por ciertas corrientes que se preguntan en serio por las dimensiones biológicas y naturales de nuestra vida en común. Creo que ha habido, también desde la izquierda, un rechazo muy pernicioso del naturalismo, una idea de que somos, sí, pura arcilla, pura plastilina histórica que podemos moldear a nuestro antojo, cuando la verdad es que no es así. Hay ciertas constantes antropológicas que se mantienen a lo largo del tiempo y con las que deberíamos contar no para aceptarlas sin más, sino para, al revés, modularlas y construir sobre ellas. Yo creo que lo que ha pasado es que la izquierda ha renegado del concepto de naturaleza humana y lo que ha hecho con ello ha sido regalárselo a la derecha, que nos lo ha devuelto convertido en un horror, en una monstruosidad de egoísmo, lucha por la vida y conflicto permanente, cuando ésa es sólo una parte de la naturaleza humana. Lo que te cuentan los sociobiólogos es que la naturaleza humana, y no sólo la humana, sino también la de muchos animales, también es cooperación, cuidados y altruismo. Creo que ese abandono ha sido un error histórico terrible de la izquierda, entre otras cosas porque el capitalismo está encantado con esa ductilidad extrema de nuestra naturaleza. Es exactamente lo que nos dicen los neoliberales: ¡si da igual todo! ¿Que no tiene usted familia? ¡No pasa nada, somos totalmente dúctiles, ya nos adaptaremos! ¿Que no tiene usted amigos? ¡No pasa nada, en seguida aparecerá tecnología que le moldeará a usted de tal manera que tampoco necesite eso! Yo creo que, por el contrario, la idea de que no somos totalmente maleables es una fuente de resistencias muy importante contra esta disolución de todo lo sólido.
En relación con lo anterior —ni el capitalismo está preñado de socialismo ni ha lugar a creer en la posibilidad de moldear un hombre nuevo—, usted da vueltas, en sus libros, a una idea que toma de Walter Benjamin: la de que el comunismo debe ser un manotazo en el freno de emergencia de la locomotora de la historia mundial, no un pie en su acelerador. Exactamente. Hay una tradición socialista que no se atrevió a pensar a fondo en la idea de naturaleza humana, pero que sí asoció las transformaciones políticas progresistas a un cierto conservadurismo antropológico. Santi Alba Rico lo explica muy bien cuando dice que la izquierda tiene que ser revolucionaria en lo económico, porque el capitalismo es irreformable; reformista en lo institucional, porque tenemos que cuidar nuestras instituciones, y conservadora en lo antropológico, porque realmente hay que ser muy prudente a la hora de transformar los vínculos antropológicos sociales establecidos. Es una idea que tiene que ver también con ésa brechtiana de que el socialismo es el punto medio, el término medio, no algo radical sino algo que se corresponde con cierta normalidad antropológica. Yo creo que hay que rescatar esa idea frente a cierta aceleración posmoderna; que hay que rescatar esa parsimonia antropológica.
Un siglo antes que Benjamin, Max Stirner, uno de los grandes ideólogos del egoísmo político, escribía que toda revolución es una restauración. ¿Tenía razón, de alguna manera, Stirner cuando clamaba eso desde la trinchera contraria a la nuestra? ¿No es que la revolución sea una restauración, sino que debe serlo? Bueno, a veces sí y a veces no… La verdad es que me cuesta contestar, porque desconfío un poco de la idea de revolución. Yo creo que los planteamientos revolucionarios son muy perniciosos, porque han llevado mucho a la izquierda centrarse exclusivamente en ese momento de gimnasia política intensiva, en ese atletismo político que es el momento del activismo, de la militancia extrema, comprometida y arriesgada. A mí me convence más esa idea de Žižek de que realmente lo importante es el día después, cuando la gente se va de la calle, se vuelve a sus casas y hay que empezar a tomar decisiones. Hemos pensado muchísimo en la épica revolucionaria, en cómo tomar el Palacio de Invierno, si a través de las urnas o a través de asambleas y piquetes, y poquísimo en ese día después. ¿Habrá multas de aparcamiento? ¿Habrá juzgados? ¿Habrá clubes deportivos? ¿Habrá escuelas públicas? Cómo va a ser ese mundo nuevo es lo que a mí me preocupa y creo que deberíamos empezar a preocuparnos un poco menos de la épica y un poco más de ese conjunto de transferencias con dinámicas diferentes, algunas de ellas contradictorias, y de cuáles van a ser las condiciones económicas. Tenemos más o menos claras las políticas y un poco menos las sociales y culturales, pero no tanto las económicas. A mí eso me preocupa mucho más.
«Curiosamente, […] nada resulta tan subversivo y repugnante para el capitalismo posmoderno […] como los intentos de construir nuevos proyectos sociales a partir de lo que ya somos y siempre hemos sido: hijos, madres, novios, vecinos, amigos, compañeros… Renunciar a un ascenso por principios éticos, apoyar solidariamente a un compañero de trabajo o resistirse a mudarse allí donde lo ordene el mercado son herejías insoportables para los apóstoles de los márgenes de beneficio», escribe en Capitalismo canalla para apoyar su tesis de que no es una idea descabellada construir un nuevo orden social a partir de lo que siempre hemos sido. Sí, eso es la pura realidad. Hay un libro muy bonito que se titula La conquista de lo cool en el que Thomas Frank cuenta cómo ha habido una sinergia progresiva entre el capitalismo más avanzado, de emprendedores, más atractivo incluso estéticamente, y la contracultura que aparece a partir de los años sesenta. Ha habido un flujo muy intenso y en ciertos momentos los grandes empresarios empezaron a utilizar un léxico cercano al de la izquierda radical y a hablar de revolución, de transformación radical, etcétera. El mejor ejemplo de ello es aquel anuncio tan famoso de Mac de 1984 en el que se representaba una escena de la novela de Orwell en la que un montón de gente idiotizada, toda gris, miraba una gran pantalla de televisión vigilada por policías hasta que aparecía una chica con un martillo, rompía con él la pantalla de televisión y entonces empezaba a aparecer color y diversión por todas partes y la siguiente frase: «Macintosh, para que 1984 no sea nunca ya 1984». Eso es algo muy generalizado. Los capitalistas han ido integrando en sus propios valores una cierta idea de subversión, de renovación, de transformación, y eso muchas veces se lee en términos de cooptación o de falsificación, pero no es del todo así. Los líderes de ese proceso fueron empresarios que ya desde los años sesenta se rebelaron contra el poder de las grandes corporaciones más consolidadas, y eso debería hacernos pensar que hay un poder subversivo en cierta cotidianidad que en sí misma es muy difícil de cooptar. Eso es algo que a la izquierda se lo enseñaron los zapatistas y otros procesos similares en Latinoamérica: hay una potencia subversiva enorme en cierto conservadurismo antropológico que al capitalismo le resulta mucho más difícil gestionar.
En Capitalismo canalla, aborda esa idea echando mano de una fascinante novela de Andréi Platónov: Chevengur. En ella, Platónov se plantea la posibilidad de que la transformación política se apoye en las formas de organización tradicionales del campesinado ruso en lugar de arrasarlas. Chevengur, sí. Es una novela complicada, que a mí me da la sensación de que se lee casi como una novela de ciencia-ficción o de fantasía exacerbada, pero Paco Fernández Buey explicó muy bien que lo que hace en realidad Platónov es explicarnos a través de la fantasía problemas muy reales de la Rusia leninista. Los revolucionarios rusos se enfrentaron al problema de cómo implementar un programa de cambio social en una sociedad prácticamente feudal que por una parte necesitaba cambios culturales profundos para poner en marcha esos procesos pero por otro hacía a los revolucionarios preguntarse hasta qué punto podían aprovechar la sociabilidad tradicional para poner en marcha esos cambios. ¿En qué medida —se preguntaban— podemos convertir a los siervos en revolucionarios sin transformarlos completamente? ¿Tenemos que hacer que abandonen completamente su forma de vida tradicional o hay en sus formas de sociabilidad tradicional elementos que podemos reelaborar para que esa sociedad se convierta en una sociedad emancipada? Lenin era partidario de la aceleración histórica radical y del cambio cultural profundo, igual que Mao, pero en cambio Platónov veía algo que hoy en día se ha recuperado mucho, que es esa idea de que en las sociedades tradicionales, además de autoritarismo, patriarcado y reacción, también hay elementos vinculados a los bienes comunes y a cierta sociabilidad que se pueden reelaborar depurándolos de esos otros elementos negativos. Yo creo que, de nuevo, han sido los movimientos indígenas latinoamericanos los que han rescatado esa idea para la contemporaneidad, pero lo han hecho mucho después de Platónov. Cuando lo intentó hacer Platónov, nadie entendió de qué diablos estaba hablando. Por eso tuvo tan poca fortuna.
En Capitalismo canalla también menciona una reflexión de Dostoyevski sobre que lo que los revolucionarios pretendían era imponer la forma de pensar del hombre francés, y concretamente la del de la región parisina, a todos los pueblos del mundo. Lo que usted propone apoyándose en esa cita es que en todas las tradiciones del mundo hay instituciones comunitarias que reaprovechar y que no es preciso arrasarlo todo para construir la nueva sociedad solidaria a la que aspiramos los comunistas. Sí, Dostoyevski, que no era un reaccionario de izquierdas sino un reaccionario de derechas, plantea en un momento dado que el problema de los revolucionarios es que se parecen demasiado a los capitalistas: son nihilistas que quieren destruirlo todo y desde la nada construir una sociedad nueva y no entienden que con la nada no se puede construir nada. La moraleja de Dostoyevski, que plantea todo eso desde la derecha política y desde una defensa a ultranza de las instituciones tradicionales —no podemos tocar absolutamente nada, necesitamos al zar, necesitamos a Dios, porque si no nos veremos abocados a la autodestrucción—, es ésa: la izquierda, una vez más, ha concedido demasiado al capitalismo. Pero yo no creo que tengamos que comprar el lote dostoyevskiano entero. Una cosa es reconocerle a Dostoyevski que en lo que toca a las instituciones antropológicas hay que ser muy prudente, que el cambio político no puede pasar por destruir la familia y que si se la quiere cambiar se tendrá que empezar por reconocer su importancia crucial a lo largo de la historia humana y otra cosa es comprarle el lote entero y reconocer como único modelo de familia posible el patriarcal occidental. Históricamente no es verdad, además. De lo que se trata es de construir desde nuestra base antropológica y de transformarla en lo que tenga de transformable, pero sin arrasar hasta sus cimientos.
Se habla mucho, últimamente en las ágoras del pensamiento crítico, de los cuidados. Es un concepto que no siempre se entiende bien. Bueno, es una palabra que se ha convertido un poco en un comodín. Vale casi para todo y yo creo que a veces se saca de contexto. Es verdad que el trabajo de cuidados tiene una importancia económica y social crucial que tradicionalmente el pensamiento económico, sociológico y político no ha sido capaz de reconocer y que ha habido una reivindicación de esa importancia o de ese papel crucial que yo creo que es muy positiva. Lo que pasa es que eso se ha acabado convirtiendo en parte en un comodín político, en una metáfora que vale para todo. Ya parece que encontrarte en un bar es un trabajo de cuidados, o que ir en bici por la calle es cuidar no sé qué, lo cal yo creo que es absurdo. A mí me interesa pensar en los cuidados como exclusivamente lo que son, no llevarlos a cualquier lado. Lo que sí es verdad es que en el trabajo reproductivo, en el trabajo de cuidados, salen a la luz con mucha intensidad algunas contradicciones, algunos dilemas y tensiones profundas de nuestra sociedad. Una madre soltera que cuida de dos hijos tiene inevitablemente una percepción muy intensa de algunas limitaciones o contradicciones muy profundas de nuestra sociedad vinculadas al trabajo y a las carencias del Estado del bienestar. Un joven emprendedor de treinta y dos años al que le vaya muy bien a lo mejor puede hacerse una idea muy dulce de esta sociedad y de las oportunidades que ofrece, pero cuando tienes que cuidar de un padre anciano y no te da la vida ni el dinero para ello ni tienes ayuda pública es muy difícil no darte cuenta de que este mundo tiene problemas profundos y muy serios que sólo se pueden solucionar colectivamente.
En estos últimos doscientos años, el liberalismo se ocupó de la libertad y el socialismo de la igualdad, pero hemos descuidado la fraternidad. ¿Me equivoco si digo que, si hubiera que condensar sus libros en un tuit, podría hacerse con ese resumen? Sí, seguramente, pero sólo en cierto sentido. Para la izquierda, la fraternidad iba de suyo: formaba parte de la práctica política del activismo, y más que de la fraternidad yo creo que de lo que se ha hablado poco es de condiciones del cambio político que tienen que ver con el vínculo social y con el tipo de compromisos que somos capaces de desarrollar. Es algo que se está viendo mucho ahora en Madrid y otras ciudades en las que se están poniendo en marcha procesos participativos que se están enfrentando a limitaciones muy profundas. La gente, sencillamente, no quiere participar. No participa, porque el cambio político, la participación y la democracia requieren unas determinadas condiciones sociales e instituciones a través de las cuales la gente se sienta obligada, comprometida, con la participación.
También en Capitalismo canalla, reflexiona que, detrás del complejo andamiaje teórico del socialismo se escondía un objetivo modesto e incluso poco ambicioso: alimentar, vestir y alfabetizar a la gente. «El fin de la explotación no es más que un manotazo para despejar la mesa, que deja todo lo importante por hacer», escribe. Nos imaginamos el socialismo que el capitalismo hace realista imaginarse: una mera destrucción de lo existente sin un programa claro de qué hacer sobre los escombros humeantes del viejo mundo. Sí, es esa idea de Brecht a la que aludía antes: el socialismo es el término medio, un proyecto en realidad bastante modesto pero que requiere de un desarrollo institucional relativamente complejo para conseguirse. A eso me refería con lo de que la izquierda ha depositado demasiada importancia en los momentos épicos del cambio social y mucha menos en la extrema complejidad de las transformaciones políticas y sociales. Yo hago mucho hincapié últimamente en la necesidad de pensar con cierto detalle qué tipo de instituciones queremos y cómo se van a vertebrar en lo concreto. También qué elementos podemos aprovechar o rescatar del pasado. Yo creo que, por ejemplo, en el ámbito económico eso es palmario: la sociedad ha renunciado durante mucho tiempo a pensar cómo queremos que se institucionalice la economía a través de los distintos mecanismos que tenemos; cuánto queremos que se planifique, cuánto queremos dejar a la coordinación no mercantil y cuánto al mercado en sentido profundo. Tenemos que pensar todo eso y tenemos que pensar qué herramientas para redefinir y repartir el trabajo tenemos y cómo creemos que debe ponerse en marcha ese reparto. Ha habido una dejación con respecto a todo eso; la izquierda se ha quedado en un «lo que surja», y creo que es un error.
¿Hace falta, le hace falta al socialismo, menos complejidad teórica y más complejidad práctica? Hace falta menos complejidad especulativa. Yo creo que adolecemos mucho de eso. Yo soy muy crítico con la influencia del mundo académico en la política, sobre todo en las últimas décadas. Y hace falta más reflexión yo no diría exactamente práctica, sino más bien institucional. No es verdad eso de: «¡Lo importante es la práctica, el estar ahí, el que está ahí es el que sabe!». No, también hace falta gente que piense con cierta parsimonia y que no esté dominada por las urgencias del día a día. Pero esa reflexión tiene que estar enraizada en la construcción de instituciones reales vinculadas al movimiento práctico.
Otra idea que transmite en sus libros es que el libre mercado es evidentemente un mal sistema, pero la planificación no es exactamente la solución. El mensaje es que ni todo se puede dejar al albur de un mercado que desperdicia cantidades enormes de esfuerzo social en un descomunal proceso de ensayo y error, ni todo se puede planificar. «El mercado libre nos proporciona unas anteojeras para ignorar nuestras limitaciones prácticas, la planificación es una lupa que las magnifica», escribe. ¿Cuál es el término medio ideal entre planificación y mercado? No lo sabemos, porque son decisiones contingentes que dependen mucho de cada momento histórico, de cada situación y de cada ámbito de la realidad social. Lo que yo creo qe es importante es darnos cuenta de que no existe un único procedimiento, un único mecanismo que pongamos en marcha y que vaya ya funcionando por sí mismo de forma automática. Lo que tenemos son herramientas contingentes que tenemos que ir gestionando a través de la deliberación democrática. Y esas herramientas son plurales: no tenemos sólo una. No existen sólo la deliberación planificadora autoritaria, la no autoritaria y la espontaneidad mercantil, sino que tenemos todo un conjunto de herramientas —la redistribución, la cooperación no centralizada y más o menos espontánea pero vinculada a reciprocidad, etcétera— del cual podemos tomar para cada ámbito de la vida una u otra. Para regalarnos cosas en Navidad y en los cumpleaños funciona mucho mejor la reciprocidad, para otras cosas funciona mucho mejor la planificación, hay ámbitos en los que funciona muy bien en el mercado y tal vez haya ámbitos de nuestra vida en los que tengamos que poner en marcha otros mecanismos. Últimamente doy muchas vueltas a la idea de que hay trabajos muy desagradables, muy ingratos, que es injusto que tenga que realizarlos sólo un grupo social o unas personas en concreto. Deberíamos repartírnoslos y ese reparto no debería ser abandonado a la buena voluntad de cada cual, sino que debería ser obligatorio realizarlo. Creo que debemos inventar nuevos mecanismos para todo ello, pero lo importante para mí es dejar de confiar en las herramientas en las que ha confiado la derecha, que podríamos llamarprocedimentales: herramientas que pones en marcha y te despreocupas. Las cosas, desgraciadamente, son más complejas. Ha habido una excesiva confianza en la teoría social y yo creo que estamos absolutamente abandonados a la contingencia. Siempre vamos a tener dilemas, siempre vamos a tener que estar negociando con esas distintas herramientas.
Frankenstein y el señor Cayo
Capitalismo canalla es, básicamente, un repaso de la historia del capitalismo a través de la de la literatura. Comienza con Robinsón Crusoe, novela que usted resume como «una versión tropical de la ética protestante y el espíritu del capitalismo». Robinsón es una figura liminar, un personaje fronterizo a caballo entre los antiguos comerciantes aventureros y buscavidas y esa cierta institucionalización del comercio a través de la cual los comerciantes pasan a ser gente seria, de orden. Robinsón tiene esa doble cara: es un aventurero que acaba en una isla desierta pero que instaura en ella un régimen absolutamente reglamentado y parecido al que posteriormente va a dominar en toda la sociedad inglesa y europea. Eso es lo que me resulta atractivo de él: su carácter bifaz, liminar, que me permite iluminar ese momento de transición.
Otra de las novelas analizadas es el Lazarillo de Tormes. ¿Por qué la escoge? Por la misma razón. El Lazarillo es otra figura fronteriza, sólo que en vez de iluminar la construcción de la burguesía ilumina la construcción de las clases trabajadoras. Lazarillo es un siervo que vive la descomposición del sistema feudal de servidumbre, busca desesperado un señor al que servir y va saltando de un noble a un ciego y del ciego al clérigo y viendo la descomposición del sistema y la todavía no aparición de una alternativa hasta que encuentra un trabajo como asalariado, concretamente como aguador, que fueron los primeros asalariados que hubo. Me interesa por eso, porque es una figura límite de otro grupo social, en este caso los asalariados.
Probablemente no haya institución del Antiguo Régimen más denostada por el liberalismo que los gremios. Usted los reivindica como una institución positiva y útil sirviéndose de un pasaje de E. T. A. Hoffmann. Sí. Es una idea que rescato de una corriente del socialismo que surgió en los años treinta en Inglaterra: el socialismo gremial o corporativo, que a mí me interesa mucho porque sus miembros eran socialistas antiautoritarios, muy críticos con el estalinismo y que abogaban por una vía parlamentarista y abiertamente democrática en una época en la que lo que estaba más en boga era ese socialismo atlético y revolucionario. Ellos no renunciaban al revolucionarismo y a la transformación social radical pero defendían, efectivamente, no un rescate de los gremios medievales, que eran un infierno autoritario, pero sí la idea de que haya un conjunto de instituciones laborales y relacionadas con el consumo que negocien democráticamente a través de mecanismos transparentes algunos mecanismos importantes de la producción, la distribución y el consumo. Autores como Cole, como Tawney o como el propio Polanyi decían: «Bueno, el mercado tiene que tener un espacio de competitividad, está bien que sea así, pero no debe llegar a las dinámicas laborales y de consumo; necesitamos instituciones sociales que puedan negociar esas condiciones: grupos de consumo que controlen los procesos de calidad para que los productores no intenten colárnosla pero también grupos de productores que negocien las condiciones laborales en que se producen ciertos bienes y servicios». Lo que esos autores decían justamente era que eso tenía cierta continuidad con los gremios medievales, que también establecían parámetros de calidad, condiciones laborales, etcétera. Una recuperación de los gremios sin más sería absurda, una idiotez, pero un rescate de lo que tenían de bueno sí era digno de proponerse. A mí esa idea de repensar los sindicatos, los grupos de consumo, etcétera, como una posibilidad de inyectar democracia en la sociedad me parece muy sugerente, aunque se ha discutido poco. Tampoco es que yo la tenga muy articulada, pero creo que valdría la pena pensar en ello.
También hace una cierta reivindicación de otro movimiento denostado, que usted considera incomprendido: el ludismo. No eran meros brutos destrozadores de máquinas. No, no, no. En absoluto. Al contrario: eran gente con una visión muy lúcida del cambio social y tecnológico. Ellos no destruían las máquinas porque sí, sino que entendían perfectamente, frente a los tecnofetichistas que glorificaban la innovación por la innovación, que la innovación se da en un contexto político, social y económico determinado y no es neutra, sino que tiene unos efectos muy concretos y una direccionalidad política muy concreta destinada a beneficiar a las élites económicas de su tiempo. Los luditas entendieron eso perfectamente; de hecho, sus exigencias no eran sólo limitar o modular la innovación tecnológica, sino también reivindicaciones laborales y no laborales. Yo creo que ahora, frente a ese tecnoutopismo, a esa glorificación del cambio tecnológico de la que hablábamos antes, el ludismo es un programa muy a reivindicar.
Otro de los libros a los que alude en Capitalismo canalla es El disputado voto del señor Cayo, de Miguel Delibes. En él, el señor Cayo, alcalde de un abandonado pueblo de tres habitantes, fascina a unos candidatos que van a pedirle el voto en las elecciones generales de 1977 por ser una especie de Robinsón castellano; uno de esos hombres del campo que sabe hacer de todo. Usted escribe que «la capacidad de hacer cosas […] hoy nos resulta heroica, propia de seres sobrenaturales. Sin embargo, ha sido la normalidad antropológica durante decenas de miles de años» y que «la idea de que una persona podía o debía dedicar treinta años de su vida laboral exclusivamente a realizar una única tarea muy simple que, además, por sí sola no sirve para nada, le hubiera resultado absurda a prácticamente cualquier persona que viviera en una sociedad anterior a la revolución industrial». Sí. A mí esa novela me permite ilustrar cómo durante mucho tiempo el control sobre el trabajo, y hasta cierto punto sobre la propia vida a través del trabajo, era una norma universal. Nuestra sociedad funciona exactamente al revés: la gente no sabe hacer nada. Yo no sé hacer nada más que hablar delante de cuarenta o cincuenta estudiantes secuestrados y escribir un texto con cierta corrección. Más allá de eso, básicamente, no sé hacer absolutamente nada, y como yo la mayoría de nosotros. Es una innovación antropológica crucial que explica algunas de las luchas políticas que han tenido lugar desde los inicios del capitalismo, buena parte de las cuales ha tenido que ver con el control del proceso laboral y no sólo con la remuneración, los horarios o con las condiciones de trabajo. Los capitalistas siempre han privado a los trabajadores del control sobre el proceso productivo y los trabajadores han intentado retenerlo. Eso es algo que se nos ha olvidado muchísimo y es importante recordarlo: la lucha no debe ser sólo por mejores remuneraciones, sino también por el control y en última instancia la democratización del proceso de trabajo.
En general, la normalidad más absoluta nos parece milagrosa. Usted también reflexiona en Capitalismo canalla sobre lo asombroso que nos resulta algo tan natural como la maternidad. Sí, bueno, es una cosa muy generacional. Para la gente de mi generación, que en general hemos tenido pocos hijos y muy tarde, algo que para la mayor parte de la humanidad es de lo más cotidiano, porque han vivido rodeados de críos, ha sido una cosa asombrosa. Para la mayor parte de nosotros, el primer recién nacido que hemos tenido en brazos ha sido nuestro propio hijo, y eso yo creo que debe darnos mucho que pensar sobre los mecanismos de educación y crianza de nuestra sociedad. Antes, los niños pequeños formaban parte del paisaje cotidiano. Uno crecía rodeado de otros niños más pequeños y mayores y se socializaba en ese ambiente aprendiendo a cuidar de los pequeños y a obedecer a los mayores. Eso lo hemos perdido y es un problema serio, que explica algunas de las idioteces que la gente de mi generación ha hecho y pensado.
Otro libro: Frankenstein o el moderno Prometeo. Usted entiende como una alegoría del proletariado a ese monstruo que, imbuido de una bondad natural que al principio ejerce, se acaba viendo obligado a destruir y asesinar cuando es universalmente despreciado por la sociedad victoriana. Bueno, no es una interpretación que haya mantenido yo solo, sino una relativamente frecuente en la teoría literaria de izquierdas. Y sí, es esa idea de que para las clases altas victorianas el proletariado, las clases trabajadoras, eran una especie de monstruo. Hay un libro muy bonito que se llama La hidra de la revolución y que va sobre esto mismo: las descripciones que desde el siglo XVII se dan del proletariado como algo monstruoso, como una hidra de mil cabezas dominada por impulsos animales incontrolados. Frankenstein refleja esa idea de las masas ignorantes y dominadas por pulsiones incontrolables y que por lo tanto no pueden participar en pie de igualdad en el proceso político, y además la explica muy bien porque la vincula a la tecnología y a la innovación social de la revolución industrial.
El personaje de Frankenstein acabó siendo trivializado y convertido en un disfraz de Halloween. ¿Fue esa trivialización un acto consciente por parte del capitalismo? ¿Se trivializó a Frankenstein para trivializar su mensaje, igual que se hizo con las camisetas del Che? Hombre, no creo. Yo creo que el capitalismo lo trivializa todo. El consumismo tiene una capacidad nihilista, corrosiva, asombrosa y brutal de trivializar lo que sea: sí, los símbolos de la izquierda, pero también los religiosos. Trivializa lo que sea.
En el libro no sólo se sirve de libros que le han marcado para hacer esa historia del capitalismo que se propone, sino que también cuenta anécdotas personales. Una de ellas tiene que ver con un mitin de Alfonso Guerra y unos matones del SOMA. Sí (risas). Yo formaba parte de un grupo de insumisos a finales de los años ochenta, cuando gobernaba el PSOE, y dentro de nuestro plan de acciones en favor de la insumisión y antimilitaristas se nos ocurrió meternos en un mitin de Alfonso Guerra para sacar una pancarta a favor de la insumisión. El servicio de orden estaba formado en su mayor parte por miembros del SOMA-UGT: gente ruda y contundente, y nada, nos echaron a patadas de allí. Lo que yo cuento en el libro es que, cuando salíamos, un amigo me dijo: «¿Viste cuántos éramos nosotros y cuántos eran ellos?». El mitin había sido en el Palacio de los Deportes de Oviedo, o sea, una cosa gigantesca: había miles de personas y nosotros éramos unos quince. Mi amigo me dio: «Pues ésa es la correlación de fuerzas que tenemos». Los de enfrente probablemente ni siquiera pudieron leer la pancarta, por lo que nos comimos una manta de hostias increíble para nada. A mí aquello me dio muchísimo que pensar sobre el papel de la izquierda, sobre cierta izquierda radical y sobre cómo tenemos que aspirar a más: no a nuestros grupúsculos diminutos, sino a más. La anécdota me pareció buena para expresar el papel que ocupamos en la sociedad e invitar a la reflexión sobre lo que nos está ocurriendo en estos últimos años en que estamos intentando romper nuestras fronteras tradicionales y llegar a mucha más gente.
A la gente que llenaba aquel mitin: personas al menos teóricamente de izquierdas que sin embargo apoyan a un partido que lo es sólo de nombre. Sí… Aquellos fueron unos años curiosos. De alguna forma el PSOE, para la gente mayor sobre todo, acaparó, monopolizó, los discursos de izquierdas desarrollando políticas que en muchos casos no lo eran en absoluto, sobre todo en el ámbito económico, pero también en otros como las fuerzas armadas o la policía. No se hizo jamás el menor intento por democratizar esas instituciones, y de hecho estamos pagando todavía esa lacra. El movimiento antimilitarista denunciaba justamente ese déficit democrático, pero como el PSOE cooptaba o limitaba el discurso de izquierdas conseguía hacer que no se oyeran esas voces.
En Capitalismo canalla repite dos ejemplos argumentativos que ya había utilizado en Sociofobia: el de cierta anécdota protagonizada por Buenaventura Durruti y el de cierto capítulo de Los Simpsons en el que Bart Simpson y Martin Price compiten por el puesto de delegado escolar. ¿Por qué le resultan llamativos esa anécdota y ese gag deLos Simpsons? Lo de Durruti es una historia conocida que demuestra que no era nada machista. La contaba un anarquista que había ido a visitarle a su casa, donde se lo había encontrado en delantal, fregando los platos y preparando la cena para su hija y su mujer. Este hombre, al verlo así, le había dicho, bromeando: «Pero oye, Durruti, ésos son trabajos femeninos», y Durruti le había contestado que si creía que su mujer trabajaba, que él no, que por lo tanto le tocaba a él ocuparse de la casa y que si creía que un anarquista tiene que estar metido en un bar mientras su mujer trabaja es que no había entendido nada. Es una anécdota que hoy nos puede parecer trivial, pero que en el ámbito de la España de los años treinta era una cosa realmente radical, y a mí me gusta porque no la protagoniza un anarquista cualquiera, sino uno caracterizado por ser un hombre de acción, un tipo rudo, un pistolero, el primero en tomar las armas y en salir a la calle a pelear que, sin embargo, cuando estaba en casa no tenía ningún problema en que sus compañeros le vieran cambiándole los pañales a su hija. Yo admiro mucho a Durruti; me parece un tío de una gran sabiduría moral, una persona muy admirable que supo entender mucho antes que la mayor parte de la izquierda e incluso que el feminismo la importancia de los cuidados no como un espacio de servidumbre, no como una obligación desagradable que uno puede llegar a interiorizar, sino como un espacio en el que es posible la realización personal. En cuanto a lo de Los Simpsons, a mí me llama mucho la atención ese capítulo porque en él Bart y Martin, que es el empollón de la clase, compiten por el puesto de delegado y el empollón hace una campaña negativa denunciando que con Bart llegará la anarquía. Bart contraataca y hace otra campaña diciendo: «¡Con Bart llegará la anarquía!» como algo positivo. Es un ejemplo bonito porque las dos cosas pueden ser compradas en el discurso electoral, y nos llama la atención sobre cierto perspectivismo, sobre cómo la misma situación puede parecernos negativa o positiva según la miremos. A mí me ayuda a desconfiar sobre mis propias preferencias, sobre lo que me sale espontáneamente, y yo creo que eso es algo que debemos hacer todos; que tenemos que ser autocríticos con lo que creemos espontáneamente y que muchas veces está simplemente mediado por la situación y por la perspectiva.
¿Un fantasma recorre Europa?
«Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo», escribían Marx y Engels en el Manifiesto comunista, y ello, explica usted, no era una boutade, sino una referencia a la «conciencia generalizada de que el conflicto social es inevitable». Sí, sí, sí. Es muy curioso, pero en los años cuarenta del siglo XIX había una conciencia muy generalizada, tanto en las élites como entre los trabajadores, de que los conflictos del capitalismo iban a estallar de un momento a otro; que la Revolución francesa, las burguesas y la industrial habían dejado un conjunto de problemas pendientes que tenían que ser afrontados e iban a ser afrontados tarde o temprano a través de un enfrentamiento. Lo que pasó fue que ganaron las élites. En las revoluciones del 48 ganaron las élites. Pero esa conciencia existía. De hecho, la historia del Manifiesto es muy curiosa: el colectivo que se lo encargó a Marx y a Engels les metió mucha prisa, porque creían que no iba a llegar a tiempo para la revolución que iba a estallar en meses y que de hecho estalló aquel mismo año, en 1848. Llegaron por poco: si llegan a colgarse un poco más, no llegan a tiempo, y eso es interesante porque nos ayuda a leer el Manifiesto de otra manera, no tanto como un manifiesto utópico sino como un texto de intervención en un contexto histórico concreto marcado por la urgencia política.
¿Vivimos ahora una situación similar a la de 1848? ¿Es inevitable el conflicto social? ¿Somos conscientes de ello? Hombre, es inevitable que estallen tensiones cada vez más pronunciadas, pero eso puede tener desarrollos muy distintos. No es imposible para nada que las élites encuentren mecanismos para gestionar ese malestar y se produzca un cierre por arriba y no un proceso de transformación política. De hecho, hay países donde hay crisis desde hace más de cuarenta años y sin embargo las élites han vencido sabiendo gestionar ese malestar: Colombia, por ejemplo, o México; países en los que las élites han encontrado mecanismos para establecer un orden férreo dentro de una crisis gigantesca. Eso puede durar muchísimo, así que yo no creo en ninguna clase de inevitabilidad. Todo depende en buena medida de nosotros.
Al final de Capitalismo canalla, usted invoca a Esperanza Aguirre para darle la razón en algo: la democracia es, efectivamente, una coalición de perdedores. Sí, es una frase que Esperanza Aguirre y otros líderes del PP repitieron en muchas ocasiones, después de las municipales y las autonómicas, para acusar a quienes podían evitar que gobernara la lista más votada allí donde el PP había ganado por mayoría simple. «Esto debería estar prohibido por ley para impedir que gobierne una coalición de perdedores», decía, y a mí eso me hizo mucha gracia porque me dio la impresión de que la democracia es justamente eso: no la coalición entre PSOE, Izquierda Unida y Podemos, sino una coalición de perdedores, un acuerdo entre los perdedores del capitalismo para impedir que ganen los de siempre y que las élites sociales y económicas impongan su ley una y otra vez.
¿Le describo muy mal si le describo como anarcocomunista? (Risas) Bueno, un buen amigo, Luismi, siempre me decía, cuando éramos adolescentes y militábamos en una organización cercana al comunismo, que yo era muy libertario, muy anarquista. Ahora, sin embargo, la gente me suele llamar más bien reaccionario: dicen que soy muy conservador. Así que yo creo que si le añades a eso de anarcocomunista el apellidoconservador y me describes como anarcocomunista conservador, seguramente hagas una descripción bastante acertada, sí (risas).
En este último tiempo se le ha visto muy vinculado a Podemos. No, no estoy muy vinculado. Mucha gente cree que sí, que formo parte del aparato de Podemos, pero no es así para nada. Sí que he apoyado esa iniciativa casi desde el primer día, pero no tengo ninguna vinculación orgánica. Cuando miembros o colectivos de esa iniciativa con los que me siento identificado me piden ayuda, se la doy con el mayor gusto, pero eso es todo. De hecho, Podemos es una organización muy plural y hay algunos aspectos de esa organización plural con los que me siento muy identificado y otros con los que menos.
¿Qué le gusta y qué no le gusta de Podemos? Me gusta que ha sabido convertir un malestar muy difuso en una propuesta institucional concreta que además ha conseguido desbordar los límites sociales del 15-M y llevar el malestar y la propuesta a más allá de los treintañeros universitarios de clase media, incluyendo a gente de otro espectro social. En general, me gusta mucho, lo que más en Podemos, que haya conseguido superar los límites tradicionales de las organizaciones de izquierdas en este país y conformar una herramienta real de cambio. ¿Lo que no me gusta? Bueno, lo que no me gusta no tiene tanto que ver con Podemos como con nuestra propia sociedad. Venimos de una auténtica devastación social y política que limita mucho la capacidad transformadora de Podemos o de cualquier otra organización. Limita mucho, por ejemplo, los discursos que se pueden poner en marcha. Ha habido una labor muy clara de tanteo en ese sentido por parte de Pablo Iglesias y de otra gente consistente en ir haciendo propuestas, lanzando globos sonda y retirándolas cuando generaban un rechazo grande. Ahora Podemos hace propuestas más vinculadas a la izquierda tradicional, más cercanas a mis propias ideas, y otras más aceptables para la generalidad de la gente. Pero yo no diría que es una limitación de Podemos o de sus dirigentes, sino más bien una de la sociedad en la que nos movemos y que tiene que ver no tanto con que seamos muy de derechas o muy conservadores como con que vivimos en una sociedad profundamente desinstitucionalizada donde esas propuestas parecen una locura porque no encuentran un anclaje social e institucional en el que desarrollarse y no ser un puro brindis al sol. Ése es un desafío real que tiene que ver con lo que decíamos antes: las condiciones reales del cambio político. Quejarse es gratis: tú puedes quejarte todo lo que quieras de que la gente no sea mucho más de izquierdas, mucho más progresista, pero ésa es la realidad con la que tenemos que trabajar y yo creo que en este sentido Podemos ha sabido alinearse bien; ha sabido hacer propuestas arriesgadas y ambiciosas pero tratando de llegar a una mayoría social. Yo a veces echo de menos un poco más de pedagogía: es verdad que probablemente no puedas proponer una renta básica, porque nadie lo va a entender, pero sí que puedes hacer un poco de pedagogía y explicar que realmente no es una idea grotesca. Echo de menos eso. Aunque se está haciendo, ¿eh? No con la renta básica, pero sí con otras cosas. Podemos, joder, en el ámbito de la realidad plurinacional española ha hecho un ejercicio de pedagogía muy importante, que nadie había hecho en este país en cuarenta años, explicando que no es un drama, que no pasa nada, que la independencia de un territorio en el contexto de la Unión Europea no es como las dos Coreas, no es que se ponga una valla y de pronto la gente no pueda hablarse con sus primos catalanes, que la democracia funciona así y que la solución a los problemas de la democracia es más democracia. Sobre todo, Podemos ha aumentado la posibilidad de defender una idea de España que no se base en el miedo y en que te van a pasar un montón de cosas malas si te vas de aquí, sino en un proyecto compartido atractivo. Creo que ahí sí se ha hecho una pedagogía muy atractiva y que se puede llevar a otros ámbitos. No sé. Sea como sea, yo he sido muy crítico a veces con muchas cosas, pero creo que éste es un momento político muy interesante. Yo nunca pensé que lo fuera a vivir, y estoy muy contento de estar viviéndolo.
¿Le ve recorrido a Podemos, o le parece que va a ser un suflé que se deshinche pasado un cierto momento de esplendor? Joder, no sé, espero que lo tenga, pero también puede ser un suflé, claro que puede serlo. Yo creo que las élites políticas y económicas están jugando sus cartas muy bien. Hay muchas burlas de ellos, pero realmente tanto desde el punto de vista económico como desde el laboral o el político están jugando sus cartas con una inteligencia asombrosa. En España no ha habido un austericidio radical como el de otros países, sino que se han puesto en marcha procesos mucho más inteligentes que llevan al mismo lugar pero de un modo más paulatino, más lento. Han encontrado una alternativa que es Ciudadanos que mantiene básicamente el mismo programa pero lo hace mucho más atractivo para las clases medias educadas. Así que sí, es posible el suflé y acabar en una derrota. También es posible que nada acabe de fructificar del todo y que acabemos abocados a una italianización política en la que ninguna propuesta acabe de cuajar. Pero también es posible lo contrario: que prenda aquí la semilla de algo que luego se extienda a toda Europa y le demos la vuelta a esto y construyamos una contrahegemonía elaborada desde el sur. Quién sabe.
La salida, sea como sea, será colectiva. «Sencillamente no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás. […] somos codependientes y cualquier concepción de la libertad personal como base de la ética tiene que ser coherente con esa realidad antropológica», escribe en Sociofobia. Exactamente.
Autor de la entrevista: Pablo Batalla Cueto