Todo lo que va a ocurrir bajo el sol
tiene su hora.
¡Dios, envía tu música! Hoy los gatos
cantarán su triste luna
sonarán como latas en el cielo.
Relámpago de pájaros. Se agrieta el firmamento
como piel de báquiro.
Hablaste de una llama consumida hacia polvo y hacia nada.
Niño pregonero de la dulcería, peloterito de la sabana, allá en Sabaneta de Barinas, trozabas el aire
con un rabo de cerdo.
El estadio de San Francisco Gigantes, no te vio colgando ceros.
Esos trapos, el hambre y la sed
sequía y lluvia, hierros que quedan después de la guerra; construir una casa, parar los tablones de los bueyes, recoger lo sembrado: citabas al Eclesiastés
seguro de tu victoria.
Tiempo de recoger lo plantado.
Corría aquel año 2012, octubre rojo, día 4, ante una multitud de desheredados, el hombre se paseaba de un lado a otro empapado como un caballo de lluvia.
La gente no pedía pan, sino unos maderos para irse con él, más allá de la Bolívar, a lomo de burro, sobre la luz muda de la tarde:
lontano, donde se forma una horqueta en el camino y sucedes sobre el polvo y quedas para siempre como un Araguaney sombreando la sabana.
-Eso es bueno, dijo, porque la tierra enamora. De noche floreces de cocuyo, se ve como cien pueblos iluminados, todos cantando-.
-Mi comandante, le gritaban en el oleaje: quédate. Tiempo de ganar – respondía la multitud: con esta lluvia lavamos la sangre de nuestros mártires.
Las palabras brillaban en circunferencia, daban vuelta por todos los sitios de Caracas y regresaban a su boca. El comandante en gesto de obsequiar flores para los más vecinos a su alegría, alzó su mano hacia un cielo atún y espuma plateada. Bailaba y cantaba su guataca de muchacho divertido. Entraba en nuestras casas.
Yo lo vi, ascender ese día, formando remolinos por los barrios de Venezuela, llevaba su bate y guante de beisbol, la gorra azul de su preferencia. Lo acompañaban Cristo Redentor, la Virgen de Coromoto, Guaicaipuro, Eleggua y espíritus de la sabana.
Ese día, se movieron las montañas y su gente; los pobres llegaban con sus ranchos empinados, todos juntos como tambores de cuero; los edificios entromparon con sus avisos luminosos, montados en motocicletas; la ciudad entraba con su rueda mecánica por la avenida Bolívar, la pisada de los desheredados crujía en el asfalto.
El día se marchaba como una naranja gris
por los abismos del cielo
sonaba como tacada de billar
anotada en los salones del Radio City
El día quiebra su arco de cenizas
El sol toca su clarín de miel.
Coloca su cresta colorada sobre las antenas de los edificios, se esconde en los callejones de la ciudad, pasa como un hilo de cobre hasta los pies de un gato, la luz se derrama, mojada, en los rostros de la multitud.
Rompe los cristales detrás de unas bombonas
de gas.
Saluda
Se marcha.