Era el año 2006, se cumplía entonces el 75 aniversario de la proclamación de la Segunda República española. Hace 12 años la situación política y social era diferente. Estábamos a la puertas de la gran crisis económica, pero nadie pensaba que iba a estallar tan pronto. Antoni Domènech escribió este texto que a continuación reproducimos. Sirva como homenaje del actual 87 aniversario. SP
Entre la Segunda y la Tercera
El 14 de abril de este año se han cumplido tres cuartos de siglo del desplome de la monarquía constitucional restauracionista borbónica y del pacífico advenimiento de la II República: en la larga historia de España, el único régimen político que ha consentido a sus pueblos, ya fuera efímeramente, abrigar la esperanza de un pleno ejercicio de su soberanía.
Seguramente esa convicción, sin duda entre varias otras, pesa mucho entre quienes celebran ese aniversario no con nostalgia de pasado a ratos insincera, a veces retórica, muchas veces interesada, casi siempre infértil, sino mirando, aunque sea con el rabillo del ojo, al futuro, a una III República. A un cambio de régimen que permitiera verdaderamente lo que prometió la II: la libre rearticulación nacional de los pueblos de España como compleja e históricamente atormentada nación de naciones –la recuperación de la soberanía popular «por de dentro» y la recuperación de la soberanía popular española «por de fuera», en la política exterior.
Para quienes, más allá de la nostalgia por la II, se interesan seriamente por la posibilidad de instituir una III República en la España del siglo XXI están pensadas las reflexiones siguientes, a que generosamente me invita la revista Pueblos.
I
¿Qué significó el cambio de régimen político en la España de 1931? ¿Y qué significaría un cambio de régimen político en la España del primer cuarto del siglo XXI? En la comparación, puede tal vez descubrirse algo interesante.
La monarquía constitucional alfonsina era un régimen constitucional, pero, a diferencia de la juancarlina actual, no parlamentario: como en todas las monarquías constitucionales «liberales» europeas del siglo XIX como en la italiana de los Saboya, como en la alemana de los Hohenzollern, como en la austrohúngara de los Habsburgos, existía ciertamente, bajo la española, un Parlamento, pero el gobierno no era responsable ante la cámara legislativa, sino sólo ante el monarca (o el emperador).
Con la excepción de la británica, que había venido parlamentarizándose desde mediados del XIX, todas esas monarquías puramente constitucionales de tipo o impronta «liberal» se desplomaron en Europa tras la I Guerra Mundial, el final de la cual trajo consigo (de la mano del movimiento obrero de inspiración socialista) los regímenes plenamente parlamentarios, las repúblicas, el sufragio universal y la democracia. Los viejos partidos liberales, que habían dominado la escena política en las monarquías europeas con sufragio censitario y ministerios responsables sólo ante el monarca en las repúblicas, como Francia, Argentina o EEUU, no hubo nunca partidos que se llamaran a sí mismos «liberales» desaparecieron de la vida política europea como partidos con opciones de gobernar después de 1918: no sólo en Alemania y en Austria (y en España, después de 1931), sino incluso en Inglaterra, único país en el que el partido liberal había evolucionado en un sentido favorable al parlamentarismo y a la democracia con sufragio universal (masculino).
La monarquía alfonsina había concedido el sufragio universal (masculino) varios lustros antes que el grueso de las monarquías constitucionales europeas, que sólo lo hicieron forzadas por las grandes oleadas de huelgas generales obreras de 1892-3 (como Bélgica) y de 1906-7 (como Austria-Hungría, Rusia o las monarquías escandinavas). No porque fuera más generosa, sino porque, además de la habitual inanidad controladora de los Parlamentos de esos regímenes y de la preeminencia en ellos de la «vieja política» cortesana, la monarquía española como la italiana contaba con un valladar adicional para poner coto a la expresión de la voluntad popular: un vasto tejido de redes clientelares caciquiles, capaz de organizar capilarmente el voto de los jornaleros y de los trabajadores desorganizados a conveniencia de los gobernantes y de los propietarios locales. El ministro responsable de eso el de «Gobernación» era, como se decía entonces, el «muñidor» electoral (el más famoso, Lacierva: abuelo del historiador franquista Ricardo, padrino de los revisionistas históricos neofranquistas y neoliberales de nuestros días).
Como en el caso de la República de Weimar alemana y de la I República austríaca, la II República española «República de trabajadores» vino de la mano del movimiento obrero: el partido socialista era el único partido organizado y con verdadera capilaridad social, y el poderoso movimiento anarco-sindicalista español contribuyó decididamente, con mayor o menor discreción, al advenimiento de la República misma el 14 de abril, al triunfo electoral de la izquierda en las Constituyentes y al triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Sin movimiento obrero organizado, la Europa continental de entreguerras no habría conocido la democracia republicana parlamentaria; sin movimiento obrero –sin Jaurès, si aquí está permitido dar un nombre—, la III República francesa habría perecido ineluctablemente a manos de la conspiración antisemita, militarista y clerical en los albores del siglo XX; y sin movimiento obrero, la monarquía británica no se habría parlamentarizado y democratizado progresivamente en la segunda mitad del siglo XIX. Vale la pena recordarlo.
El régimen parlamentario –que no los «Parlamentos»Â— supuestamente «burgués» y el sufragio universal (primero el masculino, y luego también el femenino) vinieron en el Viejo Mundo de la mano del movimiento obrero de inspiración socialista, en el amplio sentido de esta palabra. Irrumpieron, imparables, en Europa tras la inmensa catástrofe bélica de 1914-18 y de la consiguiente crisis económica y, más aún, moral de un capitalismo colonialista hipermundializado, depredador y apenas regulado administrativamente.
La radicalidad democrático-parlamentaria de las constituciones republicanas de ese momento podía verse de un modo muy significativo en el hecho de que todas ellas (y señaladamente la de la I República austriaca, la de Weimar y la de la II República española) se inspiraron en la gran Constitución mexicana de 1917 a la hora de regular la propiedad privada. En todas ellas se especificaba no sólo que la propiedad privada debía cumplir una «función social», sino que se dejaba a la sola voluntad del legislador la determinación de cuál fuera esa función social (artículo 42 de la Constitución de la II República española, inspirado en el 153 de la de Weimar el más odiado por los nacionalsocialistas, inspirado a su vez en el famoso artículo 27 de la Constitución Mexicana de 1917). Eso abría la posibilidad constitucionalmente indeterminada de que mayorías parlamentarias de izquierda pudieran llegar a reformas muy radicales de la vida económica, y en el límite, a regular en direcciones netamente anticapitalistas la propiedad privada: por ejemplo, expropiando nacionalizando; o por otro ejemplo, democratizando de abajo arriba la gran y la mediana empresa introduciendo la libertad republicana en el puesto mismo de trabajo; o por otro ejemplo aún, fomentando e incentivando la producción asociada y cooperativa es decir, socializando.
La vida parlamentaria de la República de Weimar fue paralizada y saboteada, como es harto sabido, por un poder judicial reaccionario íntegramente heredado de la monarquía Guillermina. También por el complicado sistema bicameral, parcialmente heredado de los tiempos del Káiser. Conocedor de esa terrible experiencia de la Alemania republicana de los años 20, Jiménez de Asúa, el gran jurista socialista redactor de la Constitución de la II República, arrebató a la casta burocrática judicial también heredada de la monarquía esa posibilidad de juego antiparlamentario (con una doctrinalmente interesante justificación sobre lo que debe ser la verdadera división de poderes en una República democrática: algo muy distinto de las viejas ideas dieciochescas de Montesquieu) y, además, instituyó a la República como una democracia parlamentaria unicameral (liquidando la cámara oligárquica por excelencia: el Senado, o cámara «alta»).
La II República se percató cabalmente de la necesidad de rearticular libre e integralmente a la nación española, con una sensibilidad especial para las naciones históricas (Cataluña, País Vasco y Galicia), y con una interesante sensibilidad también para el pueblo hermano ibérico de Portugal (una tradición de la izquierda republicana y del movimiento obrero españoles, hoy desgraciadamente caída en el olvido). Paralelamente, la II República española, y particularmente su primer gobierno, trató de inaugurar una política exterior de plena independencia frente a la potencia imperial a la que tradicionalmente se había sujetado la política exterior monárquica, Gran Bretaña (una audacia que le habría de costar luego más cara aún, a partir de julio de 1936, que su enterquecida ceguera en la dominación colonial de Marruecos), y de rehermanamiento con los pueblos hispanoamericanos (con ofrecimiento automático de doble nacionalidad).
Todas esas Repúblicas hermanas europeas sucumbieron al fascismo. La austriaca, a una inclemente guerra civil abiertamente fomentada por el partido socialcristiano de monseñor Seipel, culminada con el golpe de Estado de Dolfuss. La alemana, al golpe de Estado técnico del Presidente Hindenburg, que, abusando torticeramente del artículo 48 de la Constitución, dio en enero de 1933 la cancillería a Hitler, jefe de un partido que no llegaba en aquel momento al 32% de los votos populares y que no contaba ni de lejos con mayoría parlamentaria. –En contra de una falsaria leyenda interesada acuñada en la posguerra, y reciente y no menos interesadamente repetida por Rumsfeld, Hitler no ganó nunca unas elecciones libres en Alemania—. Y la española acabó del modo por todos conocido, siendo empero la única que, aleccionada por el fracaso de sus hermanas, prestó una resistencia feroz, enconada y admirable al enemigo, que resultó en una cruenta guerra civil de casi tres años.
Tan distintas en otros aspectos, las clases dominantes de la modernísima Alemania, de la moderna Austria, de la semiatrasada Italia y de la atrasada España, acostumbradas todas ellas a vivir secularmente protegidas por monarquías constitucionales sin responsabilidad parlamentaria y con sufragio o censitario o semicensitario o caciquilmente corrompido, no podían sobrevivir a la mera parlamentarización del régimen (Italia), y no digamos a Repúblicas plena y radicalmente democráticas (Alemania, Austria, España). Y buscaron y hallaron el instrumento para acabar con la rebelión democrática de las masas.
II
Como la Constitución de la II República española estuvo en buena parte inspirada en la de Weimar, la de la Monarquía parlamentaria española de 1978 se inspiró en la de la II República alemana de 1949. Si hubo un «consenso» de radicalidad democrática que inspiró a muchas constituciones en la primera postguerra, el «consenso» que siguió a la II Guerra Mundial fue muy distinto.
En las nuevas Constituciones fruto de ese consenso post-1945 como en la española de 1978 había prácticamente desaparecido la libertad del legislador para regular a su antojo la propiedad. A trueque de esa limitación, las nuevas Constituciones blindaban un conjunto de derechos sociales que ninguna mayoría parlamentaria conservadora ni ninguna conspiración del poder judicial podía tampoco tocar: en la actual Constitución española, por ejemplo, incluso el derecho de los trabajadores a tener vacaciones pagadas está constitucionalmente blindado (otra cosa es que se cumpla…).
Esa nueva generación de Constituciones se adaptaba bastante bien al tipo de capitalismo fordista (desmundializado, regulado, reformado) que se impuso en la postguerra. Así como en el famoso «tratado de Detroit» (1946) el señor Ford reconoció expresamente el papel de los sindicatos en la negociación salarial (enmendando de raíz su virulenta campaña antisindical de tono expresamente nazifascista de los años treinta), a cambio de que el sindicalismo de la AFL-CIO (enmendando de raíz su activismo democratizador de la empresa y de las relaciones industriales en los años treinta) renunciara definitivamente a poner en cuestión las prerrogativas de poder y control de los propietarios y de los ejecutivos de las empresas; así también las nuevas Constituciones europeas de postguerra blindaban un conjunto de derechos sociales que equivalían a constitucionalizar la empresa capitalista –a limitar normativamente el poder absoluto de la patronal—, a cambio de renunciar definitivamente, entre otras cosas, a su parlamentarización y democratización (consejos de fábrica, etc.).
El consenso fordista, con el que se reconstruyó el capitalismo en EEUU y, sobre todo, en Europa occidental a partir de 1946, significó, en una palabra, cambiar libertad republicana y democracia en la vida económica productiva por aumento continuado de «bienestar» material y capacidad de consumo (publicitariamente manipulado): este es el significado filosóficamente más profundo de lo que en el continente europeo se llamó «Estado social», o en Gran Bretaña, «Estado de bienestar». Ese es el núcleo políticamente duro del capitalismo reformado.
De la noche a la mañana, las clases sociales habían desaparecido: «ya no hay clases sociales propiamente dichas» concedía, eufórico, a la derecha democristiana un panfleto de la socialdemocracia alemana en 1955, apenas diez después de acabada la Guerra y con apenas un lustro de puesta en marcha del nuevo modelo de capitalismo reformado fundado en el «consenso social». (La actual derecha postantifascista, poco amiga de consensos, dice más bien que por supuesto que hay clases sociales, y que aspirar a una sociedad sin clases sociales, amén de «ineficiente», es «totalitario»: lo leí hace poco, no recuerdo dónde; pero seguro que lo volveré a leer pronto en otro sitio, y ya lo retendré.) En realidad quería decirse que el capitalismo europeo se remodelaba políticamente al estilo norteamericano, como capitalismo afianzado socialmente sobre la base de una enorme y próspera clase media, fenómeno desconocido en Europa antes de la II Guerra Mundial.
Una consecuencia muy interesante del modo en que esas constituciones de la II postguerra instituyeron las nuevas Repúblicas fue la eliminación de la oposición parlamentaria propiamente dicha. Al quedar constitucionalmente blindado el consenso social básico (constitucionalización de la empresa capitalista, derechos de los trabajadores, negociación colectiva, etc.), el grueso de las decisiones políticas fundamentales quedaban fuera del Parlamento. Así resultaba fácil que, en Austria, por poner el caso más llamativo, dos partidos que se combatieron a muerte bajo la I República en una práctica guerra civil en los años veinte, como el Socialdemócrata y el Socialcristiano, pudieran gobernar juntos en una gran coalición por décadas en la II República. En Alemania ocurrió algo parecido con la gran coalición de la segunda mitad de los 60. En otros países, en que la izquierda no acababa de entrar en el consenso o que tenían constituciones menos ortodoxas, o ambas cosas a la vez, como Italia o Francia, gobernó ininterrumpidamente la derecha: por cuatro décadas la democracia cristiana en Italia, y por muchos años el gaullismo en Francia (con rectificación constitucional incluida: de la IV a la V República, más presidencialista y autoritaria).
III
No es necesario recordar una vez más las condiciones en las que se instituyó la actual monarquía parlamentaria española. Forzada por los entonces llamados «poderes fácticos», nacionales e internacionales (el ejército franquista y la diplomacia vaticana y, sobre todo, norteamericana). Resignadamente aceptada por las cúpulas del grueso de las fuerzas de la resistencia antifranquista histórica (PCE y CCOO, PSP). Y venida como agua de mayo para las cúpulas antifranquistas de reciente formación (nuevo PSOE post-Suresnnes), directamente cooptadas y financiadas a ese fin por potencias públicas y privadas extranjeras que, en connivencia con el entorno de la Casa Borbón, llevaban años preparándose para intervenir, tras la muerte del General Franco, en nuestro país: ese país en el que, al decir del general De Gaulle ya en los años 50, no debía permitirse jamás el restablecimiento de una República que era, cruzados los Pirineos, sinónimo de revolución y desorden social.
Digámoslo así: se trataba de instituir en España un tipo de régimen político democrático moderado como los restaurados en la Europa de la inmediata postguerra en países que, como Alemania y Austria, habían conocido en la entreguerra democracias republicanas muy radicales y devastadores golpes contrarrevolucionarios. Y por un conjunto de circunstancias históricas, sociales y geopolíticas, era infinitamente más fácil y sobre todo menos arriesgado en los setenta la Revolución portuguesa de 1974 había hecho saltar todas las alarmas crear en España un régimen de «consenso social» al estilo post-45 por la vía de la restauración borbónica que con una forma de Estado republicana, ya fuera tan moderada como la alemana de 1949.
Los posibles resquicios que la monarquía parlamentaria recién instituida todavía pudiera haber dejado al desarrollo de la soberanía de los pueblos de España «por de dentro» (en la negociación de la transición, los exfranquistas Suárez y Martín Villa tuvieron que aceptar tácitamente cierta soberanía de Cataluña al verse obligados a reconocer oficialmente como interlocutor a la institución de la Generalitat, que sólo tenía legitimidad republicana) y «por de fuera» (las iniciales veleidades neutralistas y no-alineadas del presidente Suárez y luego su amedrentada renuencia meter a España en la OTAN a la vista del neutralismo y el pacifismo activos de la inmensa mayoría de la población española) quedaron completamente cegados tras el 23 de febrero de 1981: el golpe de estado fracasado más exitoso de la historia.
Lo que vino después (ingreso en la Comunidad Europea y percepción de sus fondos estructurales; puesta en almoneda y privatización del sector público español como trampolín para la creación política de grandes empresas transnacionales españolas en el sector bancario, energético, aeronáutico y de telecomunicaciones; consiguiente recolonización económica de América Latina) sentó en España las bases económicas y sociales necesarias para la estabilización de un régimen político fundado en un «consenso social» europeo post-45 normal.
Único talón de Aquiles visible del nuevo régimen español de consenso social y político en los 90 —esa verdadera nueva «era de la codicia» en todo el mundo—: la codicia de la Casa Real española, sus estrechos vínculos con varios de los más turbios personajes de la época de «pelotazo» y corrupción económica generalizados de los últimos años del felipismo (Conde, Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, Ruiz Mateos, que acabaron todos en la cárcel). Baste aquí con recordar que Aznar accedió al gobierno en 1996 en un ambiente de cierta tensión del PP con la monarquía (era la época en que también esa derecha cerrilmente católica y castizamente españolista se decía lectora y aun admiradora de Azaña).
IV
Hay un evidente revival republicano en los últimos años en España. De recuperación de la memoria histórica, vergonzosamente orillada y aun oprimida por la elite política restauracionista que controló el proceso de transición política. De cuestionamiento creciente de ese mismo proceso de transición, hasta hace muy poco casi unánimemente considerado como modélico, y no sólo por los bienpensantes o los logreros habituales.
Pero un cambio de régimen, el advenimiento de una III República en la España del primer cuarto del siglo XXI, sólo resulta realistamente concebible en el marco de una crisis social profunda del modelo general de «consenso social» establecido en Europa después de la II Guerra Mundial. El destino de la monarquía constitucional alfonsina estuvo ligado a la suerte de las grandes monarquías constitucionales continentales; no podría explicarse su caída en 1931, sino por efecto de arrastre del desplome de sus regímenes afines a partir de 1918. En una situación histórica muy distinta, el paralelismo se mantiene ahora: no es verosímil una crisis de régimen político en España, sin una crisis generalizada del modelo constitucional que se impuso en el continente europeo a partir del final de la segunda Gran Guerra, fundado en el consenso social y en un capitalismo seriamente reformado.
El posible paralelismo se acaba aquí. La crisis de entreguerras que puso el punto final en el grueso del continente europeo a las herencias del Antiguo Régimen monárquico fue una crisis que vino, digámoslo así, por la izquierda, y trajo al Viejo Mundo los regímenes parlamentarios, la democracia y la entrada por lo grande de los partidos socialistas y los movimientos obreros reformistas y revolucionarios en la escena política. La iniciativa de la crisis, en suma, venía de la izquierda.
En cambio, la evidente crisis en que se halla ahora el modelo de consenso social post-45 viene de la derecha. Es «lucha de clases desde arriba», según editorializó hace unos meses el New York Times. La marea contrarreformadora neoliberal, como ha declarado recientemente con su habitual perspicacia el gran geógrafo marxista David Harvey, es una «guerra iniciada por los ricos».
El anhelo de una III República en España no puede ser una ambición aislada o monolemática, mera monarcomanía, o sólo nostalgia de una causa justa cruelmente derrotada y calumniada. No puede, ciertamente, sino ir de la mano de la lucha por conservar defensivamente lo mejor de las conquistas sociales cristalizadas en el capitalismo reformado europeo del tercer cuarto del siglo XX, pero tiene que organizarse social y políticamente como parte de una lucha por recuperar la iniciativa de la izquierda a escala continental, por pasar a la ofensiva.
La izquierda política europea ha fracasado ya evidentemente en los últimos lustros en los varios intentos, cada vez más timoratos, por limitarse a oponer tercamente a la contrarreforma neoliberal una mera defensa del capitalismo reformado post-45, nacido de circunstancias históricas, sociales y económicas irrepetibles. Tiene que ser capaz ahora de expresar la voluntad de transcender ese modelo social en irreparable crisis y sus cristalizaciones políticas históricas, respondiendo a la radicalidad antidemocrática de la derecha postantifascista neoliberal actual con la radicalidad democrática de la izquierda europea que alumbró las Constituciones de la primera República alemana, de la primera República austriaca y de la II República española.
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