Bruno Sgarzini
172 muertos en más de 100 días de violencia concentrados en 51 municipios del país son números fríos que dicen mucho menos de lo que sucedió en esos días de guarimba en 2017. Quizás para los que vivimos esos números explican lo intenso y violento de una minoría del país que cortó con la realidad, a costa de llevarse por delante a quien sea. Sin embargo, el sustrato profundo, detrás de la promoción del suicidio nacional, tuvo en esos días de 2017 la síntesis perfecta del rostro que adquiere el poder cuando considera que algo físico, tangible, sea un país, un pozo petrolero, un campo minero, es totalmente suyo y lo quiere de vuelta.
La realidad es que la mayoría de los muertos no participaban en manifestaciones, que contrario a lo que se cree la cifra de asesinados por la policía es cercana a la de efectivos asesinados en las protestas, ni recordar los 18 muertos por pasar las barricadas puestas por los opositores venezolanos radicalizados contra el Gobierno. Quiérase o no, la guarimba generó una memoria en los venezolanos que la sufrieron y la padecieron, pero también en quienes la esquivaron hasta encerrarse en sus propias casas por temor a ser agredidos o quedar en medio de los choques entre manifestantes y las fuerzas de seguridad.
Fue una guerra sucia de más de 100 días donde Luis Vicente León empezó reivindicando a los jóvenes escuderos de la libertad, y terminó repudiándolos cuando pusieron en cuarentena a las urbanizaciones de clase media. Donde se disparó desde edificios a las fuerzas de seguridad, al punto de atacar a balazos a periodistas de medios públicos, y luego se allanó esas residencias identificadas con lo más conspicuo y profesional del país.
Por un momento, el país se deslizó hacia una zona gris, sin reglas, ni leyes, por obra y gracia de una locura que se alentó y se presentó como heroica, previo a tapar desde los medios todo aquello que evidenciase el contorno oscuro y violento de linchar y quemar personas por su color de piel. Los cuerpos quemados de más de 20 personas dan testimonio de esta huella profunda en el ser venezolano que dejaron estos días.
Quien escribe esto recuerda, como si le pasara una corriente de frío por la espalda, la imagen de Orlando Figuera prendido en fuego en Altamira, la de Héctor Anuel apedreado después de muerto en Lechería (Anzoátegui) en un alarde de triunfo guarimbero, los dos jóvenes de Barquisimeto incendiados por decir que eran chavistas, y la foto de un hombre desnudo amarrado a un poste de luz en El Paraíso (Caracas) con la inscripción de «sapo del SEBIN».
Por su contenido invasivo, teledirigido, hacia quienes hasta al día de hoy, contra todo, nos consideramos chavistas, y también por el terror de no saber por qué tipo de personas se está rodeado. Dado que la guarimba, lo que quiso hacer en profundidad, más allá de su escala minoritaria en el territorio nacional, fue convertir a todos los venezolanos en potenciales enemigos unos de otros por su identificación política.
Por ejemplo, en las residencias de Los Verdes en El Paraíso, fue el vecino común, el familiar, el amigo, el profesional, muchas veces de clase media, quien dio cobijo a los francotiradores que disparaban desde los techos de los edificios. En Altamira fueron las madres, las empleadas, las señoras emperifolladas, quienes llevaban comidas a los encapuchados que incendiaron a Figuera. En Lechería era el jefe de un condominio quien articulaba al grupo que apedreó a Héctor Anuel. Fueron personas de carne y hueso que antes de la guarimba podían soltar su odio por las redes sociales, pero en el día iban al supermercado como personas normales y muchas veces tenían amigos chavistas.
En ese sentido, la guarimba dejó en el acumulado de esa gente una huella y una memoria de amplio significado: estaban y están dispuestos a matar a quien se ponga delante con tal de salir del Gobierno. Un punto de no retorno que hoy explica en buena parte el éxito en muchos opositores de la tesis de invasión extranjera y el repudio de la participación electoral. De cierta manera, en lo más íntimo de estos venezolanos se estableció que la única vía para destrabar el conflicto político entre el chavismo y el antichavismo era el exterminio físico de los primeros. Fiel reflejo corporal de la estrategia de la MUD, una vez tomada la Asamblea Nacional, para destruir las instituciones venezolanas e imponer una nueva Constitución, sin ningún tipo de atisbo de chavismo que impidiese una apertura al capital extranjero que financió las protestas.
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Por eso, desde la semántica del poder se construyó progresivamente la figura de héroes que liberaban en las calles a Venezuela de una dictadura. En un ejercicio de construcción de una memoria colectiva, las redes sociales y los medios masivos, fueron reproductores de este sentido que animaba a la conformación de una vanguardia cada vez más violenta contra los organismos de seguridad.
De tal forma que cuando la guarimba bajaba en sus decibeles, aparecían cuerpos sacrificables por el poder, como el de Nehomar Lander, que oxigenaban este relato. Como es ampliamente sabido, Lander murió por haber explotado un mortero en su pecho. Aunque su certificado de defunción virtual, retuiteado hasta el hartazgo, fue el de un golpe en el tórax producto del lanzamiento de una bomba lacrimógena por parte de la policía.
La sustancia de este relato apuntaba a constituir a Lander, al igual que al resto de sus compañeros guarimberos, como cuerpos sacrificables para el «anhelado retorno de la democracia en Venezuela». Por eso la vocería de los dirigentes opositores, perfectamente a salvo en los enfrentamientos duros con las fuerzas de seguridad, reivindicaron a cada minuto todo hecho de violencia producido por esta vanguardia armada. En ese tono, por ejemplo, es recordada la frase del diputado Juan Requesens sobre que a él también le gustaría «quemar esa mierda», pronunciada cuando encapuchados atacaban la base de La Carlota. Ni hablar de su llamado a la intervención extranjera en alguna universidad de Miami.
Porque todos estos subproductos de la guarimba explican cómo detrás del relato mediatizado se tecnificaron (e instrumentalizaron) a menores, jóvenes y adultos para cada vez ser más organizados en la administración de la violencia.
De aquí es que derivan fenómenos que fueron autodestructivos hasta las propias comunidades de clase media que se prestaron para estos fines. Llámese declaraciones de estados de excepción en zonas de clase media, revestidos narrativamente con el mote de trancas y paros, o saqueos organizados en grandes urbes subproductos de estas situaciones alarmantes.
La violencia se les fue de las manos y abrió ventanas hacia una anarquía en amplias zonas puestas en cuarentena de comida, servicios y transporte, producto de situaciones como ésta. Maracay, Barquisimeto, Maracaibo, son algunos de estos puntos del mapa donde las historias fueron ricas en complejidad y destrucción de comercios.
Porque fue ahí, a mediados de la guarimba, donde la violencia se institucionalizó en el cotidiano de la gente como foco que se alimentaba de daños físicos y materiales. En ese preciso instante fue que los paros y trancas empezaron a perder fuerza en la opinión pública que no se mide en las redes sociales: la calle. Nada justificaba destruir almacenes de alimentos, medicinas, ni casetas policiales, ni tendidos eléctricos, ni paralizar la movilidad de miles de personas, afectadas por la necesidad de trabajar para sobrellevar la crisis económica. Había dejado de vender la épica del violinista frente a los Guardias Nacionales Bolivarianos, la lamentable muerte del guarimbero por abuso de la fuerza, y las causas políticas agitadas por la oposición habían pasado a segundo plano.
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En ese sentido, el gran relato de represión como respuesta a las protestas, aunque fue masificado con hechos comprobados de abusos de la fuerza por organismos de seguridad, escondía en en el fondo que la única forma de apagar la guarimba era la vía política. Dado que la violencia de la oposición buscaba dos objetivos políticos: derrocar a Maduro y exterminar al chavismo, como una manera de llevar a Venezuela a un supuesto futuro de progreso inhibido por el presente bolivariano.
Una fórmula de construcción de una crisis, similar a la aplicada en Argentina y Brasil (ahora en Nicaragua), donde la solución se ubicó en salir de «quienes nos gobiernan», como si la política fuera un simple eslogan de márketing.
Los chavistas, contra todo prónostico, aguantamos, tragamos duro y sufrimos el conteo diario de muertos en uno de los momentos menos estéticos de la historia política reciente de América Latina. Donde hasta en la sospecha más mínima, la mirada más superficial, de quienes eran nuestros aliados en la región, se posicionaba nuestra culpabilidad por aferrarnos a un poder institucional que en realidad, siempre, nos ha defendido del exterminio.
Fueron meses de extrema dureza y extrema cohesión ante lo feo, horrible e instrumental que se movía en lo ancho del país contra nosotros.
Por eso cuando Nicolás Maduro llamó a la Constituyente, el rasgo intuitivo del chavismo de a pie, primario, que no teniendo nada aún sigue en pie, ubicó en la victoria o no de ese movimiento el futuro del país. Con el paso de la guarimba, y su caída en desgracia, eso se entendió más cuando la misma oposición puso el propio éxito de su agenda política en la realización o no de la Constituyente. Un cambio de coordenadas de 180 grados que despejó las nubes para una salida clara al conflicto político.
En esa tónica, los días anteriores a este evento electoral fueron los más violentos con 30 muertos en la semana de su concreción.
En un hecho sin precedentes, a las barricadas, los disparos, las amenazas en las zonas controladas por la oposición se le respondió con previsiones organizadas para salir a votar. Algunos durmieron en las casas de familiares, amigos o conocidos para no quedar atrapados en las barricadas de los opositores, otros se arriesgaron a pasarlas poniendo en juego sus propias vidas y muchos tuvieron que irse a los centros electorales de contingencia ante la realidad de que los suyos estaban cerrados por la violencia.
Por todo el país miles de historias mínimas se reprodujeron en un mismo instante, como la del pueblo Palo Gordo, que espontáneamente caminó en manada para ir a votar desafiando el paro armado que se sufría en algunas zonas fronterizas con Colombia.