Sentencia a “La Manada”: violencia, consentimiento y libertad sexual

David Guerrero

Esta semana hemos conocido el fallo de la Audiencia Provincial de Navarra referido al caso de “la manada”. La sentencia condena a estos cinco hombres a nueve años de prisión por “abuso sexual” en lugar de a los más de viente que pedía la acusación por “agresión sexual” (violación, en este caso, porque hubo penetraciones). Como es bien sabido, la razón principal es que el tribunal no ha podido encontrar rastros de violencia o intimidación a pesar de toda la detallada y escabrosa descripción de los hechos probados. La sentencia, además, ha venido con propina: el voto particular de uno de los jueces. Después de una informativa monografía en defensa de la presunción de inocencia, discrepa con sus otros dos compañeros y, mediante una interpretación casi pornográfica de los hechos probados, no sólo no encuentra ni violencia ni intimidación, sino que advierte “una desinhibición total y explícitos actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo” (p. 244); porque como todos sabemos –prepárese la palangana– es posible una agresión sexual en la que “pese a todo, la mujer llegue a experimentar ‘excitación’ o ‘placer’ meramente físico en algún momento” (p. 251). Se refiere, claro está, a las fotos y a los vídeos de la ¡presunta orgía!, realizados por los propios acusados y que fueron visionados exhaustivamente por la policía forense y revisados después en la propia sala.

La violencia

De momento, pensemos brevemente en la lógica del delito recogido por el artículo 181 de nuestro Código Penal, en su capítulo II, “De los abusos sexuales”:

Artículo 181

1. El que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra persona, será castigado, como responsable de abuso sexual, con la pena de prisión de uno a tres años o multa de dieciocho a veinticuatro meses.

Detengámonos aquí. Lo primero que podemos preguntarnos es qué tipo de situaciones imaginables son aquellas que pueden considerarse bajo esta definición. ¿¡Qué cabeza puede imaginar relaciones sexuales “sin que medie consentimiento” y que al mismo tiempo sean “sin violencia o intimidación”!? No se puede decir más claro: según nuestro Código Penal, es posible atentar contra la libertad sexual de alguien sin usar ninguna forma de violencia o intimidación.

Los artículos 181.2  y 181.3 son los dedicados a aclarar cómo es eso posible: mediante el anulamiento de la voluntad de la víctima con drogas, aprovechando su estado mental o haciendo uso de una superioridad manifiesta “que coarte a la víctima”. Por lo que se definen estos tres casos es más bien por la escasa necesidad que el agresor tiene de usar violencia física sobre la víctima. No sólo no valoran la mera posibilidad de que este use la violencia (la cual es un recurso siempre presente para el agresor), es que además premia e incentiva la alevosía y astucia para conseguir forzar sexualmente sin agresión física, por ejemplo drogando o seleccionando conscientemente a las víctimas.

La tipificación del Código Penal, al distinguir entre “abuso” sexual y “agresión” sexual, tiene una obsoleta comprensión de la lógica de la violación. Esta división, que se articula fundamentalmente alrededor de si existe “violencia o intimidación”, tiene otro resultado perverso. Hace que el crimen en cuestión sea castigado de una forma u otra, no por las pretensiones del violador, sino según la resistencia física que la víctima oponga: 1) Si la víctima se bate con la suficiente fuerza contra su agresor (sus cinco agresores) como para que este tenga que usar violencia física o intimidarla –con un arma, por ejemplo– será “agresión sexual”. 2) Si la víctima, en cambio, ante el mismo agresor y situación, opta por salvaguardar su integridad física –probablemente, su vida– y no opone resistencia alguna, el delito que será considerado es el de “abuso sexual”.

Tras esta distinción, decíamos, hay una visión obsoleta de la realidad efectiva y concreta de las violaciones. Imagina al violador fantasiosamente: como un ser monstruoso, explícitamente violento, un perfil psicológico que sería escaso en nuestra sociedad y que planea premeditadamente el uso de la fuerza contra sus víctimas; como de película: que va a por ellas a maniatarlas y que las arrolla desde el comienzo con su violencia directa, como si la violación fuera cosa de licántropos y no de hombres corrientes. Esta concepción no es capaz de asumir que la práctica de violencia física, no tiene por qué ser una parte constitutiva de la actuación del violador; que el violador, para llevar a cabo su fin, no tiene por qué lesionar físicamente a la víctima, ni siquiera intimidarla de forma explícita. Nuestro Código Penal, igual que la prensa sensacionalista, no puede asimilar un perfil de violador (de “agresor sexual”) mucho más prosaico y frecuente. Ese que lo que busca es tener sexo a toda costa y que usará la violencia en caso de que le haga falta, pero no necesariamente y por sí misma, mejor llegar a ello por otros medios. Qué clase de tipificación del crimen es esta que valora un delito u otro, no en función del asaltante sino ¡de la respuesta y coraje de la víctima! La gravedad del atentado contra este reciente bien jurídico, la libertad sexual, se mide en función del empeño que la propia víctima ponga en defenderlo

El consentimiento

A estas alturas debería quedar meridianamente claro el concepto de la sexualidad que subyace a todo este asunto y que infecta especialmente a la parte más comprometida del voto particular: si la mujer no se opuso con más ganas es porque tan mal no lo estaría pasando. Su comprensión del asumido consentimiento sexual no es menos grosera que simplista. Una que no entiende que las relaciones sexuales implican la comprobación constante del consentimiento, de ese acceso privilegiado que tenemos al intimidad y el cuerpo de otro. Esta máxima, que forma parte del sentido común sobre el sexo entre personas que creen en su mutua dignidad, se vienen repitiendo con mucha más firmeza desde que estalló el movimiento del #MeToo/#YoTambién/#NiUnaMenos. ¡Pero todavía hay quien lo discute como si fuera un asunto privado, cosa de gustos sexuales! Eso es al menos lo que venía insinuando cierto columnismo, mis favoritos alguacilillos de la caspa nacional: que eso de preguntar tanto, de asegurarse si el otro aún quiere, entraña mojigatería y puritanismo millenial. Pues no. Ni tampoco tiene que ver con acabar con la “sensualidad”, la “seducción”, o con prohibir ese grado de incertidumbre que en ocasiones pueda ser parte del juego sexual.

Como casi cualquier ser humano adulto con plenas capacidades cognitivas habrá tenido la suerte de comprobar, el sexo es más deleitable, variado e interesante cuanta más información fluya entre aquellos quienes lo practican. Y esa información no se transmite sólo mediante antediluvianos códigos físicos y sociales sino, sobre todo, por medio de preguntas o indicaciones verbales explícitas. De qué nos sorprende esta sentencia, si hay quien todavía discute sobre la exigencia de comprobar si el consentimiento sigue en pie porque este puede haber sido revocado en cualquier momento. Pedir la renovada relevancia penal que debe tener el consentimiento sexual, único criterio de la violación, no pone en peligro la presunción de inocencia de los hombres. Lo que sí socava es la presunción de que las relaciones sexuales y afectivas están exentas de vínculos de poder y dominio, la idea de que están exentas de responsabilidad sobre los cuerpos e intimidades a los que se nos confía acceso. Pero sobre todo, desmorona ese privilegio con el que casi la mitad de la sociedad se enfrenta al sexo.

Sin embargo, hablar aquí acerca de la naturaleza del consentimiento es una frivolidad extrema. Creemos en la preeminencia del valor de la declaración de la denunciante (y en su veracidad), que en todo momento ha dejado claro que no hubo clase alguna de acuerdo sexual, tampoco en los momentos previos al endiablado portal. No es un apunte sin importancia, empero, debido a la cínica admiración que en algunos ha causado la “minuciosa” argumentación del voto particular; como si las burradas que dice se justificaran por el número de páginas, la erudición o la cantidad de latinajos.

La libertad sexual

Como es bien sabido, el nombre de esta revista, “Sin Permiso”, homenajeando cierta cita de Karl Marx, hace referencia a la idea de vivir sin tener que pedir permiso a otros. Remite a una vieja intuición jurídico-política proveniente del republicanismo clásico. Este entendía la libertad como independencia de la voluntad arbitraria de terceros, como la posibilidad de desarrollar mi existencia plena sin estar a merced de las decisiones que otros puedan urdir contra mí. Nótese que se entiende la libertad, no como que de hecho nadie interfiera arbitrariamente sobre mis decisiones sino, de manera mucho más exigente: como que nadie tenga siquiera la posibilidad de hacerlo. Uno de los muchos aspectos interesantes de esta vieja idea de la libertad es que no remite la custodia de mi libertad a mis solas capacidades individuales, entiende que mi libertad depende en gran parte de mis relaciones con otros.

La salvaguarda y el ejercicio pleno de mi libertad sexual dependen de en qué medida detecto y estoy protegido ante las relaciones objetivas de poder que la afectan. Sin embargo, esta libertad no debe depender, en ningún caso, de la suerte que tenga eligiendo a mis compañeros sexuales, de las ganas que tenga de conseguir o conservar un puesto de trabajo, de las horas a las que paseo por la calle, de los lugares que frecuento o de lo abarrotado que esté el transporte público; mi libertad sexual tampoco puede quedar supeditada a cómo me visto y me maquillo, o cuánto bebo y me drogo al salir de fiesta, ni tampoco puede remitir a mi astucia, mi precaución o mi desconfianza, ni depender de mi asertividad, de la firmeza con la que sé decir “no”; y mucho menos podrá depender mi libertad sexual, en una sociedad que se llame decente, del arrojo con el que sea capaz de usar mi fuerza física para defenderme de violadores.

Sólo la determinación feminista que lleva décadas rebelándose ante esas relaciones de poder que se tejen en los ámbitos más recónditos de nuestras vidas es capaz de inundar nuestras instituciones con este imperativo moral, que trata de la dignidad humana. Esa misma determinación es la que convirtió en vergonzoso no apoyar públicamente la movilización y huelga del pasado 8 de marzo. Y esa determinación ahora desborda, necesariamente por la izquierda, a nuestro Código Penal, a nuestro –otra semana más– decadente poder judicial y a todos los prejuicios que representan el voto particular y la sentencia. Ese feminismo es el que estas semanas construye el futuro clamando por nuestras libertades, y lo hace sacudiendo a este Estado vergonzoso, pegándole fuerte en sus partes íntimas.

es graduado en Sociología por la Universidad de Barcelona. Actualmente cursa estudios de posgrado de filosofía política. Colabora habitualmente con Sin Permiso.

Fuente:

www.sinpermiso.info, 29-4-18