Llegó la peor noticia del año: Venezuela se ha quedado sin Zucaritas, Choco Krispis y Froot Loops. ¿Cómo continuaremos vivos en estas condiciones? ¿Cómo será el futuro sin esos productos propensos a la diabetes? ¿Por qué nos tocó esta desgracia?
Esto es un parafraseo corto de la avalancha de comentarios indignados que el día de ayer aparecieron en las redes sociales producto de la decisión de los directivos de Alimentos Kellogg de abandonar el país.
No importaron los cientos de empleados que quedaron sin trabajo, ni que ya mucho antes de la huida de la transnacional los precios de sus coloridos y azucarados productos eran inaccesibles, sino lo que supuestamente había perdido la cultura alimentaria venezolana.
De un segundo a otro, la ofensiva propagandística sobre la falta de insumos médicos y las mismas cinco fotografías, recicladas hasta el hartazgo, de personas escarbando en la basura, abrió paso a los quejidos y frustraciones por la falta de conflé. El tigre Tony de las Zucaritas, o el tucán de los Froot Loops, coparon las redes como las nuevas víctimas del régimen; los acosados niños del hospital J.M. de los Ríos pasaron a segundo plano ante la flagrante violación de derechos humanos de estas figuras inanimadas.
Levanta sospechas, o al menos esa es la impresión que tuve el día de ayer, que en un país supuestamente sumergido en una crisis humanitaria, donde nadie come, nadie bebe, nadie se baña y nadie se cura una gripe, la principal preocupación de la opinión pública sea que productos altamente costosos y de consumo suntuario ahora no estarán en los anaqueles.
El diablo está en los detalles, dicen por ahí. Y vaya que este detalle dice bastante sobre cómo las «preocupaciones» con respecto a la situación del país cambian con facilidad según el tema que esté en cartelera y los réditos que produzca.
Es un asunto fundamentalmente de mercado: el elefante de Choco Krispi el día de ayer se cotizó mejor que el abuso y acoso constante por parte de las ONGs hacia las personas de la tercera edad con problemas de salud.
Y seguirán con el mismo empuje ante una narrativa que se desgasta por su propio sobreuso y que necesita crear nuevas víctimas para mantenerse oxigenada; esta vez le tocó a la fauna creada por la mentalidad de consumo gringa que disfraza de pokemón a tucanes, tigres y elefantes, para «familiarizar» a la población con un conjunto de especies que no son de estas latitudes y hacerlas atractivas al consumo.
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La transculturación de nuestro país también se narra por lo simbólico: cuando escucha a un niño decir sandía en vez de patilla, lodo en vez de barro, banana en vez de cambur, o cuando para usted es más «familiar» un tucán que un gavilán, se pone en evidencia que la desnacionalización de nuestra identidad, quizás el producto más acabado de la cultura del petróleo, comenzó por la comida y de ahí colonizó, gracias a la ayuda de la televisión, la radio y después del Internet, el lenguaje, el comportamiento cultural del país, sus patrones de consumo y la composición psicológica que le da forma a las relaciones sociales.
Y la síntesis más acabada de este proceso es la clase media, que por cierto es la que puede adquirir los costosos productos Kellogg.
El desgaste y el aturdimiento de la guerra es implacable, en su trayecto se lleva consigo elementos que no estaban en los pronósticos iniciales. Las cajas de Zucaritas o de Froot Loops fueron alejándose rápidamente de nuestra capacidad de compra a medida que aumentaban los estragos económicos, razón fundamental para que la decisión de la transnacional Kellogg quede sin asidero en la realidad en medio de llantenes forzados en redes sociales y memes bastante graciosos del Tigre Tony yéndose por Maiquetía.
Los vacíos culturales generados por la cultura del petróleo en la clase media se nota demasiado con lo de Kelogg
La propia guerra fragilizó esos patrones de consumo, haciendo evidente que nuestros órganos vitales no necesitan consumir dichos productos para mantenerse en funcionamiento. Ahora que forman parte del pasado, así como durante la bonanza nos acostumbramos a comerlos, también nos acostumbraremos a no disponer de ellos, algo que empezó ya hace bastante tiempo. Somos «animales de hábitos», dicen por ahí.
Pero la clase media venezolana hizo sentir su enfado por redes sociales, pues es la principal afectada y tiene con qué seguir pagando los precios usureros de la transnacional. Incluso María Corina Machado, referente político de este cada vez más minúsculo segmento de la sociedad venezolana, ubicó la ausencia de los productos Kellogg como una «demostración del plan del rrrégimen de transformarnos en mendigos».
Es decir, para la Machado, hija prístina de la burguesía importadora venezolana, y por esa condición solidaria con la transnacional estadounidense, comer conflé es la vara que diferencia a una población civilizada y no civilizada: un argumento más para que Marco Rubio convenza al Pentágono de invadir militarmente a Venezuela, porque dejarnos sin Choco Krispi y Müsli no sólo constituye una violación a nuestros derechos humanos, sino un crimen cultural contra nuestro destino de nación gringolizada.
Y detrás de ella, Henrique Capriles y el candidato opositor Henri Falcón, hicieron sentir su rechazo, prometiendo, entre líneas, que con la Venezuela postchavista, que viene ya, ahora mismo según ellos, habrá tanta Zucaritas que los hospitales no se darán abasto para atender semejante andanada de comas diabéticos.
Y detrás de ellos la clase media que vía redes sociales sintió que algo profundo acababan de perder, que era algo así como lo único que valía la pena que le quedaba a Venezuela; una razón más para emigrar y luego tomarse una foto comiendo conflé en México o Argentina, para así reafirmar que extrañan a Venezuela.
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Irónicamente algo tan banal como que ahora no habrá productos Kellogg en los anaqueles, nos abre la puerta para ver en carne viva los vacíos culturales generados por la cultura del petróleo en la clase media, su forma de representar la identidad nacional y la afiliación casi existencial hacia productos de consumo gringos.
Por banal que parezca, es un hecho real que su razón de existencia en el país está medida a partir de cuántos productos de la mercadotecnia chatarra estadounidense puede comprar. Una lógica comercial que abarca una amplia gama de motivaciones y significados más allá de lo alimentario: la clase media, la que se quedó y la que se fue, pide casi a gritos que venga una intervención militar que destruya ciudades y campos venezolanos, que por fin logre el tan ansiado exterminio del chavismo. Un producto más que le venden y quieren comprar, aunque ellos también estén en la mirilla de las bombas por vivir en la misma tierra que la población chavista.
Para la clase media no suena tan mal una amenaza real de destrucción del país, siempre y cuando esté la contraprestación de devolver a los anaqueles todo el portafolio de productos chatarra made in USA. No es producto de la casualidad que su futura ausencia sea tratada por los medios como una prueba material de la necesidad de salir del chavismo a la fuerza, de «la necesidad de recuperar a Venezuela».
El laboratorio de la cultura del petróleo, que hace poco celebró sus 100 años de existencia, creó sus propios anticuerpos a partir de una clase media desnacionalizada, ignorante y profundamente odiosa con respecto a su propio suelo, dispuesta a entregar el lugar de nacimiento a cambio de avena Quaker.
La acotación a la avena Quaker no es gratuita: en las puertas del siglo XX venezolano fue uno de los primeros productos importados por las petroleras norteamericanas, junto a otros productos como mayonesa, salsa de tomate y galletas, crearon los primeros bocetos de una dieta nacional diseñada para sustituir los patrones alimentarios de la Venezuela campesina que comenzaba a ser liquidada por el «excremento del diablo», en palabras de Pérez Alfonzo. Se consolidaba una nueva forma de alimentación que nos conectaba, cual cordón umbilical, a la industria agroalimentaria estadounidense y a su vomitiva mentalidad de consumo.
Ahora vemos las consecuencias psíquicas de una indigestión que ya cumplió un siglo.