ANTONIO NARIÑO, PRECURSOR Y REVOLUCIONARIO

Enrique Santos Molano

En el año 2003 la revista Semana promovió una encuesta de vasta importancia, que tenía por objeto escoger, entre los grandes personajes de nuestra historia, al que podría ser calificado como “el colombiano de todos los tiempos”. El resultado de la encuesta, definido por un selecto jurado de intelectuales, no hizo sino ratificar una creencia que, desde los comienzos de nuestra vida independiente, de los que andamos próximos a celebrar doscientos años, está muy arraigada en el corazón de las mujeres y de los hombres de este país. Los colombianos y las colombianas sentimos que nadie nos representa tan bien, en nuestra identidad y en nuestras aspiraciones como pueblo, en nuestras virtudes y en nuestros defectos, en nuestras bienandanzas y en nuestros infortunios, como Antonio Nariño.
Cada país, por supuesto, tiene el hombre o la mujer que lo simboliza. Ninguno podría representar mejor a los Estados Unidos, que Benjamin Franklin. Y de hace varios siglos, Juana de Arco es la figura esencial de la nación francesa. Nuestro personaje nacional, es Antonio Nariño. ¿Por qué? ¿Cuáles son las características que le otorgan a Antonio Nariño y Álvarez esa calidad de ser el colombiano de los colombianos?
Para entenderlo hay que estudiar a Nariño bajo tres aspectos. Uno, el de Precursor y revolucionario; dos, el de estadista y gobernante; y tres, el de filósofo y libertador. En la charla de esta noche sólo vamos a ocuparnos del primer aspecto, que es el que incide en las causas de la Independencia y en el movimiento que tuvo como efecto la histórica jornada del 20 de julio de 1810, cuyo bicentenario estamos próximos a cumplir.

Antonio Nariño, Precursor y Revolucionario

Antonio Nariño pertenece a una generación que era desconocida en la colonia antes de 1760: la generación de los criollos. Se entiende por criollo al nacido en territorio americano, hijo de español y de nativa descendiente de padres españoles. Estos matrimonios entre español y americana española comienzan a generalizarse a partir de 1755 y dan origen a la generación de los criollos. Antonio Nariño, nacido el 9 de abril de 1765, es hijo del súbdito español, natural de Galicia, don Vicente Nariño, y de la santafereña o bogotana Catalina Álvarez del Casal, hija de padre y madre españoles. En la misma condición están sus compañeros, nacidos entre 1755 y 1770. Todos son criollos y todos estarán en determinado momento enfrentados a la dicotomía entre ser españoles o ser americanos. La escogencia de una de las dos nacionalidades es lo que determinará el carácter revolucionario de quienes se inclinan por la americana, que fueron casi la mayoría en el continente americano de habla hispana.
Nariño nació con problemas de salud que lo pusieron al borde de la muerte en sus primeros días; pero tuvo la buena suerte y el privilegio de que lo atendiera el doctor José Celestino Mutis, que era el médico personal del Virrey y que tenía gran amistad con el padre de Nariño, alto funcionario de confianza del régimen colonial. El sabio médico y científico gaditano salvó la vida del recién nacido hijo de don Vicente Nariño, lo atendió durante su infancia y además lo convirtió en uno de los de su grupo de discípulos infantiles, con quienes recorría a menudo los montes de Cundinamarca en busca de las especies botánicas que pudieran emplearse para usos medicinales y que después tomaron parte en la Expedición Botánica. Es muy probable que Antonio Nariño hubiese estado presente cuando el doctor Mutis, ya ordenado sacerdote, hizo en 1772 el mayor de sus descubrimientos: la quina.
Haber tenido de guía al sabio Mutis contribuyó de manera notable en la formación de la personalidad de Nariño, tanto, tal vez, como influyó Simón Rodríguez en la orientación de Simón Bolívar. El genio de Nariño y el de Bolívar encontraron en aquellos maestros el calibrador adecuado para su desarrollo.
¿En que momento tomó Antonio Nariño la decisión trascendental de adoptar la nacionalidad americana y en consecuencia rechazar la española? No puede hablarse de un momento determinado, ni sería creíble que una decisión semejante fuera repentina. Quizá tampoco consciente al principio. No hay duda que ella pertenece a un largo proceso y a un encadenamiento de distintas sensaciones surgidas en el curso del aprendizaje con el doctor Mutis. El conocimiento, sobre el terreno, de las grandes riquezas naturales de su país, la explicación que respecto de esas riquezas les daba el doctor Mutis a sus discípulos, las enseñanzas acerca de sus beneficios no sólo medicinales, sino también comerciales, las lecturas incesantes en la biblioteca de su tío Manuel de Bernardo Álvarez, estructuran en Antonio Nariño, y por supuesto en su generación, la mentalidad de que los nacidos en América eran americanos y no españoles. Sí podemos señalar, en cambio, el momento preciso en que Antonio Nariño adquiere la conciencia de su naturaleza americana: 1781, año de la revolución de los comuneros, en el que la generación de los criollos mayores, entre ellos el marqués de San Jorge, don José Caicedo y el doctor José Antonio Ricaurte, toma partido a favor de los rebeldes, y la de los criollos menores se prepara a continuar y a llevar a su término lo iniciado por los insurgentes de 1781.
Aunque no es poseedor de bienes de fortuna cuantiosas, Nariño goza de una posición relevante en la élite criolla santafereña. Su alta inteligencia, su capacidad autodidáctica, el dominio de varios idiomas –inglés, francés, latín, griego—sus conocimientos robustos de literatura, ciencias, filosofía y economía, le ganan una extraordinaria notoriedad y un amplio aprecio. En 1785, Nariño, en asocio del doctor José Antonio Ricaurte, aprovecha el terremoto de julio de ese año para publicar una gaceta, Aviso del Terremoto, con el propósito de informar al público sobre los desastres ocasionados por el sismo del 12 de julio. Que la gaceta va más allá del simple deseo de informar sobre un evento determinado, el terremoto en este caso, lo prueba el que, una vez cumplida, en tres números sucesivos, la tarea informativa acerca de los estragos en todo el reino, los editores del Aviso, Ricaurte y Nariño, publican a continuación La Gaceta de la Ciudad de Santafé, con todo género de noticias hasta donde lo permitían las restricciones del régimen colonial.
La Gaceta de la Ciudad de Santafé marca un tono americanista, que hace que la Real Audiencia y el gobierno del Virrey Arzobispo, Antonio Caballero y Góngora, ordenen su suspensión a partir del tercer número.
Al analizar la situación de las colonias en esta etapa, la óptica de ver a los nacidos en América –criollos, mestizos o indígenas—como sometidos a un gobierno despótico y arbitrario, no nos permitiría entender a cabalidad el contenido revolucionario de la lucha por la Independencia que tiene su punto de partida en el movimiento comunero. Para España sus colonias no han formado parte de la soberanía española y se las estima como una propiedad de la corona, propiedad que incluye a sus habitantes, quienes por lo mismo carecen de los derechos y consideraciones de que gozan los españoles. Así, la liberalidad de que se disfruta en la península durante el reinado de Carlos III, en el que la masonería ejerce una fuerte influencia, no cobija a las colonias de ultramar, que siguen siendo consideradas “las Indias occidentales” y gobernadas por el todopoderoso Consejo de Indias. América, pues, no existe para España como una entidad política, sino como una posesión territorial, a la cual se trata de administrar de forma que le rinda el mayor provecho posible a la metrópoli.
Sin embargo el régimen colonial posee una estructura adecuada al Estado de Derecho de la monarquía. En las colonias rige una administración sometida a las leyes vigentes y dirigida en lo jurídico por la real Audiencia y en lo administrativo por el Virrey y los funcionarios a su cargo. Los funcionarios judiciales, los oidores, y los administrativos, intentan por lo general gobernar con tino y no apretar más de la cuenta a los moradores, mientras no vengan de la península exigencias de más recursos, como sucede con la visita del doctor Juan francisco Gutiérrez de Piñeres en 1789-1781, cuya política tributaria se desproporciona al punto de provocar el levantamiento de los Comuneros; pero no hay arbitrariedad por parte de ninguno de los funcionarios españoles, ni siquiera de Gutiérrez de Piñeres. Todos proceden de acuerdo con lo que ordena la legislación establecida y el Estado Monárquico de Derecho.
Si los recursos que España extrae de sus colonias, se hubieran aplicado al desarrollo económico de las mismas, los pueblos latinoamericanos se habrían ahorrado varios siglos de atraso. Esa verdad, incuestionable hoy, la capta la generación de los criollos, y la entienden y analizan en su oportunidad escritores y pensadores como Antonio Nariño y Pedro Fermín de Vargas, y la emplean para iniciar y jalonar la carrera hacia la Independencia. Los criollos tienen claro que no quieren seguir siendo propiedad o posesión de la corona española, que tampoco quieren recibir el gracioso beneficio de alcanzar la igualdad con los súbditos españoles mediante el artificio político de entrar a formar parte de la soberanía española, y que, en consecuencia, lo que desean es constituirse como pueblo soberano y liberarse completamente y para siempre de la tutela española. El propósito de los criollos es crear una república liberal y democrática, basada al principio en los preceptos de la Constitución de Filadelfia que ha servido para organizar la República de los Estados Unidos de Norteamérica, y más adelante en la Declaración de los Derechos del Hombre adoptada por la Asamblea nacional francesa como norma constituyente
Cuando lo eligen alcalde de segundo voto de Santafé en 1789, a la edad de 24 años, Antonio Nariño ha estudiado ya la Constitución de Filadelfia, y conoce a fondo el pensamiento de Adam Smith, Benjamín Franklin, Thomas Paine y Thomas Jefferson. Su nombramiento en el importante cargo lo obliga a posponer la idea de establecer en la ciudad un “casino literario” que servirá de pretexto para la discusión y la difusión de las ideas contenidas en las obras de aquellos pensadores de lengua inglesa, así como la del filósofo francés Guillaume Thomas Raynal, llamado el abate Raynal.
Lo podemos deducir de la carta que Antonio Nariño le escribe al doctor José Celestino Mutis para darle cuenta de su nombramiento, en la cual le dice el joven alcalde a su maestro “se me ha entorpecido con la ocupación de la vara, el pensamiento que tenía de tener en casa una especie de tertulia o junta de amigos de genio que fuésemos adelantando algunas ideas que con el tiempo pudiera ser de alguna utilidad, pero veremos en adelante”.
Ese “veremos en adelante” no es una frase vacía, ni dicha por no dejar. Más adelante Nariño retomará con decisión la idea del casino literario y será de allí de donde emerja la gran tormenta revolucionaria que desembocará en el veinte de julio de 1810.
Entre los años de 1789 y 1794 la actividad que hace de Antonio Nariño un precursor y un revolucionario es su defensa acerada de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y de la Libertad de Expresión. El 14 de julio estalló en París una revuelta que en pocos días abarcó toda Francia y que puso el poder en manos del pueblo mediante la Asamblea Nacional Constituyente. En las sesiones del 20, 21, 23, 24 y 26 de agosto la Asamblea Nacional discutió y proclamó los Derechos del Hombre y del Ciudadano, contenidos en 17 artículos. En noviembre, el Consejo de Indias prohibió la circulación del panfleto titulado los Derechos del Hombre en los territorios de las colonias americanas, so pena de prisión, destierro o último suplicio para el que los leyere o divulgare de alguna forma.
Sería ingenuo pensar que el texto de los diecisiete artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano llegó a las manos de Antonio Nariño por casualidad o por descuido de la autoridad virreinal. Del Archivo de Francisco de Miranda se desprende que fue él quien le remitió a Antonio Nariño el volumen tercero, publicado en 1790, de la extensa obra en veinte volúmenes Historia de la revolución de 1789 y del establecimiento de una Constitución en Francia. Este volumen tercero, que incluye el texto del preámbulo y de los diecisiete artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, debió ser despachado por Miranda a finales de 1791 y llegó a Santafé en el primer trimestre de 1792. Lo recibió el Virrey José de Ezpeleta, con encargo de entregarlo a don Antonio Nariño, y así lo hizo el Virrey con el debido sigilo, por cuanto la posesión del mencionado volumen, por estar prohibida la circulación de parte de su contenido, era punible. Con igual cautela Antonio Nariño tradujo al español precisamente la parte más delictuosa del libro: Los Derechos del Hombre, y los imprimió, de manera clandestina, en su Imprenta Patriótica el día 15 de diciembre de 1793
No hace falta describir la emocionante impresión que recibió Nariño al leer los diecisiete artículos proclamados por la Asamblea Nacional de Francia como Derechos del Hombre y del Ciudadano. Captó enseguida la importancia capital del documento, midió los riesgos que implicaría publicarlos y decidió correr con las consecuencias, decisión que en sí misma transforma a Nariño en un revolucionario, calidad que conservará hasta su muerte.
Desde principios de 1793 Nariño había puesto en marcha el funcionamiento de su casino literario, para el cual habilitó una habitación de su casa en la Calle del Descuido, Plazuela de San Francisco, hoy Parque de Santander. La habitación estaba acondicionada con un plafond en el que se recogían pensamientos de distintos filósofos clásicos y destacaba la figura de Benjamín Franklin, adornada con la frase subversiva “Quitó al cielo el rayo de las manos y el cetro a los tiranos”. A la tertulia de Nariño se le dio un nombre de logia masónica, El Arcano de la Filantropia, y la habitación sede de las reuniones fue bautizada como “El Santuario”. Los mismos oidores de la Real Audiencia, en su refutación condenatoria a la Defensa de Nariño en el juicio que le siguen por la impresión clandestina del papel titulado Los Derechos del Hombre, preguntan con no disimulado asombro: “Si Nariño discurre por su escrito como él manifiesta ¿qué se hablaría en su casa por los concurrentes a ella? ¿Cómo se tratarían estos asuntos en aquel cuarto fabricado al intento? ¿En aquel retrete, que ellos mismos llaman El Santuario?”.
En ese “retrete” Nariño y sus compañeros leen Los Derechos del Hombre, los discuten, los aplauden con entusiasmo infinito y maduran la manera de difundirlos. En el momento de entrar en prensa el documento sedicioso ya está preparada la red que habrá de distribuirlo en todo el territorio del virreinato, comprendidas la capitanía de Venezuela y la presidencia de Quito. La distribución del pequeño folleto de cuatro páginas se realiza con tal eficacia y habilidad, que los oidores no logran conseguir un ejemplar para presentarlo como cuerpo del delito en el juicio que entablan contra Nariño y sus cómplices.
La Real Audiencia mantenía bajo vigilancia a Nariño y a los contertulios de El Santuario. Varios espías acechaban cada uno de sus movimientos y la continua asistencia de varios sujetos a la casa del Alcalde Mayor de la Ciudad comenzó a volverse sospechosa. A principios de 1794 el espía Francisco Carrasco se enteró de la impresión de Los Derechos del Hombre aunque sus esfuerzos por conseguir un ejemplar fueron inútiles. La Audiencia no tenía motivo para acusar a Nariño del delito de impresión y divulgación de los Derechos si carecía de la prueba física, del cuerpo del delito. Así que, al parecer, decidió el oidor Joaquín de Mosquera y Figueroa, con acuerdo de sus compañeros los oidores Luis de Chaves, Joaquín de Inclán, Juan Hernández de Alba y Francisco Javier de Ezterripa, inventarse un buen motivo que les permitiera echarles mano a Nariño y a los que con el conspiraban en el retrete de El Santuario.
Una mañana de mediados de agosto de 1794 aparecieron en las paredes de Santafé pasquines en verso que insultaban a las autoridades y amenazaban con la revolución. Uno de ellos rezaba: “Si no cesan los estancos / si no para la opresión / se perderá lo robado / tendrá fin la usurpación”. Ese 14 de agosto el señor Virrey, don José de Ezpeleta, se encontraba de descanso en Guaduas, en compañía de la virreina; don Antonio Nariño, que había renunciado la alcaldía de Santafé unos meses atrás, para dedicarse a sus negocios de cultivo y exportación de quina, se hallaba en Fusagasugá, donde tenía importantes sembrados de quina, y en donde su amigo Francisco Antonio Zea, miembro de la tertulia de El Santuario, trabajaba en asuntos propios de la Expedición Botánica, de la que era empleado.
La Real Audiencia le envió al virrey un recado de urgencia. Le pinta la situación como que las autoridades están a horas de ser derrocadas por una vasta conspiración. Al llegar a Santafé, con pocos minutos de diferencia, el virrey Ezpeleta, procedente de Guaduas, y Antonio Nariño, procedente de Fusagasugá, encontraron un panorama de intranquilidad y desasosiego. El virrey, informado por la Audiencia, sabía de la supuesta conspiración. Nariño no tenía idea. Lo enteraron de los pasquines don José Caicedo y el doctor José Antonio Ricaurte y le dieron cuenta detallada de las diligencias adelantadas por la Real Audiencia para dar con los autores de los versos desafiantes. Un estudiante del Colegio del Rosario, José Fernández de Arellano, fue capturado y acusado de ser el que fijó los pasquines. Arellano no perdió tiempo en denunciar a sus presuntos cómplices, varios estudiantes más del Rosario, cerca de veinte, uno de ellos Sinforoso Mutis, sobrino del Director de la expedición Botánica, el doctor José Celestino Mutis. Algunos de los estudiantes detenidos fueron torturados para obtener de ellos la confesión de quien era la cabeza de los conspiradores. Sinforoso Mutis, para evitar la tortura, se declaró cómplice la conspiración y dijo que tenía por objeto cambiar el régimen y expulsar del reino a los españoles; pero no dio ningún nombre y el doctor Mutis evitó que fuera torturado. Hacia el 20 de agosto don Francisco Carrasco, espía del oidor Mosquera, denunció a don Antonio Nariño como incurso en el delito de impresión clandestina de un papel prohibido que tenía el título de Los Derechos del Hombre. En una segunda declaración, el 23 de agosto, el estudiante Fernández de Arellano confiesa que el jefe de la Conspiración es don Antonio Nariño. El estudiante delator resultó ser otro de los espías a sueldo de la Real Audiencia. El 29 de agosto la Real Audiencia dictó orden de captura contra Antonio Nariño y procedió a ejecutarla el oidor Joaquín de Mosquera y Figueroa.
Nariño nunca admitió haber tenido la menor participación en la conspiración de los pasquines, ni conocimiento de ella. Que esa conspiración fue fraguada por la Real Audiencia para crear un motivo que les permitiera , sin afectar la legalidad, eliminar a Antonio Nariño y a los criollos sospechosos de proclividad hacia la independencia, lo demuestra el que, en la resolución condenatoria, no se le formula ningún cargo por conspiración, y sólo se le acusa del gravísimo delito de impresión y divulgación clandestinas de Los Derechos del Hombre, del que sí era a todas luces culpable.
No obstante, el factor que motiva la condena de Nariño a “destierro perpetuo y diez años de prisión en una de las prisiones españolas en África”, no son los Derechos del Hombre, sino la defensa que de ellos hace su clandestino traductor e impresor, durante el juicio que se le sigue por este crimen. Para librarse del problema en que se había metido a Nariño le habría bastado con expresar público arrepentimiento de su fea acción, declarar que los Derechos del Hombre eran un papel execrable, y que los americanos deberían vivir agradecidos al cielo por haberles dado un gobierno magnánimo y maravilloso como el que ejercía la monarquía española en sus ingratas colonias, y agregar una denuncia de sus cómplices, que era en realidad lo que más deseaban conocer los oidores: la lista de los jefes criollos de Santafé que apoyaban las ideas independentistas, y que Nariño conocía quizás mejor que nadie.
Pero Nariño hizo todo lo contrario de lo que tenía que hacer para obtener el perdón de sus faltas y el permiso de retornar al redil de los buenos. En primer lugar, no delató a nadie, no suministró ni la pista más insignificante acerca de quiénes pudieran estar involucrados en la horrenda trama contra la legítima propiedad de la corona española sobre las tierras de América y contra su derecho de disponer como a bien tuviera de la suerte de las colonias. En segundo lugar, en la escalofriante Defensa que escribió, con el apoyo de su abogado –quien además tuvo el increíble cinismo de sacar copias de la Defensa y distribuirlas a distintos personajes criollos—no se esmera en demostrar arrepentimiento. Lejos de ello arremete contra el régimen colonial con verdadera pugnacidad y defiende los Derechos Humanos y la libertad de expresión como si estuviera en la Francia Revolucionaria y no en la apacible colonia española llamada Virreinato de la Nueva Granada.
Pocos han tenido, como Antonio Nariño, la suerte inverosímil de que sus propios acusadores sean al mismo tiempo sus mejores apologistas. Después de que el abogado José Antonio Ricaurte entregó en la Real Audiencia el texto de la defensa de Antonio Nariño por la publicación de los Derechos del Hombre, en cuanto terminaron de leerla se suscitó en los dignos funcionarios judiciales una reacción colérica que bien podemos imaginar. Dieron orden de detención inmediata del doctor Ricaurte y de que se recogieran de mano regia todas las copias de la defensa que hubieran sido distribuidas por el abogado. Esa misma noche ordenaron su remisión a una de las mazmorras del castillo de Bocachica en Cartagena, y procedieron a redactar una bien meditada réplica a la Defensa hecha por el reo Antonio Nariño. Esa réplica, de gran factura literaria, contiene razonamientos y consideraciones de suma importancia, que nos facilitan, por una parte, entender las razones por las cuales la ruptura entre las colonias y España se había hecho irreversible, y por otra exaltan, sin proponérselo, desde luego, la acción y la figura de Antonio Nariño como precursor y revolucionario.
Escuchémoslo en las palabras indignadas de los oidores de la Real Audiencia de Santafé al dar cuenta al Rey de las providencias adoptadas contra el reo Antonio Nariño:
“La criminal defensa en la mala causa de don Antonio Nariño empeña la obligación de este tribunal, para que informe y exponga a vuestra majestad los justos fundamentos que tuvo en recoger el escrito y corregir a su defensor”.
Observemos la calidad del lenguaje empleado por los ilustres oidores. “Corregir al defensor” ¿Cómo lo corrigieron? Poniendo preso al doctor Ricaurte y enviándolo a que se pudriera en una de las mazmorras de Bocachica en Cartagena, donde en efecto pasó diez años hasta su muerte en 1804. A eso es a lo que llaman con exquisita cortesía “corregir al defensor”. Continúan los señores oidores:
“La censura que merece esta detestable obra, se presenta visible en su lectura. En ella se hallan execrables errores, impías opiniones, perversas máximas, sistemas inicuos, atroces injurias, reprensibles desacatos. En breve, la doctrina de este escrito en las presentes circunstancias es un veneno, capaz de ofender gravemente la pública tranquilidad… En él se denigra a toda una santa y sagrada religión con los más viles dicterios, porque uno de sus hijos por el celo de la honra de Dios y propagación de su santa ley, vino a estas regiones en compañía de los conquistadores españoles, deseoso de introducir en ellas el imponderable beneficio de la luz evangélica.
“Sólo esto era bastante para que la Audiencia no debiese desatender en sus providencias el castigo a tales producciones. Pareciéndole aun escasas a Nariño se atreve a sostener a rostro firme que en la impresión clandestina del papel Los Derechos del Hombre no hubo delito. Cuando el tribunal en fuerza de su propia confesión [la de Nariño] y convencimiento en esta gravísima culpa esperaba que implorase benignidad, piedad y clemencia, comete atrevido en la defensa otro nuevo delito peor que el anterior. El respeto, la veneración, el temor a la justicia son naturales no solo a los delincuentes, sino también a los inocentes. Conciben estas fundadas esperanzas en la fuerza de la verdad, en el testimonio de su pura conciencia. Sin embargo se estremecen a la vista del tribunal que ha de juzgar sus operaciones. Nariño empero no teme el castigo de su primer delito y provoca en el segundo la justa indignación de los jueces.
“Si en el concepto de Nariño el papel no es malo, por eso quería que estos naturales [los americanos] se imbuyesen en su doctrina por medio de la impresión. Es malísimo el papel por todos respectos, pero muy bueno y acomodado a los de Nariño. Este es en verdad el fundamento de su intención, y por lo mismo le condena en el aspecto que le supone favorable a sus ideas.
“En el papel se describen los Derechos del Hombre; esto es, lo que le corresponde en la sociedad unido con los demás y en fuerza de que este es su título deduce Nariño que no cometió delito en la impresión. Esta sería buena consecuencia para un francés; mala y perjudicial en un español. Recurra a los principios de nuestra constitución. Examine los que corresponden al gobierno monárquico y comprenderá el delito que echa de menos. Los Derechos del Hombre conforme al papel están detallados por su sistema constitucional; y como el nuestro sea enteramente opuesto a aquel, es preciso que no sean unos mismos los derechos de los hombres que viven en dos diferentes sociedades. No sería delito imprimir una obra en que se designasen los Derechos del Hombre, cuando estos se acomodasen a los que se permiten y conceden por nuestra legislación. Los que señala el papel de nuestro caso son absolutamente contrarios; se oponen diametralmente a la religión, al Estado, al gobierno que gozamos. Esta es la causa del horroroso delito de Nariño…
“En el comentario de su proposición quiere apoyarla con comentario de Santo Tomás. Si hubiera meditado sus obras no haría a el santo tal injuria. Sus documentos, su doctrina, su sentir son tan opuestos a lo que se figura Nariño, que antes bien persuaden lo contrario, pero no es esto tan extraño e irregular como atribuir a nuestra legislación los mismos principios que comprende el papel. Es hasta donde puede llegar el temerario arrojo de Nariño. Es el desacato mayor que cabe en la imaginación humana. ¿En qué disposición nuestra está la libertad que apoya ese infernal papel? ¿En qué ley de las mismas se encuentra apoyada la libertad de la prensa en cualquiera materia? ¿En dónde la de conciencia en las de religión? ¿En dónde los derechos de la soberanía imprescriptibles en el pueblo? A este modo era fácil recorrer todos los principios del papel para desengañar a Nariño; mas sería inútil cualesquiera empeño porque bien comprende estas verdades eternas, pero la corrupción de su corazón no le permite seguirlas.
“¿Dónde ha adquirido Nariño la facultad de investigar los arcanos del gobierno? ¿Quién es este hombre que puede censurar a su albedrío y antojo las razones y fundamento que puedan asistir a los superiores para permitir o prohibir las obras que convengan? ¿No es este un atentado e insubordinación en cualquier súbdito? ¿No lo será mayor manifestar así sus ideas al fiscal que ha de juzgar su causa? ¿No es una insolente reconvención que patentiza a todas luces el corazón, las ideas y entusiasmos de Nariño, formado por los principios del papel que sostiene? ¿Qué prueba mejor de que este hombre es fiel sectario de aquellas máximas?
“Defiende Nariño que el papel, comparado con los públicos de la nación y los libros que corren permitidos no debe ser su publicación un delito. Hace este juicio comparativo con una falsedad tan palpable, como lo es la justa prohibición que sobre sí tienen los autores que cita. No puede menos que ofrecer por todas partes pruebas claras de su modo de pensar en estos asuntos. Nariño aborrece la luz. Pinta las crueldades de los conquistadores españoles, tratándolos de usurpadores, asesinos e inicuos. Que sus armamentos, sus victorias, su profusión de gastos no han hecho otra cosa que retardar una revolución preparada por la naturaleza de las cosas. Que no pueden subsistir los americanos con las violencias que padecen y les proporciona la ambición. Que son esclavos de los españoles. Que la humanidad debía haber llorado las funestas consecuencias de la conquista hasta el tiempo en que las América llegase a ser el santuario de la razón, de la libertad, de la tolerancia. Que las alcabalas son un tributo bárbaro y horrible. Que los americanos sufren opresión y tiranía de los que gobiernan. Con esta horrorosa pintura hace Nariño su comparación. Aborrece el hombre naturalmente la maldad. Concibe odio a la cruelfad. Se horroriza de la opresión y tiranía. Por eso Nariño traslada a la memoria de sus conciudadanos y patricios las falsas crueldades de los españoles para que sembrada esta cizaña en los corazones de aquellos concibiese contra estos el odio y aborrecimiento que procuraba con el fin de que revestidos de semejantes sentimientos abrazasen gustosos sus perversas ideas.
“En su última proposición manifiesta Nariño que el papel sólo se puede mirar como perjudicial en cuanto no se le dé su verdadero sentido, pero examinado a la luz de la sana razón no merece los epítetos que le da el ministerio fiscal. Este es el sello final por donde se comprenden aun las profundas interioridades del espíritu sedicioso de este reo. Su temeridad es notoria cuando sostiene la bondad del papel a pesar de sus prohibiciones por la religión y el estado. Cuando estos sagrados respetos no le contienen en los límites de la moderación , qué concepto merecerá su conducta, sus operaciones. Es el mayor desacato pretender probar la bondad del papel. No hay voces con que ponderar semejante atrevimiento. Defender que el papel examinado a la luz de la sana razón es bueno, se manifiesta por este concepto que ni la religión, ni el estado la tuvieron para su prohibición. Que por capricho, antojo o sin justa causa se prohibió. El corazón de Nariño formado a medida de los principios del papel explica con insolencia sin sentir en la materia, olvidándose de intento que en nuestro gobierno la prenda más recomendable de los súbditos es la ciega obediencia a la providencia de los superiores”.
Como se ve quedan aquí expuestas de manera tajante las dos posiciones antagónicas que marcan el comienzo de las etapa final en la lucha por la Independencia latinoamericana. Desde el punto de vista del derecho español, la impresión clandestina de los Derechos del Hombre constituye un delito y su impresor es un delincuente. Desde el Punto de vista del impresor el papel llamado Los Derechos del Hombre contiene sanas doctrinas y en consecuencia su impresión y divulgación no es un delito. Esas que Nariño califica de sanas doctrinas, para la Real Audiencia, máximo tribunal de justicia en el reino, son doctrinas perversas. El antagonismo no podrá resolverse sino mediante un enfrentamiento, que comienza a partir de la prisión y condena de Nariño y que va a durar quince largos años hasta el 20 de julio de 1810, en que las ideas de Nariño salen avantes y dan origen a la institución de un nuevo orden basado en los principios que proclaman los Derechos del Hombre y del Ciudadano, un orden social y político en el que desaparecen los vasallos y toman su lugar los ciudadanos, como seres pensantes, no sujetos a la obediencia ciega a las disposiciones de sus superiores.
La era de Antonio Nariño como precursor y revolucionario culmina en el momento en que, preso de nuevo en los meses previos a la jornada del 20 de julio de 1810, las voces libertarias que ese día brotan desde la Plaza Mayor de Santafé, se esparcen por el aire y en alas del viento llegan hasta las mazmorras de Bocachica y reaniman el corazón del hombre que las hizo posibles.