Clodovaldo Hernández
Pocos elogios más grandes puede recibir un maestro que aquel salido de la boca de un discípulo convertido en personaje universal. Y pocos elogios más hermosos debe haber tenido Simón Rodríguez que las palabras de Simón Bolívar: “Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señalóâ€.
Nada más por semejante declaración, Simón Rodríguez podría ser considerado uno de los grandes docentes de la historia venezolana. Pero mirar a este portento de la intelectualidad nuestroamericana solo como el profesor de Bolívar es una visión sumamente limitada de su vida. Él no fue únicamente el gran formador del niño Simón ni su acompañante en aquella temprana experiencia europea y en el juramento de convertirse en Libertador, sino que fue una luminaria en sí mismo, un faro que aún hoy orienta a quienes navegan en las aguas de la enseñanza y el intercambio de saberes.
Niño expósito, custodio de niños
Rodríguez, cuyo primer apellido era, en realidad, Carreño, nació en Caracas, casi trece años antes que Bolívar, el 28 de octubre de 1769. Se supone que fue un niño abandonado por sus padres, pues al casarse con María de los Santos Ronco, en el acta de matrimonio se declaró “expósitoâ€. Los corrillos de la época y las versiones de cronistas e historiadores, que elaboraron su historia tiempo más tarde, indican que esa condición de expósito se debió a que tanto él como su hermano, el músico Cayetano Carreño, eran hijos de un sacerdote. Las sospechas se hicieron fuertes porque el cura Alejandro Carreño les dio su apellido.
Pertenecer a esa categoría de niños sin padres no le impidió a ninguno de los dos destacar en sus campos de interés: Cayetano fue un gran compositor de música sacra y de algunas de las primeras piezas musicales patrióticas. Simón, quien no quiso llevar el apellido Carreño, sino el Rodríguez (supuestamente el de su madre, Rosalía), se proyectó como un extraordinario filósofo de la educación, a pesar de que no tuvo formación universitaria, pues la sociedad de la época solo permitía ese lujo a los españoles y criollos de reconocido linaje.
En su Caracas natal, Simón no duraría mucho tiempo. Luego de cumplir su tarea en la educación del díscolo hijo de la familia Bolívar Palacios, se acercó al grupo de cabezas calientes que estaban tramando uno de los primeros movimientos independentistas de Venezuela, la conspiración de Gual y España. Tuvo que irse del país, aunque tuvo mejor suerte que José María España, quien fue ahorcado y descuartizado, y que Manuel Gual, envenenado en el exilio.
Fue cuando se instaló a vivir en Kingston, la capital de Jamaica, que asumió la identidad de Samuel Robinson, su alter ego para el mundo angloparlante. Pasó varios años en Estados Unidos y Francia, mientras su tocayo Bolívar crecía física e ideológicamente. A principios del siglo XIX volvieron a encontrarse en Europa. Estuvieron en Francia y en Italia, donde ambos protagonizaron el histórico momento del juramento del Monte Sacro. Los historiadores que, por obligación, tienden a ser un poco corta-nota, han debatido por años sobre si el juramento fue en el Monte Sacro, en el Aventino o en el Palatino. Incluso, algunos han puesto en duda que haya ocurrido en verdad y otros dicen que tal vez Rodríguez quiso embellecer lo dicho por su pupilo en esa ocasión.
Cierto o no, embellecido o no, haya sido en el Sacro o en cualquier otro monte, el juramento tiene su lugar en la historia y Tito Salas se encargó de inmortalizarlo como imagen. En esa escena aparecen, rigurosamente hablando, dos grandes libertadores: Bolívar, el de la guerra y la política, y Rodríguez, el de la educación y la cultura.
Significativamente, el instrumento fundamental de Rodríguez, el equivalente a la Espada de Bolívar, fue su convicción por la crítica acompañada de propuestas concretas de cambio.
En eso empezó bien temprano, al hacer un descarnado estudio de la situación de la educación en la Caracas de finales del siglo XVIII. En su análisis puso en evidencia que la formación de la infancia en esta ciudad estaba en manos de gente sin la más mínima idea de la docencia.
También apaleó a la educación religiosa elitesca y pacata. Audaz como él solo, se lanzó con un plan de acción que contemplaba crear más escuelas que atendieran a niños pardos, morenos e indios; con maestros profesionales que cobraran un salario justo; materiales didácticos apropiados; y jornadas de seis horas diarias. Si alguien tiene dudas de que Robinson estaba adelantado a su tiempo, que piense en que estas ideas valen incluso para nuestro siglo XXI.
Sus propuestas en el campo pedagógico son de tal magnitud que no faltan los conocedores serios de la historia de las ideas educativas que lo comparen con Jean Piaget, Lev Vigotsky y Paulo Freire, quienes innovaron en este campo muchas décadas después y desde las aulas universitarias y los centros de investigación.
Bolívar, una vez conseguido el propósito de la liberación, quiso encargar a Rodríguez del gran proyecto educativo de Colombia (la grande), pero los adversarios del Libertador dentro de aquella nación en gestación no estaban de acuerdo y se dedicaron a sabotear. Paradójicamente, el gran plan robinsoniano tampoco fue entendido por Antonio José de Sucre por lo que no pudo implantarse en Bolivia.
Al prodigioso pedagogo no le quedó otra alternativa que deambular por Suramérica, tratando de compartir sus enormes saberes y viviendo como un intelectual nómada hasta su muerte, en 1854, en el Perú profundo.
Su aporte solo ha sido valorado con el paso del tiempo y, en buena medida, sigue siendo una enseñanza pendiente de las actuales generaciones.
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Otro antiimperialista
Si como lo demostró el historiador cubano Francisco Pividal, el de Simón Bolívar fue un pensamiento precursor del antiimperialismo, perfectamente puede decirse otro tanto de las reflexiones de Simón Rodríguez.
En su libro Sociedades americanas, Rodríguez se esforzó por demostrar que era errada la tendencia en boga de querer establecer en las excolonias españolas el modelo de democracia que Estados Unidos ya se empeñaba en exportar.
“Nos parece que podemos adoptar sus instituciones sólo porque son liberalesâ€, decía Rodríguez, para luego advertir que esa visión no tomaba en cuenta aspectos geográficos, históricos, étnicos, religiosos ni tampoco las diferencias en cuanto a ideas, creencias y costumbres.
En una imagen que demostraba su claridad ideológica, el gran Robinson expresó que Estados Unidos presentaba “la rareza de un hombre mostrando con una mano a los reyes el gorro de la Libertad, y con la otra levantando un garrote sobre un negro, que tiene arrodillado a sus piesâ€.
Rodríguez fue tajante: las nuevas repúblicas no debían mantener las instituciones españolas de las que se habían liberado ni tampoco imitar las del gran vecino del Norte. Fue en ese contexto que dijo una de sus más célebres frases, que cada día cobra mayor vigencia: “La América española es original. Originales han de ser sus Instituciones y su gobierno, y originales los medios de fundar uno y otroâ€.