Triunfará o fracasará la revolución bolivariana

José Negrón Valera

Se suele decir que la política es el arte de lo que no se ve, de lo invisible, de los gestos subterráneos, de la radiografía de los silencios.

Pensé en esto hace poco días, cuando leí que Craig Faller, jefe del Comando Surreconocía que en el caso venezolano se requería de cierta «paciencia estratégica y de la aplicación coherente de todos los aspectos que hemos planificado y que están en nuestro poder, para seguir avanzando».

Las palabras del militar estadounidense no iluminan ningún aspecto del futuro, sino que, paradójicamente, buscan ensombrecer áreas a las que la Revolución bolivarianadebe prestar muchísima atención en el caso de que aspire a prevalecer en esta nueva lucha por lograr su segunda independencia.

Crónica de una entrevista

En vísperas de este artículo, un periodista panameño me preguntaba sobre la naturaleza de la agresión contra Venezuela. Estaba francamente consternado por los estragos que la crisis estaba causando en el país.

Recientemente, me contaba, había estado en el estado Zulia y pudo palpar dos hechos contradictorios; por un lado, el deterioro de las condiciones de vida de la población, falta de transporte, luz, agua, con la consiguiente tensión social que ellos genera; pero a la vez, le impresionaba que muchos de los venezolanos con quien se había reunido mantenían una actitud de esperanza y lucha ante la situación adversa. No lograba explicar, por qué aún no se habían generado las condiciones de un estallido social.

Creí conveniente contextualizar.

Chávez llegó al poder en 1998, le comenté. Atravesó toda suerte de obstáculos y conspiraciones, cuyo pico fue el golpe de Estado en el 2002 y el paro sabotaje petrolero de ese mismo año. Apenas si gobernó con una mediana estabilidad a partir de su reelección en el año 2006.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, desde el año 2007 hasta más o menos el 2011, se vivió un periodo de bienestar social, nunca antes visto en nuestra historia republicana.

En el Pentágono sabían que debían derrotar estos logros. Y para ello, plantearon una operación de dos bandas. Por un lado, tendrían que sacar del juego al líder que cohesionaba a gran parte de la población (Hugo Chávez) y luego derrotar de forma sistémica el modo de vida alcanzado.

Sabían que el cambio cultural no se había logrado, y al provocar una crisis económica, brindarían las condiciones objetivas para que la desintegración del cuerpo social sobreviniera.

El Plan A, B, C y D del Pentágono sería tratar de dividir las Fuerzas Armadas Bolivarianas y que estas completaran el cambio de régimen. Sus asesores, especialmente Thomas Barnett, ya alertaban la importancia de contar con estabilidad para «gestionar el sistema político» y que no siguiesen ocurriendo los desastrosos ejemplos de Libia, Afganistan, Irak.

La intervención siempre sería una amenaza, pero no el plan principal.

Lo principal sería la guerra multidimensional y la «paciencia estratégica» para que el sistema se derrumbara.

¿Y por qué no se ha generado una revuelta de masas?, insistió.

Su pregunta, directa y hecha con la preocupación de quienes se embarcan en la solidaridad internacionalista, me hizo dar con una respuesta que es la semilla del presente análisis.

Sobre la disolución social

Aníbal Romero es un investigador en ciencias políticas, ligado a tanques de pensamiento como Cedice Libertad, financiados por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés).

Publicó hace más de veinte años un libro donde se analizan las causas por las que, según su perspectiva, sobrevienen el deterioro de los sistemas políticos y por tanto, la disolución social.

Romero, al tratar el porqué los sistemas de Gobierno se diluyen, analizó cuatro. El primero de ellos es el deterioro de las representaciones sociales o los mitos unificadores (pensemos en el chavismo como factor de identidad grupal).

El segundo factor, es el peso que genera la suma de la insatisfacción individual en el cuerpo social. El tercer ámbito es el derrumbe del Estado y su institucionalidad como máximo instancia que gestiona la vida en común. En cuarto lugar, la pérdida de voluntad política de las élites gobernantes, como preámbulo de la derrota. Son estos cuatro aspectos, parte de un coctel explosivo.

Romero desmeritaba que las crisis económicas y el deterioro de las condiciones materiales, dieran al traste por sí solo con los sistemas políticos. Desde su perspectiva, en el juego entraban factores mucho más inasibles de tipo simbólico y cultural. Aspectos velados, sobre los que casi nadie suele hablar.

«El arte de lo que no se ve»

No existen recetas ni fórmulas para enfrentar una circunstancia inédita como el asedio global que Estados Unidos ha emprendido contra el país caribeño. Podría decirse incluso, y usando la terminología jurídica, que Venezuela «está sentando jurisprudencia» al respecto.

Sin embargo, lo planteado por Romero clarifica cuáles son los cuatro puntos sobre los que el jefe del Comando Sur, está esperando «pacientemente» resultados.

Uno de ellos, es la destrucción del chavismo, no sólo como proyecto político, sino como factor de cohesión, identidad y dirección de grupo. Hay que recordar que así como lo ha explicado Robert Tucker,  la sociedad «no es solo un armazón productivo atravesado por realidades de poder sino una estructura psicológica».

Es decir, que el cemento de las naciones se encuentra constituido por factores no racionales, que «no responden a un mero cálculo de costo beneficio», sino a un conglomerado de ideas y expectativas de gran valor que son, en resumidas cuentas, las que movilizan a los seres humanos. «Les hacen solidarios con proyectos colectivos, les dan identidad, y en ocasiones pueden llevarles a sacrificar hasta la propia vida».

El poder del chavismo, lo que lo ha hecho mantenerse incólume ante la adversidad y que de algún modo lo ha convertido en un referente para otros pueblos del mundo, es precisamente que está sostenido sobre principios que no han variado desde la época de Bolívar.

La justicia social, el bienestar común por encima del interés de una élite, la resistencia a que el ser humano desaparezca ante los intereses del capital, el derecho a ser libres. Son ideas mucho más poderosas que cualquier portaviones. Son la energía vital que integra y moviliza a las personas. Si desaparece la idea, si se corrompe la idea, si se abren brechas contradictorias en el ideal, no habrá nada que detenga el derrumbe del edificio social.

Por otro lado, desatender los micro motivos y su influencia en el macro comportamiento, es otro aspecto que puede agravar la situación.

El objetivo de la guerra no convencional es vulnerar la moral. Destruir la capacidad de resistencia del individuo o de los grupos. Hacer insostenible la vida. No por casualidad durante las guarimbas de 2017, Freddy Guevara, miembro del partido de derecha Voluntad Popular, reconoció que el objetivo de las violentas protestas era «destruir la cotidianidad de la gente».

No hay que desestimar este aspecto. Ni mucho menos creer que porque no existan grandes movilizaciones de masas, no hay malestar social.

Según ha explicado la ciencia política los «procesos de disolución social no necesariamente conducen a un mayor activismo por parte de los actores sociales, en busca de opciones renovadoras y de salidas a la crisis; más bien, por el contrario, generan una actitud de apatía y de conformismos individualista».

Puede que tanto la agresión externa, como la propia incapacidad del Estado para responder oportunamente a las demandas básicas de la población, como en el caso de los servicios públicos (agua, luz, electricidad) generen una creciente insatisfacción difícil de sostener.

Sin embargo, muchas veces no se trata exclusivamente de resolver el problema sino de generar las condiciones de acompañamiento y orientación política. En este caso, la empatía de los funcionarios públicos debe ser total. La población bajo ningún motivo debe sentir que el Gobierno los desatiende o que no se conecta política y emocionalmente con su situación particular.

Tal y como lo consideran los estrategas militares estadounidenses «los Gobiernos que desestiman estas señales» usualmente terminan chocando con graves crisis de gobernabilidad.

Otra dimensión, es acrecentar el deterioro del Estado y su institucionalidad. Y no hablo aquí solo de procesos de descomposición social como la corrupción, o la anomia del sistema a la hora de atender las demandas públicas. Sino precisamente en lo que respecta a que este haga valer su función como legítimo administrador de la vida en común de la población.

El Estado regula lo colectivo, no pueden existir espacios que se encuentren fuera de dicha jurisdicción. La economía, por citar un aspecto, no puede estar fuera del ámbito de su competencia; auto administrándose bajo las azarosas y crueles fuerzas que la guerra no convencional produce.

Thierry Meyssan argumentaba que el proyecto de la élite global era la destrucción de los Estados-nación. Rediseñar el mundo a imagen de los intereses de transnacionales que tuviesen la capacidad de apropiarse de todas las riquezas sin que existieran administraciones políticas que fueran obstáculos. El caso actual de Libia es una dramática muestra.

Mal pueden los pueblos que resisten hacerle el trabajo a la élite global. La institucionalidad estatal no solo se desmonta con bombas e intervenciones, sino también con el no ejercicio de su poder como ente regulador de la sociedad.

Por último, Aníbal Romero identificaba la «pérdida de voluntad de poder de la élite gobernante» como una señal próxima de la disolución social.

El chavismo es un proyecto que instauró una nueva forma de democracia protagónica y participativa, donde el binomio pueblo-gobierno, significaba una distinta forma de acción e interpelación sobre los asuntos públicos. Es este el centro donde reside parte de su poder. En este caso, la pérdida de voluntad de poder, no sólo está en que el liderazgo desista de querer ejercer su autoridad, sino principalmente, en que dejen de confiar en la fortaleza y potente capacidad transformadora que tiene el proyecto político en el que se encuentran.

En no pocas ocasiones hemos alertado que el objetivo de la guerra es golpear la esperanza, es decir, sembrar la confusión y la desconfianza dentro de las propias filas. Usualmente, las cosas comienzan a resquebrajarse por esta razón, por la inestabilidad interior hacia razones que antes proveyeron de seguridad y entereza moral.

Walter Laqueur, en su libro sobre la caída de la Unión Soviética, nos brinda un párrafo que a pesar de algunas omisiones, puede resultar muy útil como espejo:

 «¿Por qué se derrumbó el enorme edificio sin que siquiera hubiese sido severamente desafiado? Es obvio que debe haber habido una crisis, pero no era del tipo que puede cuantificarse, al estilo de metas económicas no logradas o de pérdidas humanas y materiales en una guerra. La crisis fue una crisis de confianza, o, para usar el término con frecuencia utilizado en Rusia, una crisis espiritual».

Esta crisis de confianza o espiritual, usualmente se enquista con mayor fuerza y frecuencia en actores con responsabilidades estatales, generándose una burbuja que lo aliena de la realidad y le hace en muchos casos tomar decisiones que no necesariamente representan el interés de la mayoría.

Ante este cuadro, ¿por qué no ha habido un estallido social? Me reitera el periodista panameño.

Reflexiono un poco y con la convicción de que en el futuro deberé extenderme un poco más le respondo:

«La victoria o la derrota del proyecto bolivariano depende de que observemos sin arrogancia ni temor, la amenaza externa así como los propios demonios internos. Si aquí no hay un estallido social, es porque el pueblo venezolano, tanto el chavista como el de oposición, sabe intuitivamente de que no existe un modelo de vida mejor que aquel que alcanzaron con Hugo Chávez. Y que la solución para la crisis inducida, no son las bombas, ni la guerra entre hermanos. Conocen, con esa claridad de quienes sí saben de ‘paciencia estratégica’, que la única solución perdurable es aquella que se logre en  paz y como resultado del consenso colectivo».