Clodovaldo Hernández
Noventa. El cumpleaños de José Vicente Rangel (JVR) no es uno cualquiera. Pocas personas llegan a esa edad y menos aún dando de qué hablar en un tiempo en el que los liderazgos y la notoriedad son virtudes cada vez más pasajeras y tendenciales.
Rangel ha sido un personaje de la vida nacional durante algo así como siete décadas. Y, por más que sus enemigos han intentado siempre descalificarlo, nadie le quita lo bailao.
Dio sus pininos en la política en tiempos que para la mayoría de los venezolanos son antediluvianos: esa época reseñada por los libros de historia contemporánea en la que los adecos y unos militares derrocaron a Medina Angarita y luego los mismos militares derrocaron a los adecos. Cosas kármicas que pasan.
Estudiaba Derecho en la Universidad de Los Andes, pero se metió en problemas con los referidos militares y terminó primero preso y luego desterrado. Fue a parar a Chile, donde encontró a quien habría de ser su pareja de toda la vida, la artista plástica Ana Ávalos. Cuestiones del amor y, dirían algunos, del destino.
Retornó a Venezuela en 1958, tras la caída de la dictadura. No estaba en la primera línea de los exiliados y perseguidos célebres, que eran casi todos adecos o comunistas. Pero sí estaba muy cerca de uno de los protagonistas, Jóvito Villalba, líder del partido Unión Republicana Democrática (URD), la tercera pata del Pacto de Puntofijo, junto a Rómulo Betancourt y Rafael Caldera.
Comenzó una carrera de 25 años en el Congreso de la República que le permitiría definir una personalidad única en el escenario político nacional.
Pese a venir de URD, que era un partido socialdemócrata y basado en el liderazgo mesiánico de Villalba, Rangel mostró una clara tendencia hacia posturas más radicales y un perfil propio. Esas características terminaron por alejarlo del patriarca margariteño, que no admitía rivales internos, y le llevaron a comenzar su largo periplo por organizaciones de izquierda. Ese viraje lo obligó a caminar por una cornisa en llamas durante todos los años de la lucha armada, de la que marcó distancia oportunamente, lo que no le impidió reclamar los desafueros cometidos por los gobiernos que enfrentaron a los movimientos insurreccionales.
No fue fácil cumplir ese rol. Betancourt capeaba, a sangre y fuego, sublevaciones militares y brotes guerrilleros y metía presos a los parlamentarios sospechosos de tener vínculos con tales actividades. Luego, en el gobierno del supuestamente bonachón Raúl Leoni, la represión se hizo más sistemática y cruel, al punto de inaugurarse la figura de los desaparecidos, perfeccionada más tarde por los dictadores del Cono Sur. Frente a la escalada de la violencia del Estado en esos primeros diez años de democracia representativa, JVR fue una voz rotunda en la denuncia. Allí nació su leyenda.
Tremenda pinta
Para 1979, cuando JVR cumplió 50 años, era una de las personalidades más rutilantes de la política local. En un ejercicio de reconstrucción del sarao que se organizó para celebrar el medio cupón, la escritora de oposición Milagros Socorro dijo que los asistentes, cerca de un millar, oyeron embelesados el discurso de Rangel, a quien llamó “una mezcla de prócer con Errol Flynnâ€. Y es que JVR ha tenido un atributo no muy común entre los políticos: tremenda pinta la suya, aumentada y mejorada por la mano de la esposa, que no lo deja mostrarse en público a menos que esté de punta en blanco.
Como suele ocurrir, el afán de proyectar esa imagen de galán lo hizo dar algunos traspiés. Así pasó cuando se sometió a una operación de cirugía estética (a comienzos de los años 90) y de resultas, los televidentes lo vieron reaparecer en las pantallas con una faz de momia azteca, según coincidieron los chismosos políticos y faranduleros de aquellos tiempos.
Esa coincidencia se debió a un hecho significativo: el político, que había sido ya tres veces candidato presidencial, tenía escritos varios libros y publicaba columnas en la prensa escrita, tomó el sendero de la televisión con un programa que, por lo demás, rompió un antiguo paradigma de la TV local, que restringía los espacios de entrevistas y comentarios políticos a las primeras horas de lunes a viernes o a las últimas de los domingos. Televén innovó al ubicar a José Vicente Hoy los domingos en la mañana, y fue tal su impacto que sintonizarlo se convirtió en un rito obligado para políticos, periodistas y comentaristas de taxi y de barbería.
Con sus opiniones bien argumentadas y sus datos confidenciales, el programa tomó vuelo y solo el comandante Chávez pudo interrumpir su difusión. La primera vez fue involuntariamente, en 1992, porque JVR se atrevió a entrevistar al teniente coronel, y el gobierno -aún sometido a conteo de protección-, decidió prohibir la difusión del diálogo. La segunda vez fue en 1999 porque Chávez, ya electo presidente, reclutó a Rangel para que fuese su primer canciller.
El paréntesis del programa dominical duró hasta 2007, cuando dejó la vicepresidencia ejecutiva de la República y, contra muchos pronósticos, volvió al periodismo. En su pasantía por el gobierno hizo historia de nuevo cuando fue el primer (y hasta ahora único) civil en ejercer el cargo de ministro de la Defensa. En esas lides estaba cuando ocurrió el breve derrocamiento del presidente Chávez y JVR, según lo reveló luego el propio comandante, estuvo dispuesto a inmolarse, ametralladora en mano, al estilo Allende.
Ahora, en su nonagésimo cumpleaños, con las dificultades naturales de tal edad, ha pasado los últimos meses bajo el fuego cruzado de los rumores, los runrunes y los confidenciales acerca de su verdadera condición de salud. Una vez más cabe decir: cosas kármicas que pasan.
Derechos y secretos
Especialmente valeroso fue José Vicente Rangel cuando ejerció ese rol de denunciante del asesinato del dirigente comunista Alberto Lovera, detenido por la policía política de la época, la Digepol, torturado y arrojado al mar, encadenado a un pico, para que el cadáver no saliera a flote. El diputado Rangel se empeñó en que el caso fuese investigado. No consiguió castigo para nadie porque los tribunales dictaminaron que fue una típica muerte sin culpables. Pero la denuncia se difundió.
Con su actitud, JVR echó las bases de los movimientos de lucha por los derechos humanos, según el fiscal general Tarek William Saab, quien seguiría sus pasos en los años 80, desempolvando añejos casos, como los del propio Lovera y otros líderes sociales asesinados y desaparecidos.
Ese no fue el único logro de su valentía. También se enfrentó a un tabú que el puntofijismo había establecido como concesión a los militares: el carácter secreto de las compras de equipos y toda clase de bienes para las (entonces en plural) Fuerzas Armadas.
El manto de confidencialidad había hecho de los contratos castrenses uno de los más jugosos frutos de la corrupción. Un aparato represivo y judicial ad hoc operaba contra quien osase pedir transparencia. Políticos, periodistas y editores fueron sometidos a juicios militares por esta causa. Rangel consiguió también perforar esa coraza.