1944, cuando casi todos tenían esperanzas

Hace setenta y cinco años, en Guatemala brilló la esperanza. La sensación de que a pesar de las diferencias era posible construir un país para todos estuvo presente durante casi diez años. Ahora solo nos queda recordar, pues los tramposos, egoístas y ambiciosos de siempre nos han mantenido sin ilusión y sin futuro, pero, tal vez, con esta efemérides, algo de las cenizas renazca y vuelva a brillar.

La reelección fraudulenta de Jorge Ubico en 1943 había dejado insatisfecha a buena parte de la élite guatemalteca que, tradicionalmente autoritaria, con los sucesos internacionales había cambiado su fervor fascista, demostrado en los inicios de la Segunda Guerra Mundial, por un entusiasmo democrático poco convincente pero necesario. Por otro lado, las derrotas de los alemanes en África a finales de 1942 y en Stalingrado a inicios de 1943 habían llenado de un entusiasmo democrático más genuino a las clases medias y a los jóvenes, quienes, en la medida de las escasas informaciones obtenidas, imaginaban que los regímenes autoritarios debían desaparecer aun en la atrasada Guatemala que habitaban.

Todo ello condujo a que el rechazo social hacia Jorge Ubico llegara a tal grado que, soberbio, abandonara el cargo el 1 de julio de 1944, dejando el poder en un débil triunvirato que, disuelto casi de inmediato, pasó a manos del general Federico Ponce Vaides. Ambicioso, en lugar de fortalecer las capacidades del país para que se realizaran elecciones limpias y democráticas en el mes de diciembre, optó por reprimir a estudiantes y trabajadores a la usanza ubiquista, imaginando, tal vez, que las fuerzas conservadores le concederían gobernar el país con fusta y garrote, tal y como lo habían hecho con su antecesor mientras ellos se enriquecían.

Pero la demanda social por un gobierno de todos había prendido en los distintos estratos sociales urbanos, por lo que las intensiones de Ponce Vaides por impedir o manipular las elecciones solo hicieron crecer su rechazo, llenándose las calles de protestas y movilizaciones.

Por única vez en todo el siglo XX, y tal vez en toda la historia guatemalteca, los sectores progresistas de la izquierda consiguieron construir una alianza, temporal pero efectiva, con los grupos modernizantes de la derecha. Era necesario no solo celebrar elecciones, sino fortalecer el Estado y ampliar la protección legal a todos los ciudadanos. Por ello, el levantamiento militar no fue un simple golpe de Estado dirigido desde la cúpula militar. Fue una insurrección en la que militares y civiles compartieron trincheras y posiciones, en la que adultos y jóvenes compartieron ilusiones y temores, y en la que el débil ejército profesional se alió y correspondió con el aún fuerte y conservador sector de los soldados de línea. Jacobo Árbenz representaba a los primeros, Francisco Javier Arana a los segundos.

La Junta Revolucionaria de Gobierno –Árbenz, Arana y Toriello– funcionó como el embudo a través del cual se sintetizaron en propuestas y acciones la diversidad de exigencias y necesidades que por años habían estado limitadas, a pesar de las diferencias de visiones y posiciones de sus miembros, tal vez por la propia dinámica de la Asamblea Nacional Legislativa que se integró casi de inmediato.

En apenas cinco meses, la Junta Revolucionaria de Gobierno emitió 68 decretos, entre los que daba vida a una nueva universidad pública, al declararla autónoma, o modificaba las formas de contratación de trabajadores, al abolir en definitiva el trabajo forzoso que solo aplicaba a los sectores pobres. Se establecía la independencia efectiva de los poderes del Estado, reorganizándose la estructura del Ejército, de modo que no se diera la duplicidad de mandos y funciones que hasta entonces prevalecía.

Toda Guatemala fue, en esos eufóricos cinco meses, un hervidero de propuestas y negociaciones, en las que reformas, cambios y creación de nuevas condiciones fue el punto de partida y coincidencia de todos los sectores.

Si desconocer al gobierno dictatorial de Francisco Franco fue tal vez el acto más republicano y democrático de la Junta Revolucionaria de Gobierno, sentar las bases del Código de Trabajo fue el acto más efectivo por modernizar el proceso productivo. La democracia se amplió a todos los sectores, siendo la autonomía municipal la principal muestra de ello.

Guatemala tomaba, casi a la mitad del siglo, su camino a la modernización y el progreso. Los individuos, hombres y mujeres, conseguían finalmente ser ciudadanos en una real y efectiva igualdad de derechos y obligaciones.

Como en 1920, lo que se pretendía era modernizar política y socialmente el país, con la inmensa diferencia de que, esta vez, la derecha conservadora no tuvo el control de la situación, por lo que sus líderes debieron aceptar compartir responsabilidades y visiones con jóvenes universitarios progresistas. Fue por ello que la candidatura de Juan José Arévalo prendió en todos los estratos, porque se vio en él al civil capaz de llevar al país por senderos de la paz y la justicia. Su principal contrincante, Adrián Recinos, funcionario y diplomático de los anteriores gobiernos, no consiguió poner tras de sí a todos los sectores de derecha que, temerosos, se diluyeron en multitud de candidatos u optaron por entrar como carro de cola en el multitudinario apoyo social que se constituyó al rededor de Arévalo Bermejo.

Juan José Arévalo, quien presidió el país por incansables y productivos seis años, daría continuidad a todas estas propuestas revolucionarias, consolidando muchas, sentando las bases para otras. El país vibraba, y todo parecía indicar que luego de décadas de terror, estancamiento y agobio, vendría una larga primavera que haría florecer y madurar los frutos del desarrollo, la paz y la justicia social.

Setenta y cinco años han pasado desde aquellos estimulantes y apasionantes hechos. Guatemala no logró conquistar lo que se anunciaba posible y fácil, pues la ambición, intransigencia y autoritarismo de las élites económicas, incapaces de modernizarse, darían al traste con las ilusiones democráticas y libertarias. Las derechas se encerrarían cada vez más en sus discursos excluyentes y las élites, particularmente la económica, perezosa, buscarían a cada momento ganar más sin hacer el mayor esfuerzo.

Hoy simplemente conmemoramos fraccionados, divididos, humillados y serviles ante el Imperio del norte. El hambre se ha adueñado de casi la mitad de todos los niños, pero eso, no se comenta en los grandes eventos empresariales.