Los orígenes (III)

Leonardo Rossiello Ramírez | Arte/cultura / CONTROVERSIA

En nuestra Controversia anterior, «Los orígenes (II)», nos referimos a la primera de las cinco Partes de la Retórica: la Inventio, es decir, al profuso y rico inventario de los «materiales» del discurso. Vimos que también se le llamó Tópica, de topos, lugar, y cómo esos materiales, que se llamaron asimismo argumentos o tópicos, se ubicaban en lugares imaginarios –un eficaz recurso mnemotécnico– donde no solo el orador sino todos podían encontrar esos «lugares comunes». Por supuesto, no todos los tópicos lo son. En esta ocasión nos referiremos a la segunda de las Partes, la Dispositio, que, aunque surgió a partir de los pleitos judiciales, se ocupó de la disposición de los diferentes géneros del discurso.

Cuando Córax, Tisias y poco después otros rétores prearistotélicos estudiaron las controversias jurídicas, se dieron cuenta de que algunos discursos eran más eficaces que otros. Al considerar las causas, descubrieron que determinado orden en la exposición era más eficiente que otro, con lo que la doctrina de las partes del discurso, a partir de entonces, adquirió gran importancia.

Hoy en día nos parece sensato no comenzar por un llamado a actuar, sino ganarse primero la atención y simpatía de los jueces e introducir el tema (Exordio). Asimismo, nos esperamos que continúe el orador (un abogado, por ejemplo), presentando el caso, contando qué sucedió (Narratio) y que siga  evaluando argumentos a favor (Expositio) y en contra (Refutatio), dar lugar a una controversia al respecto (Altercatio), para terminar con una exhortación a hacer algo (Peroratio).

Pero quizá ese orden no sea tan lógico, y nos parezca así porque lo hemos incorporado a través de la educación sistemática, a lo largo de los siglos, de manera inconsciente. De hecho, esa secuencia está presente en cualquier tipo de texto que tenga una estructura persuasiva, desde una novela hasta una tesis doctoral. También lo encontramos en los  abundantes vídeos que todos los días circulan y explican, por ejemplo, qué ha hecho el sistema del lucro con el calentamiento global.

¿Cómo se dieron cuenta los antiguos rétores de que ese orden y no otro debería ser el mejor? Mediante la observación de las controversias jurídicas y de los discursos reales. Como casi siempre, la praxis precedió a la teoría y a la normatividad ulterior. Del mismo modo que todos, sin necesidad de saber gramática, la aplicamos en el habla diaria, un discurso debe tener determinado orden para alcanzar su máxima eficacia. Tenemos y usamos en el habla una morfosintaxis que, en la mayoría de los casos, no es consciente. No es lo mismo decir «Ese terreno me pertenece y aquí tengo las pruebas» que decir, con las mismas palabras, «Y las pertenece tengo ese aquí terreno pruebas me».

Los antiguos descubrieron, pues, una especie de sintaxis del conjunto del discurso de las controversias y la describieron. Un juicio era como una batalla que el cliente (el orador) debía ganar, para lo cual era conveniente organizar las palabras y los períodos, y aun las unidades mayores por su función. Recordemos el origen etimológico de la palabra sintaxis: orden para la batalla.

Al analizar las controversias, se dieron cuenta estos fundadores de que la eficacia también dependía, y en alto grado, de los recursos que movilizaran. Por ejemplo, cuando, además de usar la  dialéctica (i. e. la lógica, ese otro gran invento de la antigüedad griega), el discurso también recurría a los sentimientos de los jueces y del público. Asimismo, tomaron conciencia de que si el orador era un hombre de buenas costumbres, tenía más posibilidades de ser escuchado y de ganar la controversia que si no lo era.  A partir de esas observaciones no tardaron los teóricos en distinguir la funcionalidad persuasiva de tres categorías centrales en las controversias, en la doctrina retórica y, también, desde luego, en la filosofía: el logos, el pathos y el ethos.

El primero fue entendido, en primer lugar, como pensamiento racional, lógico y expresado. En la controversia en torno a la culpabilidad o no del expresidente de Brasil, Lula da Silva, respecto a si ha incurrido o no en corrupción, encontramos ejemplos iluminadores de la importancia del logos. Inculpado por haber recibido un apartamento a cambio de favores (según sus abogados, sin pruebas), el expresidente fue condenado. Los primeros sofistas ya habían observado que no bastaba con asegurar que determinada propiedad es de alguien; también había que aportar elementos probatorios que no pudieran ser puestos en duda. De todos modos, el líder del Partido del Trabajo estuvo meses en prisión, no sin sugerir a sus partidarios que ocuparan el apartamento de marras.

Recientemente, la Fiscalía de São Paulo acusó a Lula de haber hecho ocupar el apartamento, al que le habrían causado daños, y ha propuesto por esa razón más años de prisión para el expresidente. Los abogados alegan que en el supuesto que el apartamento le perteneciera, puede hacer con él lo que quiera, incluso alojar a los necesitados. En ese caso, no es ni puede ser culpable. Pero aducen que en realidad no hay pruebas de que el apartamento sea de Lula, en cuyo caso a) ha estado en prisión injustamente y b) no es delito incitar a ocupar una propiedad ajena. Tampoco en ese caso lleva culpa.

Es un argumento defensivo de los abogados. Con buen criterio, no utilizaron otro, asimismo posible pero de carácter «ofensivo»: ¿qué se puede esperar de una Fiscalía que probadamente ha incurrido en distorsiones de índole política?

El pathos es la movilización de los sentimientos: los propios, los de los jueces y los del público, por ejemplo, suscitando la vergüenza, la compasión o la ira. Fue Aristóteles, por lo que sabemos, el primero en estudiar de manera sistemática los sentimientos y pasiones humanas y su relación con el orador y el discurso. El estagirita dedicó en su Retórica un apartado al tema, dejándonos así una protosicología.

El ethos es la relación con la ética y con la moral del orador. Este aspecto fue especialmente examinado, no tanto por los rétores sino por los filósofos. Platón acusó a los sofistas de no considerar, o de no considerar lo suficiente, el aspecto del ethos en las controversias y en la enseñanza de la oratoria, esto es, la estatura moral del orador. Según él, los sofistas consideraban que el orador podía esgrimir argumentos con total independencia del estatuto de verdad de las afirmaciones y razonamientos.

Al fin, la Retórica como disciplina terminó por darle la razón en ese aspecto, ya que los tratadistas, en general, incorporaron el aspecto del vir bonus, del  hombre bueno, como un rasgo imprescindible del buen orador. La doctrina retórica clásica recogió posteriormente estos tres conceptos que aquí abordamos de manera sucinta y comenzaron a estipular cuáles debían ser los llamados «deberes del orador»: enseñar (docere, pronunciado en latín, dóquere); conmover (movere) y entretener y deleitar (delectare).

El primer deber pivotea, evidentemente, sobre la idea del pensamiento expresado, esto es, sobre el concepto de logos. Para realizar el segundo, apoyado en la noción de pathos, es necesario expresar sentimientos y sobre todo provocarlos, en primer lugar, en los jueces o en el jurado y, en segundo lugar, en el público. Para ser ameno y entretener, estipulaban los rétores, es necesario, hablar con corrección y elegancia. Este deber del orador tiene que ver tanto con el pathos como con el  ethos, y encuentra en la tercera de las cinco Partes de la Retórica, la Elocutio, su más sofisticado arsenal.

Leonardo Rossiello Ramírez

Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.

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