Leonardo Rossiello Ramírez | Arte/cultura / CONTROVERSIA
Hasta hace no mucho, algunos expertos aseguraban que más de 70 por ciento del intercambio comunicacional entre humanos consistía en lenguaje no verbal. Otros puntualizaban que el porcentaje era en realidad mayor. Si llevo puesto un sombrero o no; si en determinados contextos uso corbata o si prescindo de ella, por cierto estoy diciendo algo sobre mis juicios y valores a quienes me vean. Pero habría que averiguar qué criterios usaron los expertos, porque surgen muchas preguntas. ¿Es eso intercambio? ¿En qué sentido? ¿Y cómo se mide en términos de porcentaje?
En este tiempo trágico de encierro obligado, no sería de extrañar que este tipo de intercambio llegara a promedios superiores al 90 por ciento. Si antes de la pandemia vivíamos en una civilización visual, en la que las imágenes, y en particular las móviles, habían desplazado la tradicional primacía de la palabra hablada y escrita, ahora su hegemonía se ha hecho indiscutible. Incluso en terrenos como la interacción con algoritmos programados en máquinas, robots , teléfonos móviles y computadoras, los íconos son hoy imprescindibles.
Algunas imágenes tienen una gran fuerza perlocutoria (es decir, con capacidad de influir en el receptor e impulsarlo a hacer algo). Uno de los centenares de «memes» que en estos días han circulado es el que muestra una hilera de cerillas, de las cuales la mitad está ya quemada. Una de las cerillas se ha apartado, evitando de ese modo la combustión de las restantes. El contexto nos da claves de interpretación; el mensaje acerca de lo que hay que hacer para evitar contagiarse del coronavirus y continuar contagiando a otros es potente. Poco después de haber recibido ese meme, vi otro, animado (es decir, un sujeto hace algo) pero con el mismo contenido. Las llamas se van propagando hasta que una cerilla con pies se aparta de la fila, se salva y, de ese modo, salva a las demás de la combustión.
Los antiguos, que carecían del poder tecnológico de hoy en día, también utilizaban imágenes en sus controversias, solo que estas se producían en la mente de los oyentes mediante la palabra hablada. Hemos visto cómo encontrar las imágenes, ordenarlas en un discurso, resolver la manera más apropiada de irlas entregando y memorizarlas era un ineludible proceso en las actualizaciones de las officia oratoris. Sin embargo, los teóricos no demoraron en encontrar que podían y debían potenciarse aún más. Es decir, comprobaron que incidían en el cómo, y dieron respuestas, poniéndolas a disposición del orador: mediante técnicas histriónicas; la impostación de la voz, el movimiento del cuerpo, la postura, las pausas y otros sistemas de la comunicación no verbal. Todo ello vino a constituir la quinta y última de las Partes e la retórica: la Actio, que también recibió el nombre de Pronuntiatio.
Aristóteles observó que, así como en un espectáculo, la iluminación y la escenografía juegan un papel importante para conmover al público, de la misma manera que la actuación del orador lo era para convencer a jueces y auditorio. Hay hoy abundantes ejemplos de la pertinencia del aserto. A veces los detalles son decisivos. Hasta los colores. Una ministra sueca fue acusada, hace unos años, de utilizar una tarjeta de crédito oficial para pagar minucias privadas, como multas de tránsito, pañales y chocolates. No importó que luego ella hubiera regulado esos gastos con dinero de su bolsillo: fue obligada a dimitir. Lo interesante del caso es que en la conferencia de prensa que brindó, apareció con un vestido blanco. Pocos dejaron de tomar nota del mensaje, de lo que la elección del color permitía inferir: «Soy inocente».
Los recursos de la Actio, su estudio y aplicación, su mayor o menor importancia asignada, sufrieron altibajos a lo largo de la historia de dos milenios y medio, pero desde el siglo pasado los estudios en torno a lo que se llamó lenguaje corporal han puesto sobre el tapete su enorme importancia en las controversias, su fuerza o debilidad argumentativa y, sobre todo, se han actualizado en la publicidad y en la propaganda política y social.
En los orígenes, los antiguos adjudicaron una muy grande importancia a la Actio. Cicerón, en su Orator, la define como «una cierta elocuencia del cuerpo» y distingue voz y movimiento como sus componentes esenciales. Se refiere a la importancia de los gestos y la expresión del rostro. De acuerdo con él, Demóstenes le habría asignado a la Actio una importancia primordial. Distingue Cicerón en la voz tres tonos; el cambiante, el agudo y el grave, y sostiene que un orador que desee destacarse debe hablar con tono agudo sobre cosas violentas, con tono bajo sobre cosas ligeras y con voz profunda y con inflexiones sobre lo que es digno de compasión. Tener buena voz , sostiene Cicerón, no depende de nosotros, pero sí su manejo y uso: «Por lo tanto aquel perfecto orador la variará y cambiará; ya subiéndola, ya bajándola, recorrerá toda la escala de los sonidos».
Se refiere luego a la sobriedad en los gestos y al porte del orador: «[…] sea su posición erguida y levantada; su pasearse, espaciado y no largo; su adelantarse, moderado y poco frecuente; ninguna sacudida de la cerviz, ningún jugueteo de dedos, nada de que sus artejos lleven el compás; antes bien esté él mismo dominándose en su tronco entero y en una viril flexión del torso, extendiendo el brazo en los pasajes apasionados y contrayéndolo en los tranquilos». Después de la voz, sostiene el orador romano, lo que más poder tiene es el semblante, que no debe mostrar afectación ni muecas.
Hoy podemos ampliar considerablemente el concepto de Actio. También la muerte elegida y consciente pueden ser considerados «palabra actuada». Célebres entre las de los antiguos son las muertes de Zenón de Elea, la de Sócrates y la del propio Cicerón. El primero, fundador junto con Aristóteles de la Dialéctica, antes de morir habría mordido a un tirano en la oreja (según Diógenes Laercio) hasta dejarlo muy lastimado; Sócrates, condenado a morir por envenenamiento, bebió de una copa con el fármaco, posiblemente cicuta y opio, empezó a disertar sobre la inmortalidad del alma y murió serenamente, rodeado de discípulos. Cicerón parece haberse excedido en elocuencia contra los poderosos. Perseguido, murió finalmente decapitado y su lengua terminó, a modo de clara advertencia, perforada por una aguja de pelo de la mujer de uno de sus adversarios.
La palabra «actuada» sigue hoy siendo peligrosa para los poderosos. Los asesinatos de líderes sociales en Colombia y de más de cien periodistas en México son recordatorios de lo que acontece en otras partes del mundo. Decir o callar de una manera determinada es un hacer. Cuenta la tradición que Alejandro Magno, estando en Corintio, quiso conocer al filósofo Diógenes de Sinope, famoso por vivir con una austeridad extrema, alojarse en una enorme tinaja, vivir rodeado de perros y dormir en los templos. Hoy sería considerado persona «en situación de calle», para usar un conocido eufemismo, un indigente. Ante la pregunta de Alejandro Magno de qué podría él hacer para ayudarlo, Diógenes le dijo de malas maneras que se apartara, porque le estaba tapando el sol.
Las malas maneras, la indumentaria paupérrima, el lugar, pueden considerarse parte de la Actio de Diógenes en una eventual controversia, que al fin no se produjo. De manera similar, un presidente de un país sudamericano se hizo conocido en el pasado reciente, entre otras cosas, por vivir con poco, negarse a utilizar corbata (es el uniforme de los yuppies de Wall Street, aseguró) y por recibir al entonces rey de España en las afueras de su modesta vivienda, ofreciéndole sentarse un taburete con asiento cubierto con tapas de refrescos.
Para concluir, permítaseme recordar la fuerza de la sonrisa para ganar adeptos (el caso del expresidente Obama es ilustrativo) y la significación que puede tener el efecto de la risa burlesca en algunas controversias. Soltar una carcajada al escuchar un argumento contrario puede resultar decisivo, porque, como señaló Sarmiento y un siglo después luego repitió Perón (como si hubiera sido un hallazgo propio), «Del ridículo no se vuelve».
Leonardo Rossiello Ramírez
Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.
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