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La peste devasta la Italia medieval. Nadie sabe de gérmenes, virus o higiene, por lo cual culpabilizan a Dios o al Demonio, vale decir, a sí mismos. Diez privilegiados se encierra en un castillo esperando que sus fosos y murallas detengan el contagio. Son jóvenes, bellos e inteligentes. Para pasar el tiempo, en lugar de hacer penitencia comen, beben, fornican y cuentan historias de fornicaciones. Es el artificio literario que permite a Bocaccio unir en un volumen las historias licenciosas de su Decamerón (1353). La muerte exacerba el deseo de vivir. El desenfreno es antítesis de la tumba.
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La historia del convite al cual llega sin invitación la muerte, o del temor de la muerte que se distrae con depravación recurrirá desde entonces en los grandes fastos de lo imaginario. La invocan el marqués de Sade en Las 120 noches de Sodoma y Gomorra (1785), Edgar Allan Poe en “La máscara de la Muerte Roja” (1842) Marco Ferreri en su film La gran comilona (1973), Werner Herzog en su magistral remake del Nosferatu de Murnau (1979), con banquetes orgiásticos en plena calle, gran parte de cuyos comensales son ya cadáveres. Hoy comamos y bebamos, y cantemos y bailemos, que mañana ayunaremos, advierte Juan de la Encina.
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La peste barre Milán. Alessandro Manzoni la describe en el más dramático capítulo de su novela I promesi sposi (1827), donde olvida transitoriamente la ingenua trama de los novios separados por el acoso sexual de un aristócrata. Así como la muerte engendra ceremonias, la peste genera rituales. Se multiplican misas y tedeums. Funcionarios lúgubres marcan las casas de los empestados, carretas chirriantes llevan los cadáveres como fardos de mercancías. Los milaneses saben o imaginan que el morbo es propagado por untatori, seres malignos que deambulan con cucuruchos de polvo pestífero para untarlo a sus víctimas. Se organiza la cacería, inocentes son linchados porque alguien imagina que portaban recipientes con morbo de la plaga. El asesinato es un contagio. Todos huyen de todos. La peste es la
desconfianza.
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La peste arrasa el mundo y apenas queda un sobreviviente o un puñado de ellos que al mismo tiempo busca y teme la compañía de otros humanos. Es el reiterativo tema de El último hombre (1823), de Mary Shelley, la creadora de ese otro gran solitario, el monstruo deFrankenstein. Es la anécdota de La peste escarlata, de Jack London (1912), de La Tierra permanece, de George R. Stewart (1949), de Some will not die, de Algis Brudrys (1958), de incontables historias de ciencia ficción. Se busca al prójimo sólo para huir de él o matarlo. La peste es metáfora de nuestra desolada condición de animales sociales. La cuarentena simboliza la soledad del camposanto de la ciudad. La peste es el otro.
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En la novela de Tomas Mann La muerte en Venecia (1912) el escritor Gustav von Aschenbach ha perdido juventud e inspiración. Busca alivio de su melancolía en Venecia, ciudad depresiva por excelencia, a la cual añaden un toque fúnebre los rumores sobre una epidemia de cólera que las autoridades niegan. Bien podría Aschenbach huir de la inundada ciudadela con sus góndolas que parecen barcas de Caronte. Lo detiene la devoción por Tadzio, adolescente a quien admira desde lejos porque en él cree reencontrar lo que ha perdido: la juventud, la inspiración, el deseo de vivir. Aschenbach muere del cólera mientras mira jugar en la playa al adolescente que es todo lo que él ya no es. El amor es la peste, entrañablemente vinculada a la muerte, a la inspiración, a la efímera culminación de la juventud.
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La plaga barre Orán. Se abren campos de concentración para recluir contagiados. Con aséptica monotonía describe Albert Camus en su novela La Peste (1947) el auge y decadencia del morbo, para llegar a la anodina conclusión de que “el mal existe”. La versión fílmica dirigída por Luis Puenzo, con William Hurt en el papel del médico (1992), sitúa los campos de concentración en estadios deportivos, transparente alusión a las prisiones masivas de la dictadura chilena. Las autoridades no reconocen el fin de la peste porque ello extinguiría sus poderes extraordinarios. La enfermedad es tratada como disidencia política o viceversa. La dictadura es la peste.
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Igual tema desarrollan la novela gráfica V de Venganza, de David Lloyd y Alan Moore (1988) y el film homónimo de James McTorgue(2008). Surge una peste en Gran Bretaña, que las autoridades invocan como pretexto para asumir poderes dictatoriales perpetuos. Una víctima deforme de sus experimentos biológicos, que usa la máscara del regicida Guy Fawkes, acaba con la pestocracia volando el edificio del Parlamento. Un argumento paralelo desarrollan la novela gráfica Ultra Violet y la película de igual nombre (2006), dirigida por Kurt Wimmer y protagonizada por Mila Jovovich. Un morbo provocado arrasa parte de la humanidad. El monopolio de los virus contaminantes y de las medicinas sustenta una dictadura terapéutica, que la heroína destruye en duelos de coreográfica perfección con todas las armas imaginables. La peste justifica poderes injustificados. El remedio es la peste.
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El hombre, que progresivamente usurpa las funciones de Dios, le arrebata también la de desatar la peste. En La conquete de Londres (1919) el biólogo Scrull aísla el bacilo de la muerte. El alzamiento revolucionario a favor de una ley de control de los trust incendia el Parlamento y accidentalmente libera el morbo. La oligarquía destruye Londres con cohetes radioactivos. La peste es la Revolución. En L’offensive des microbes, de Motus (1923), el profesor alemán Von Bruck confecciona una mezcla de agentes patógenos arrojada por aeroplanos sobre Francia, Bélgica e Inglaterra. Cuando el antídoto de Von Bruck se revela ineficaz, desaparece la humanidad entera. En lapeste no hay vencidos ni vencedores.
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Aterradores rasgos comparte la peste imaginaria con la real. Prefiere las ciudades, moradas del pecado. Igualitaria, no distingue entre hombres y mujeres, niños o viejos, ricos y pobres. Al mismo tiempo destruye el cuerpo individual y el social. La sanación del uno es imposible sin la del otro.